EL SEXO ESTÁ ¿SOBREVALORADO?

By María García Baranda - agosto 29, 2014

La otra tarde visité una de las terrazas de la ciudad de las que soy asidua. Bochorno amenazando lluvia, uno de mis cafés favoritos y nutrida charla. En la mesa de al lado había un grupo de cuatro o cinco veinteañeros, chicos y chicas, comentando su fin de semana. Como yo estaba a mi propia conversación, y no suele interesarme en exceso lo que se cuece fuera de mi entorno más próximo, no sabría dar detalles de los temas de los que allí se hablaba, pero de pronto hubo algo que captó mi atención. Tales chicos intercambiaban opiniones acerca del nivel de importancia de las relaciones sexuales con sus novias, rollos, ligues o aquel que pasaba por allí a la pastelería… Y me hicieron pensar. Inicialmente se me puso cara de... ¡ay, almas de cántaros, no os queda recorrido! Injusto pensamiento por mi parte ya que a cada edad un grado y la madurez no debe nunca justificar la prepotencia. Mea culpa. Pero reaccioné y sus palabras me sirvieron de punto de partida para analizar el nivel de mitificación o infravaloración -según quien sea- que se le sigue dando a las relaciones sexuales.
Cuando se dice que es el dinero el que mueve el mundo no solo se está mintiendo como un bellaco, sino que además se es tan estúpido como para no darse cuenta de que ese es solo el pasaporte hacia un destino posterior: sexo a gogó. Es el sexo, sí, el que mueve el mundo o al menos la satisfacción que de él obtienen quienes, a mi modo de ver, no han captado su esencia más elemental, desvirtuando su verdadero sentido. Infla los egos, sirve de moneda de cambio y material para traficar con intereses de todo tipo, se convierte en foco de manipulación, segrega, discrimina…y separa, adulterando lo más bello de las relaciones humanas, que sin duda alguna podrían enriquecerse con una concepción bien entendida del sexo.


Necesidad humana e instinto animal, fuente de placer, desarrollo práctico de sensaciones y/o sentimientos -dependiendo del caso-, … definirlo resulta absurdo pues tan intrínseco en nosotros como el respirar. Pero ¿y el componente relacional que lo rodea? Desprendidas de mi propia vida, de lo que oigo a propios y extraños, de lo que observo a mi alrededor, se acumulan impresiones un tanto pesimistas al respecto. Creemos, como en casi todo, vivir el estado evolutivo más puntero, pero mucho me temo que analizando la cuestión desde una perspectiva diacrónica queda mucho camino por andar. Incluso me atrevería a decir que se ha retrocedido en la materia. La educación sexual sigue siendo tan necesaria como lo es la formación intelectual, la alimentaria, la emocional…o cualquier otra que se nos ocurra, por más que se trate de un impulso natural. Su cara más pragmática no dista en absoluto del instinto animal que obviamente poseemos y que es demostrable además desde los principios científicos más básicos. Sin embargo, su práctica en absoluta libertad, la desmitificación del propio acto, y el respeto a todos y cada uno de los gustos e inclinaciones se despegan ya de su carácter más primario, entrando en juego factores de obligado paso por el intelecto. Y ahí sí viene Paco con la rebaja. Algo tan natural puede convertirse en un verdadero quebradero de cabeza si quien lo maneja no alcanza unas mínimas cotas de sentido común y madurez, y sus descabalados efectos pueden ser innumerables. Podemos encontrarnos el caso -quizá el más abundante- de quien no sea capaz de experimentar unas relaciones sexuales sanas y en consonancia con sus verdaderos deseos, oprimido por el yugo de los estereotipos y de los convencionalismos sociales. También aquellos que como absoluto signo de rebeldía decidan vivirlo en plena libertad, pero que no sepan gestionar el antes ni el después que lo acompañan; porque no nos olvidemos en una relación sexual entran a formar parte dos personas -como mínimo- con sus sentires, vivencias, caracteres y corazoncitos. Igualmente se encuentran aquellos que creen que una relación sexual trae consigo poco menos que un contrato vitalicio, por el cual una de las partes se va a ver obligada a venderle su alma a la otra y seguramente la otra salga corriendo despavorida… Posibilidades y ejemplos hay muchos, pero todos ellos cuentan con un factor común: la falta de comunicación y sobre todo un ínfimo nivel de madurez en cuanto a emociones se refiere. A eso me refiero hoy al afirmar que la educación sexual urge. A mi edad no pienso en clases de anticoncepción, prevención de enfermedades ni nada que se le parezca. Doy por hecho que aquellos que superan, digamos, los veinte años de edad, ya se saben esa lección; si no es así corran a informarse, mejor hoy que mañana. Lo que de verdad me preocupa es que el sexo pueda convertirse en un acicate más en el ya conflictivo mundo de las relaciones personales. Si se conoce a alguien con quien hay química, el momento de intimar llegará tarde o temprano y, ya desde un punto de vista muy personal, creo que es lo propio; lo es tanto como charlar de lo más íntimo de nuestras vidas o compartir las cotidianidades con esa persona, sin que por ello haya que rasgarse las vestiduras ni tenga que darse obligatoriamente una afinidad posterior; eso ya se verá. Pero opiniones se escuchan de todo tipo y el análisis de la cuestión mata de un golpe seco toda su naturalidad. Puede ser muy pronto o ser muy tarde; puede estropear lo que comenzó como amistad; puede crear miedos e inseguridades; puede ser interpretado como un compromiso indisoluble y provocar huidas; puede separar o fortalecer el vínculo; puede decepcionar; puede… ¡Agotador y absurdo! Y aquí vuelvo al inicio de mi reflexión: que al aterrizar en la edad adulta se planteen estas dudas resulta del todo comprensible y hasta necesario, pues forma parte del aprendizaje y del crecimiento. Lo que de verdad me llena de desasosiego es ver como con el pasar de los años siguen apareciendo. Ahí permanecen, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta… Dudas todas ellas frescas como lechugas, dudas recién plantadas, dudas renacidas y reencarnadas. ¡Y mira que el asunto es tan viejo como el hombre! Eso sí que me provoca decepción. Y no el que siga siendo necesaria una educación en materia sexual, sino el que dicha necesidad denota tanto una paupérrima educación en cuanto a relaciones humanas se refiere, como una auténtica incapacidad para comunicarse con el otro.


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