Cuando aprendes a sentir que el mundo es tuyo, en ese exacto momento, estás listo para entonar “el mundo es nuestro”. Se lee mucho en estos tiempos la importancia que tiene el practicar eso de desaprender. Nos enseñaron mal, al parecer, así que ahora toca deshacer parte del camino andado. Desaprender hábitos adquiridos, costumbres sociales, prejuicios inyectados y lecciones memorizadas. Especialmente todo aquello que tenga que ver con encasillarnos en un papel concreto que asfixie nuestras múltiples identidades. Nacemos en el seno de una sociedad con roles de género, de clase, de religión, de ideología política. De estética, de alimentación, de cultura, de ciencia y tecnología. Perfectamente programados para ser seres sociales dispuestos a entrar en la pista de baile al primer compás y permanecer en ella, sin decepcionar a nadie, mientras dure la pieza. Pero al crecer e ir viéndonos en la tesitura de tener que pelear y abrirnos camino en la maleza vamos generando un manto protector individual y difícilmente traspasable que nos aísla de males innecesarios o evitables. Miramos por nosotros, por nuestro bien, por nuestra supervivencia y nuestra realización. Curamos los arañazos sufridos el día que comenzamos a darnos cuenta de que ser tan sociales duele a veces, y tomamos el sendero individual. Nos damos una capa de barniz y ahí es cuando nos comemos el mundo: “el mundo es tuyo, baby”. En efecto, es ahí cuando creemos que hemos alcanzado el zenit,… ¡error! Porque ese punto de individualismo máximo es fase de esa programación de la que formamos parte en este mundo moderno. Divide y vencerás. “No necesitas a nadie”. “Puedes tú solo”. “Vas a lograrlo sin ayuda”. “Eres autónomo en tus decisiones”. “Solo estarás a salvo”. “No dependas de nadie”. ¿Queda ahí la cosa? Según cada cual. Depende de sus miras. De su capacidad de visión a largo alcance. Y de aquello a lo que dé mayor importancia en esta vida.
Del permitir que la sociedad nos robe la libertad para ser quienes somos al recelo enfermizo e individualista de ir a la contra de todo lo que suene a estipulado. Pero hay un paso más. Existe. El definitivo. Aquel que concilia el yo con el nosotros. El que hace las paces con uno mismo permitiéndose caminar en compañía sin por ello traicionarse ni traicionar a nadie. El que pronuncia “el mundo es nuestro” en su conciencia de ser social, pero genera la capacidad de otorgarse tiempos y espacios de reflexión para trabajarse a sí mismo. El que ni se rasga las vestiduras por sentirse solo en un momento dado y necesitar el mimo de su gente, ni tampoco por sentirse bien esa otra tarde que se dedica a sus cosas. El que deja atrás lo que se esperaba que fuera y es lo que desea ser. Con o sin miedo. Con o sin fallos. Tanto da. El que se mira a sí mismo y se reconoce, y se sabe parte de otros a un mismo tiempo, mientras dice: “vamos, el mundo es nuestro”.
Se puede vivir cambiando de opción y de estructura vital, de escenario y de guión, diga el resto lo que diga. Pasar de amar la soltería a querer tener familia numerosa. Ser el prototipo social perfecto y convertirse en un rebelde con o sin causa. Darle vuelta a la vida y no por ello transformarse, necesariamente, en ermitaño o en un caminante solitario incapaz de mirar a nadie o sentir por nadie. Se le llama evolución. Y sucede a diario a poco inteligente que se sea. Y si en el camino somos capaces de enriquecernos por dentro y al tiempo hacer algo por la sociedad en la que vivimos aunque no tenga contraprestaciones ni beneficios directos en nuestro día a día, miel sobre hojuelas. No se nos podrá pedir más. Misión cumplida.
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