RELATOS ENCRIPTADOS (VIII)

By María García Baranda - agosto 28, 2014



Apagó el motor del coche y se quedó sentada un momento en su interior. Quitó la música y sin despegar las manos del volante acercó su cara hacia la luna delantera, como si ese gesto sirviera para averiguar qué se escondía más allá del horizonte. No vio nada. Bajó los ojos en busca del reloj interior y se dio cuenta de que apenas eran las seis de la mañana. El termómetro marcaba ya veintiséis grados. Aún estaba a tiempo, pensó. Cogió de la guantera sus gafas de sol azuladas, de su bolso un pañuelo para cubrirse el pelo y salió del coche.

Caminó unos pasos hacia delante y se sentó a esperar la salida del sol, aguardando que los primeros rayos iluminaran la línea imaginaria que se encontraba frente a ella. Sabía que al otro lado nacía otro país y se preguntó si las gentes que allí habitaban serían muy distintas a las de la tierra que ahora pisaba. No conocía bien su cultura, ni sus costumbres, ni su concepto de la vida, ni su verdadero sentir. Era una extranjera de paso y únicamente le había dado tiempo a echar un breve vistazo a su alrededor. Más allá de los tópicos no había conseguido perfilar un boceto claro. Empezó a imaginar cómo sería su vida en una cultura tan distinta a la suya, en una sociedad en la que las mujeres desempeñan un papel ya obsoleto en occidente. Tenía la certeza de que ella no encajaría en un rol consistente en la ciega obediencia al hombre, ciudadana de segunda y, al mismo tiempo, encargada de engendrar la simiente que seguiría alimentando esa pirámide de desigualdad. Naturalmente, cuando se ha conocido otro modo de vida no es posible descender hacia la pasividad y el silencio pavoroso. Y, por otro lado, muchas de las mujeres con las que se comparaba seguían fomentando ese sistema social. Se preguntó el porqué y de forma inmediata le vino a la mente la duda de cómo observaría una sociedad más avanzada el engranaje en el que ella vivía. Muy posiblemente de existir un grupo humano más evolucionado, en el que las mujeres no hubieran de reivindicar derecho alguno por el reconocimiento de su igualdad con el hombre, sus féminas se cuestionarían al igual que hoy hacía ella cómo era posible desenvolverse felizmente caminando entre lodo. Supuso que se trataba de una cuestión de costumbre. A todo se habitúa uno, al igual que un preso se hace a recorrer tan solo los metros cuadrados de su celda o un niño sabe que su recreo durará tan solo media hora.


Absolutamente devorada por sus pensamientos miró hacia el cielo y se dio cuenta de que el sol ya había tomado posiciones. Cubrió sus ojos con las gafas y enrolló el pañuelo en su cabeza. Se concentró y trató de reproducir una de sus jornadas cotidianas. Cada mañana salía de casa muy temprano para ir a por su coche. De camino se cruzaría con algunas caras que, a pesar de estar aún somnolientas, mirarían con el rabillo del ojo su atuendo y analizarían su aspecto físico. Ya en el trabajo, tendría especial cuidado de que el escaparate en el que se exponía no mostrase ni un solo rasgo que pudiese considerarse inapropiado exhibicionismo de sus atributos femeninos. Como un autómata y en un acto reflejo colocaría su falda al sentarse y al ponerse en pie, cubriría su escote al agacharse. Mantendría las distancias adecuadas para evitar acercamientos que llevasen a equívocos. Ya inmersa en la vorágine de sus tareas trataría de mostrar que tras una sonrisa no se esconde un coqueteo, que tras un signo de buen humor no hay armas de mujer en deliberada acción y que tras un desacuerdo no hay una protesta feminista. Al terminar, subiría en su coche y emprendería el camino de vuelta a casa. Transitaría únicamente calles concurridas, haciendo caso omiso al comentario disfrazado de piropo y regado por alguno a cuanta mujer se topase. Entraría en su portal tras la rutinaria mirada a su espalda para asegurarse que el camino estaba despejado y ya en el ascensor vacío de extraños sacaría las llaves de su bolso. Varias vueltas y por fin en casa.


Algo la despertó de pronto. El calor empezaba a picar y se puso en pie. Antes de subir al coche volvió la vista para observar por última vez aquella estampa. Despegó los labios y apenas con un hilo de voz dijo: "adiós, Sahara, aquí me despido. Ha tenido que ser justamente en el último momento cuando me dé cuenta de que entre tú y las piedras por las que transcurren mis días, entre los pies que te recorren a diario y los míos no existe tanta diferencia. Unos mandan y otros se someten, unos oprimen y otros consienten, unos gritan y otros guardan silencio. Y las mujeres… siguen pagando un doble peaje cada vez que quieren atravesar la frontera".

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