¡El colmo de los colmos! El colmo de los colmos para mí es tener que conducirme por la vida sin hacer demasiado caso a las palabras que escucho. ¡Manda! Una mujer de letras, que vive de, por y para las letras, que cultiva y venera el don de la palabra, que lo admira cuando lo ve y oye en otros,... ¡obligada a hacer caso omiso a gran parte de las cosas que oye, que escucha, que recibe! Pero es que no sé si me apetece mucho hacer eso. Ni si soy capaz. Que una ya tiene sus manías. Y su edad. Y sus intolerancias. Y bastante es hacer caso omiso a las sandeces del día a día, como para tener que valorar la importancia, relevancia y coherencia de aquellas palabras dichas por personas de buen juicio. "Eso que dice es válido"; "eso es incongruente"; "eso otro contradictorio"; "aquello muy cuerdo". "¡Quédate con eso!" "Descarta eso otro". ¡Agotador! Y contra "mi" natura. No puedo evitar preguntarme por qué habría de hacer eso. Todos filtramos lo importante de lo que no lo es. Lo definitivo de lo irrelevante. Yo lo hago, también. Para mantener el equilibrio mental y emocional, para no verme afectada en exceso por dichos discursos, para ser consecuente y no liarme a tiros en más de una ocasión. Hasta aquí todos, ¿verdad? Pero cuando es el alma y la cordura lo que está en juego, la cosa cambia.
En efecto, personalidades hay de todo tipo, afortunadamente. Y entre ellas hay un grupo, del que formo parte, que emplea el lenguaje tal y como se ajusta a lo que quiere expresar, esto es, siendo absolutamente fiel a lo que le pasa por la cabeza y por las venas. Lo malo y lo bueno, lealmente. No, no se trata de ser franco, ni directo, ni de no filtrar. No estoy ahora en ese tema. Hablo de que entre sus actos y sus palabras hay como mucho dos milímetros de distancia. Si piensa o siente equis cuestión, actúa en consecuencia y se expresa de igual modo: consecuentemente. Hablo de lo importante, conste. Actos y palabras de la mano, sin apenas oscilación ni cambios fruto del influjo de algún elemento externo. Para mí, la cosa está clara, tienes suerte. Si me gustas lo vas a saber. Lo vas a ver en mis actos y a oír en mis palabras y gestos. Por igual. Si me desagradas también. Te lo diré, pero también te lo demostraré. E igualmente si te quiero, si siento o si no. Si me hartas, si me sacas de quicio, si te llego a aborrecer o si te comprendo a las mil maravillas. De A a B sin paradas ni contradicciones. Pero ese es mi caso, no el de todos. ¿Será deformación profesional?, ¿será tener las cosas claras? No creo que tenga mucha relevancia ahora a qué se deba. Lo que sí me importa e inquieta es el conjunto de situaciones y comportamientos en los que podríamos decir aquello de “del dicho al hecho,… ¡va un buque por el estrecho!”. Y aquí hay que especificar y dividir en dos secciones los supuestos. Sí, sí, por un lado esos que ya sabemos, que hay quien dice y luego no hace. Y que “obras son amores y no buenas razones”, etc, etc, etc… Por eso, la madurez estriba en aprender a apreciar y a guiarnos de actos y hechos, ¿verdad? Pero esperad un momento, que la cosa se complica. Hay una segunda actuación que a mí ya me provoca reacciones adversas. ¿Qué sucede cuando es justamente a la inversa?, ¿qué ocurre cuando palabras y situaciones o hechos entran en lucha y es lo verbal lo que los estropea envenenándolos? Eso sí que es un conflicto. Al menos para mí. Mujer de letras, enseñante de la palabra. Y es que aunque sé, me digo y me repito que los que importan son los actos, el dónde estamos, el porqué, soy especialmente vulnerable a las palabras, a los discursos y a las frases categóricas. ¡Qué le voy a hacer!, ¡no lo puedo evitar! Gasolina o veneno, según el caso. Que ahí ya veremos si vivo o muero por sobredosis o por ausencia. Ya veremos si algún antídoto me libra de ese mal, o si por el contrario entrego mi alma única y exclusivamente a las letras y a las palabras que me convenzan de verdad, a esas no volubles. Y el resto de verbos,... ¡cianuro puro! Del que mata dolorosa y lentamente. Necesito, como todos, las palabras con su mímica para enriquecer los acontecimientos. Al fin y al cabo, es la sustancia de la que estoy hecha. Y no me gustan los sucedáneos ni la vida a medio gas.
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