Las guerras borran la memoria, borran los recuerdos, las caricias, los besos, los abrazos. Las guerras borran las miradas limpias y las buenas intenciones. Porque las guerras sacan a flote las miserias más internas del ser humano, esas que nacen del miedo y del terror, de la crueldad, de la mentira y del engaño. Del frío abandono. Y es que hay guerras de muchos tipos. Todos hablan de las guerras con balas, con misiles, a cañonazos. Todos conocemos su onda expansiva de destrucción de almas, cuerpos y vidas. Pero, ¿y qué ocurre con las guerras cotidianas?, ¿con esas que nos van minando por dentro, que derribaron nuestros muros de sentimientos, que dejaron restos de metralla incrustados en la carne? Esas asolan el terreno del alma, de la fe en el ser humano, de la confianza en uno mismo. Derriban construcciones de inocencia. Bombardean los caminos de vida. E igualmente nacen de miserias internas y egoísmos, de abandonos antiguos. Y del miedo. El peor de los males y el más fiero enemigo de uno mismo.
Pero hay gente que no traiciona, que no falla, que no tiene dobleces. Que imperfecta en carácter, en gestos o en los modos, no te declarará la guerra. Por el simple hecho de que no está en su destino batallar contigo, sino ayudarte a firmar tus capitulaciones más íntimas. Y sí, ya sé que perdiste varias contiendas, que aquella fortaleza que explotó ya no es reconstruible, que aún te duele esa pierna cuando llueve. Pero no te quedes a la espera de que alguien falle, de encontrar el “pero”, de que un movimiento te haga desconfiar. No tengas miedo, no temas. Tal vez no llegue. Jamás. Y te habrás perdido el mayor de los placeres: la plenitud de entregarte a la vida positivamente y edificar, quizás, una casa en la playa con vistas al mar.
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