Qué sola está la gente. Qué desolada ya. Qué solitaria va.
Percibo una tremenda necesidad de contacto humano a cada paso. Tanta que asusta. A mí me asusta. Necesidad de roce de los cuerpos, en medio de una campo asolado también por una guerra fría al calor de la gente. Viajamos de uno en uno. Comemos de uno en uno. Vivimos de uno en uno. Aun acompañados. Nos sentimos tan solos que reforzamos la idea echando al que está al lado. Boicot exitoso ese. Muy exitoso, sí. ¡Vaya que si funciona! Pero Solo ante el peligro únicamente es el título de una película, porque tras ese gesto magníficamente interpretado se encuentra la ácida y áspera verdad de todo ello: enfermos de soledad. Así respiramos cada día y quejamos la noche. Solos. Dolorosa e inconformistamente solos. Deshaciendo de noche lo tejido de día. La realidad de todo es que morimos por una mirada diferente o por unas palabras de estima. ¡Yo!!!, ¡a mí!, ¡que se me vea! Por un elogio que alimente un rato. Por que nos hagan sentir altas temperaturas y algún escalofrío de emoción en el cuerpo y belleza en la mente. Por provocar sentidos y llegar donde nadie. Y sensibilidades. Y emociones. Y amores. Por perder la cabeza y por hacer que se pierdan unas cuantas. Por tocarnos de a poco, o bien a saco, hasta la yugular. Y por aquel abrazo que solo a ti te dan. Por sentirte especial. Y más potente. Nos morimos por la excitación de una caricia leve, y por un polvo intenso y desgarrado. Porque nos hagan caso y un minuto de fama. De eso también morimos. Por atención puntual o por vista constante. Que nos morimos sí. Que no se salva nadie. Que nos necesitamos más que nunca, pero el hombre es tan tonto, tan suicida consciente, y tan endeble él, que seguirá construyendo esas vidas de plástico que lo mantengan mudo, sordo, ciego e insensible al sentir de verdad. Vidas de coordenadas controladas, sustitutivos nutricionales que le hagan mentirse para cubrir los huecos de tanta soledad autocausada. Y solo quiere amor y compañía, ahora que se apuñala a sí mismo de pura soledad.
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