Leer, escribir, comprender, crear,... Eso intento enseñar. Eso y, desde luego, a pensar. Ese es mi día a día y mi elemento. Y a veces me resulta inevitable que mis realidades, la personal y la profesional, se mezclen. O se nutran, según el caso. Así lo pensé anoche. Me vino al pensamiento algo que tengo entre manos estos días en clase y entre imágenes mentales se interpuso la realidad. Sitúo. Explico el texto narrativo, sus características, sus rasgos, un argumento bien construido y los personajes bien diseñados. Diseño de un mundo paralelo y de ficción, levantando las piezas una a una, como si de un mecano se tratase. Y con buena técnica. Muy buena. ¿Resultado? Una excelente novela digna de los ojos de cualquier lector. Eso, o... una vida. Sí, sí, una vida. Porque la técnica novelística no es sino una copia del proceso que aplicamos en la vida real. Que hay quien improvisa, de acuerdo, pero también quien diseña escrupulosamente. Y así, igualmente, quien cree engañosamente que va donde le lleve el viento, pero vive sus días como si de episodios novelescos se tratase. Con su espacio y con su tiempo. Con su acción y su narración. Con sus personajes protagonistas, secundarios y episódicos.
Hay en todos nosotros un escritor en potencia, por tanto, incluso en quien no es capaz de pegar dos palabras seguidas, puesto que hay capacidad de creación de historias. O al menos una: la propia vida. No es cosa fácil, lo sé. Ni controlable, también lo sé. Pero es inevitable tender a ello y tratar de saber qué pasará en las páginas siguientes, por aquello de que nos tranquiliza y estabiliza saber al menos dónde estaremos mañana. Y en tal tarea hay un peligro que acecha y no es otro que el creer que podemos construir la historia cual autores literarios. Hay peligro de frustrarnos, de que nada encaje como pensábamos, de que se disparate todo. Pero ni siquiera creo que esa sea la verdadera amenaza. Al fin y al cabo la vida es eso y terminamos cogiéndole el gusto a esa incertidumbre. La amenaza habita en la coincidencia entre autor y protagonista, porque puede subírsenos a la cabeza.
Somos protagonistas de nuestra propia vida. Así ha de ser y es ese un concepto que no debemos olvidar, ante el riesgo de acabar regalando nuestros días a algo o a alguien más, y de que en el momento final nos preguntemos qué diablos hemos hecho con nuestra existencia. Pero, ojo con ese afán de hiperprotagonismo, porque es rápidamente combinable con el ego y ambos se alimentan mutuamente; y crecen, crecen, crecen... Engordan hasta tapar la visión e impedir ver las figuras que nos acompañan. Y, o mucho me equivoco o, que yo sepa, la narración de nuestra vida no es un monólogo. A no ser que uno sea un ermitaño o similar. Ser protagonistas de lo nuestro no nos da cancha para considerar a los demás como meros personajes episódicos. Ni siquiera como secundarios, en algunos casos. Y hay quien se olvida de ello con demasiada facilidad. Esto siento, esto quiero, esto hago. Por ceguera, por necesidad, por impulso, vale. Puntualmente tiene un pase, pero no el exceso de protagonismo. El entorno no está a nuestro servicio, ni son atrezzo, ni replicantes. Torna en capricho dicho comportamiento y tiene consecuencias poco recomendables tanto para el principal, como para los secundarios.
Tengo la certeza de que todos hemos convivido alguna vez con alguien que pretendía eclipsar nuestra escena, esto es, que marcaba el ritmo de los acontecimientos -con mayor o menor voluntariedad, consciente o inconscientemente-, y nos arrastraba a su compás. Sus necesidades, su sentir, su dolor, su ilusión,... su, su, su... Lo que viene tras eso es esperable: el secundario acaba marchándose sin remisión ante la imposibilidad de ser coprotagonista y bailar en justo equilibrio. Y más. El protagonista acabará sufriendo sin consuelo, puesto que encajará con dificultad toda contrariedad con la que haya de enfrentarse. Necesita imponer su momento vital sobre el del resto, porque efectivamente cree que no puede evitarlo, que es algo más fuerte que él, que es incapaz de vivir de otra manera y que sus emociones atraviesan un momento más crítico que las del resto. Y ahí quieren y no pueden. O pueden y no quieren, según la situación. Pero lo que sí está claro es que no hay posibilidad de enmienda, mientras la persona no se dé cuenta de que si bien ella es la protagonista de su propia vida, quienes interactúan con ella lo son también de las suyas. Se topará, pues, con intereses enfrentados, con negativas, con reproches,... y no logrará nunca encajarlos del todo, mientras no se apee de su silla de protagonista absoluto y puesto que no es capaz de admitir que su vida no ha de salir necesariamente como escribió en su guión. El cambio de guión tampoco le resulta del todo convincente, dado que no fue escrito por sí mismo, sino por quien es acompañante o secundario. Y eso no solo es falta de flexibilidad ni de posibilidad vital, sino orgullo.
No puedo evitar preguntarme por qué alguien llega al punto de dejarse llevar por un comportamiento tal. Cómo se llega a perder la perspectiva de conjunto hasta no ser capaz de ver lo que sucede a su alrededor, en su propio epicentro y mientras está presente. Cómo puede uno no enterarse de que su cabezonería y obstinación, de que su creencia a pies juntillas de que siente y padece más que nadie, están arrasando el corazón, los principios y hasta la propia vida de quienes lo quieren. Evidentemente todos nos encerramos de vez en cuando en nuestros propios asuntos, problemas y sentires, pero mirarnos durante demasiado tiempo nuestro propio ombligo hace que perdamos las referencias y hasta la destreza de ver la panorámica de nuestra vida. Nos vuelve fatalistas y negativos, mientras somos devorados por nuestro propio pesimismo. Y no importa que los que están allí sean las personas que más nos importan, porque nuestra prioridad arrasará con todo. Necesidad de revalidación, de dirigir la orquesta, de saciar nuestra sed y nuestra hambre, de ser aliviados, de.... ser protagonistas. Actitudes todas hijas de un padre y de una madre que no son otros que la carencia afectiva y la falta de reconocimiento.
