CUENTOS DE ANTIAMOR

By María García Baranda - enero 21, 2018




       ¡Estas mañanas tranquilas de domingo que me encantan! Me despierto por vía natural, sin ruidos, sin alarmas. Un café, dos cafés, tres cafés. Sin prisa. Ojeo titulares y leo las últimas columnas de opinión. Acudo a una de mis habituales, Rosa Montero, cuya aportación de esta semana recomiendo a propios y extraños: No eres un ángel, eres un imbécil. Y es que es una de esas columnas que me gusta leer, porque contiene un tirón de orejas para todos. Porque contiene una dosis de sentido común a veces olvidada. Porque contiene un recordatorio que hemos de hacernos, que debo hacerme todos los días de mi vida: el amor romántico tal y cómo nos lo enseñaron -y nos lo enseñan- es una falacia, además de una droga dura conducente a una caída en picado. ¿Y cómo es ese amor que creemos que es pero que no es? Pues es un amor doliente, sufriente, atormentado, intensísimo al parecer. Eso venden. Es un amor cañero, de esos de “dame veneno que quiero morir”, que cuanto más castigador más intenso y cuanto más intenso más amor. Curioso engaño.
        Todos, y digo todos, hemos vivido al menos un amor tormentoso. Con este término me refiero a esas historias que tienen los cimientos colocados sobre los raíles de una montaña rusa. A esos en los que el malote se jacta de serlo y ella cae rendida, porque cree a pies juntillas que su corazón blanco lo salvará. Esos en los que la divina princesa caprichosa ata en corto a su fiel servidor a cambio de su preciadísimo y único en el mundo amor. Esos en los que el alma atormentada requiere de la tirita constante del otro a costa de destapar su propia herida. Esos en los que uno se queda colgado de una historia sine die y diciendo al viento -y lo que es peor, a sí mismo- que nada podrá sacarlo de su estado porque ama y sufre como nadie. Esos amores. Pues bien, estos son el veneno más nocivo que se ha inventado para los sentidos. No tienen base. No tienen presente. Y desde luego, no tienen futuro. Pero sí consecuencias. Y bastante puñeteras, por  cierto. He de reconocer -y me pregunto cuántos de los que leen esto se lo reconocerán a sí mismos-, que cuando me he visto inmersa en una historia de esas características he llegado a creer que las cosas eran así porque en el mundo actual y adulto ya nada resultaba fácil. Me convencí de que la mayor parte de los amores no eran sino carreras de obstáculos. Y confieso que me adjudiqué también el rol de salvadora de almas. Pero no me percaté que era la mía la que debía poner a resguardo y en tal caso, ser salvada. Y he de reconocer también que a pesar de todo ese sentir, había una parte de mí que sabía que eso no pitaba. Algo que a diario y de forma constante, racional y coherente me repetía que las relaciones no funcionan así. Que ahí afuera había quien lo vivía sin tanto quebradero de cabeza. Que amor no es sufrir ni descarnarse. Lo preocupante de esas experiencias no son únicamente los momentos dolorosos vividos, sino la causa en la que se sustentan y los flecos que dejan colgando de los cuerpos a posteriori. En mí, por ejemplo, hay una mezcla entre la inoculación de esa idea de amor negro pastel que me debieron de poner en la oficina del registro civil al nacer -típica hija de mi tiempo-, y mi emocionalidad en vena. Ese binomio me ha provocado muchas veces entregarme a causas amatorias con modos y tiempos incorrectos. Y lo que fue, fue, pero como digo, el verdadero foco de interés y reto se encuentra en la fase posterior. En lograr desprenderse de las costras sin herirse ni herir de nuevo. En tratar de darle la patada a la idea de que si te fallaron van a volver a fallarte, de que si te olvidaron van a volver a olvidarte, de que si te engañaron van a volver a engañarte. A mentirte, a no implicarse, a negarte, a serte infiel, a abandonarte,… a todo aquello que dañó. Ese es el verdadero ejercicio de reconstrucción. Porque adelante podemos seguir todos, si de veras queremos hacerlo, pero lo realmente importante es cómo lo haremos y en qué estado.
     Así que, hagámonos un favor: simplifiquemos y dejemos de fomentar el amor antiamoroso. Que el amor que hace llorar y abre en canal es un imposible y hay que dejarlo marchar. Saber dejarlo ir. Saber seguir adelante sanamente. Que el amor que fluye con naturalidad hay que seguir dándole alimento, mimándolo, otorgándole el valor de lo que es y disfrutándolo con intensidad. Que está vivo, es un ser en absoluta plenitud y no ha de mancharse de miedos pasados. Que ni medieval, ni clásico, ni romántico,… el amor es hoy, aquí y ahora. Con todas las consecuencias y sin pamplinas. Que como dice Rosa Montero, “el malote es un imbécil”. La princesa una pava insoportable. Los atormentados seres que habrán de curarse por sí mismos. La sangre en los hospitales. Las lágrimas en los entierros. Las guerras abiertas en los campos de batalla, por desgracia. Y las milongas… para los tangos, las pelis yanquis, las canciones tibias, las telenovelas, Disney y para El Corte Inglés en San Valentín.


(Por tu Amor atemporal. Sin dramas. Con fuerza.) 




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