No existe mayor bienestar que el de sentirse libre con una misma. Saber que eres como eres y te aceptas. Y te gustas por encima de todo, pero sobre todo por encima de lo que digan los demás. Ser consciente y sentir en la piel que lo que haces mantiene un alto grado de fidelidad a lo que quieres. Y que del mismo modo te rodeas únicamente por seres que te refuercen esa postura. Refuerzo positivo propio y ajeno. Tan sencillo como eso.
Pero llegar ahí no es nada fácil. Ni siquiera sé si se alcanza la meta algún día. Vivimos en una sociedad que nos hace competir entre nosotros y contra nosotros mismos a cada instante. En realidad es un hecho perenne desde que iniciamos la andadura como tal, puesto que somos nosotros quienes provocamos ese hecho. Solemos hablar de la sociedad como un ente abstracto y ajeno, algo a lo que culpar, pero eso no es más que ese mal hábito de tirar balones fuera para no asumir culpas. La cuestión es que los de fuera nos evalúan a cada paso, tal y como nosotros lo hacemos con ellos. Y paralelamente nos evaluamos interiormente hasta el milímetro. Y yo no sé cuál de las dos prácticas es más dolorosa y más cruel. Tener que estar convenciendo al mundo de que das la talla es la forma más rápida de autodestruirse y la más efectiva de regalarle tu vida a los demás. A la nada. Al vacío. Y marcharte de aquí habiendo perdido tu tiempo y habiéndote perdido a ti, que es lo realmente grave. Tener que estar convenciéndote interiormente de que das la talla es la mejor forma de volverte loco y de hacerte un completo infeliz vitalicio, porque ten en cuenta que ese ejercicio tampoco lo haces para ti, tu crecimiento o tu bienestar; lo llevas a cabo para complacer al resto. La vida no es un balance de cuentas de cara al exterior. Diría que tampoco lo es para uno mismo, más allá del propio aprendizaje obligado y recomendable.
Así, aprender a sentirte libre, pues, es una de las tareas más trabajosas de todas aquellas a las que nos enfrentamos. No supeditarte a la complacencia ajena, si no está plenamente justificada, es la clave, y es que el peligro de entrar una dinámica de no decepción te puede hacer llegar a enfermar.
¿Cómo se hace? Ojalá tuviera la respuesta, no imagináis cuánto me gustaría, porque yo soy víctima y presa fácil de todo esto. Pero de todo se aprende, absolutamente de todo. Y algo tiene la edad que te va enseñando a decirte: esto sí y esto no. Yo no sé, sinceramente cómo hacer para no presionarme a mí misma o para no sentirme culpable cuando he de decir un no, o un ahora no. Es algo que he de ir depurando poco a poco. Con práctica. Con uso inteligente. Pero lo que sí es cierto es que he conseguido percibir a modo de calambre los fogonazos de lo que me hace tensarme ante la sensación de estar a prueba y calificada. Nunca más. Si para relacionarte con alguien has de estar siempre pendiente de que esa persona no se sienta decepcionado, es que has de alejarte. Quedándote te estarás vendiendo como saldo. Porque sea quien sea, y mantenga contigo el tipo de relación que mantenga, si te hace sentir así es porque no es para ti. O no te merece incluso. Es de suponer que quienes están a tu lado es porque están encantados de ello, porque les gusta cómo eres, porque se nutren contigo, y porque se comparten. Al cincuenta por ciento. Pero no están a medias, ni sintiéndose incompletos, a falta de un qué se yo, ni sí pero no. Ni se nutren de ti, ya lo dije, se nutren contigo. Y por supuesto no te ven como un personaje secundario con una finalidad ni una misión por cumplir en la película de su vida, sino como un coprotagonista. Jamás (te) consientas que eso no sea así y rodéate de refuerzo positivo y de esas personas que te hagan sentir que eres una maravilla para ellos. Esos sí te merecen. Y te ayudan a sentirte libre. Y tú,… tú te debes no tener que pasar por el dolorosísimo calvario de ver cómo cruelmente te mide y te juzga quien, en realidad, no tiene ajustadas las cuentas consigo mismo.
0 comentarios