Yo no tengo la visión única y siempre acertada de las cosas. Yo tan solo observo y pienso. Y ratifico al sufrir en mis propias carnes. Lo que sí sé es que empecé a ser más feliz cuando entendí que hay cosas en la vida que no dependen de que yo quiera que sean de un modo concreto, sino que hay que aceptarlas como vienen, aun sin entenderlas del todo. Son así y son así, y ya. Hay que tragarlas y punto, aunque sepan a rayosm Empecé a sentirme mejor cuando admití que el resto de las personas tenían el derecho a tomar sus propias decisiones por más que yo las creyera erróneas. Empecé a sentirme en paz, cuando presté verdadera atención, -de la auténtica, de la que se practica con ojos, oídos, mente y corazón-, a las vidas, sentimientos, necesidades y problemas del resto. Ahí los míos se hicieron incluso más pequeños y llevaderos, insignificantes a veces, y con ello, las soluciones fueron viniendo a mí por sí mismas. Relativización.
Deja que te enseñe que hay más mundo más allá del tuyo, mar abierta más allá del puerto y más vida más allá de hoy. Yo emprendo viaje. Sube que el barco va a zarpar y hay mil islas desconocidas por recorrer.
Tengo la certeza de que todos hemos convivido alguna vez con alguien que pretendía eclipsar nuestra escena, esto es, que marcaba el ritmo de los acontecimientos -con mayor o menor voluntariedad, consciente o inconscientemente-, y nos arrastraba a su compás. Sus necesidades, su sentir, su dolor, su ilusión,... su, su, su... Lo que viene tras eso es esperable: el secundario acaba marchándose sin remisión ante la imposibilidad de ser coprotagonista y bailar en justo equilibrio. Y más. El protagonista acabará sufriendo sin consuelo, puesto que encajará con dificultad toda contrariedad con la que haya de enfrentarse. Necesita imponer su momento vital sobre el del resto, porque efectivamente cree que no puede evitarlo, que es algo más fuerte que él, que es incapaz de vivir de otra manera y que sus emociones atraviesan un momento más crítico que las del resto. Y ahí quieren y no pueden. O pueden y no quieren, según la situación. Pero lo que sí está claro es que no hay posibilidad de enmienda, mientras la persona no se dé cuenta de que si bien ella es la protagonista de su propia vida, quienes interactúan con ella lo son también de las suyas. Se topará, pues, con intereses enfrentados, con negativas, con reproches,... y no logrará nunca encajarlos del todo, mientras no se apee de su silla de protagonista absoluto y puesto que no es capaz de admitir que su vida no ha de salir necesariamente como escribió en su guión. El cambio de guión tampoco le resulta del todo convincente, dado que no fue escrito por sí mismo, sino por quien es acompañante o secundario. Y eso no solo es falta de flexibilidad ni de posibilidad vital, sino orgullo.
No puedo evitar preguntarme por qué alguien llega al punto de dejarse llevar por un comportamiento tal. Cómo se llega a perder la perspectiva de conjunto hasta no ser capaz de ver lo que sucede a su alrededor, en su propio epicentro y mientras está presente. Cómo puede uno no enterarse de que su cabezonería y obstinación, de que su creencia a pies juntillas de que siente y padece más que nadie, están arrasando el corazón, los principios y hasta la propia vida de quienes lo quieren. Evidentemente todos nos encerramos de vez en cuando en nuestros propios asuntos, problemas y sentires, pero mirarnos durante demasiado tiempo nuestro propio ombligo hace que perdamos las referencias y hasta la destreza de ver la panorámica de nuestra vida. Nos vuelve fatalistas y negativos, mientras somos devorados por nuestro propio pesimismo. Y no importa que los que están allí sean las personas que más nos importan, porque nuestra prioridad arrasará con todo. Necesidad de revalidación, de dirigir la orquesta, de saciar nuestra sed y nuestra hambre, de ser aliviados, de.... ser protagonistas. Actitudes todas hijas de un padre y de una madre que no son otros que la carencia afectiva y la falta de reconocimiento.
Yo no tengo la visión única y siempre acertada de las cosas. Yo tan solo observo y pienso. Y ratifico al sufrir en mis propias carnes. Lo que sí sé es que empecé a ser más feliz cuando entendí que hay cosas en la vida que no dependen de que yo quiera que sean de un modo concreto, sino que hay que aceptarlas como vienen, aun sin entenderlas del todo. Son así y son así, y ya. Hay que tragarlas y punto, aunque sepan a rayosm Empecé a sentirme mejor cuando admití que el resto de las personas tenían el derecho a tomar sus propias decisiones por más que yo las creyera erróneas. Empecé a sentirme en paz, cuando presté verdadera atención, -de la auténtica, de la que se practica con ojos, oídos, mente y corazón-, a las vidas, sentimientos, necesidades y problemas del resto. Ahí los míos se hicieron incluso más pequeños y llevaderos, insignificantes a veces, y con ello, las soluciones fueron viniendo a mí por sí mismas. Relativización.
Deja que te enseñe que hay más mundo más allá del tuyo, mar abierta más allá del puerto y más vida más allá de hoy. Yo emprendo viaje. Sube que el barco va a zarpar y hay mil islas desconocidas por recorrer.
0 comentarios