LA EDUCACIÓN ÚTIL

By María García Baranda - octubre 21, 2015

Dedicado a todos mis alumnos 
y a todos aquellos docentes "de verdad" 
con los que tengo la suerte de compartir mi vida
y de quienes tengo el privilegio de aprender
un poquito más cada día.


Esta mañana cayó en mis manos un artículo que ponía en tela de juicio la efectividad de la enseñanza de la Lengua y la Literatura en nuestras aulas de primaria y Secundaria. El artículo estaba firmado por un filólogo y profesor universitario. Aducía la falta de pragmatismo en la enseñanza de nuestra asignatura, a la vista de las deficiencias detectadas en los alumnos de las últimas dos décadas en lo que a comprensión y expresión -escritas y orales- se refiere. Asimismo, denunciaba un currículo, al servicio de las editoriales de libros de texto, que aboga por una docencia científica de la materia desde una perspectiva teórico-lingüística, en detrimento de su enseñanza como instrumento útil de comunicación.
No tengo por menos que adherirme a su postura en cuanto a los diseños prefabricados padecidos por la materia. Y por el resto de ellas. Lamentablemente los currículos nacional y autonómicos parecieran estar sacados de los programas docentes de las universidades, como si se pretendiese producir en masa pequeños filólogos incapaces después de redactar un párrafo de cuatro líneas. Hasta ahí, ¡chapó! Y, sin embargo, he de decir que a medida que avanzaba en la lectura se me iban revolviendo las entrañas por segundos.
Comenzaré diciendo que la visión del asunto recogida en el artículo me resulta, cuanto menos, simplista. No podría imaginarme la catalogación de la justicia en nuestro país como nefasta, basándonos en que la totalidad de los jueces se limita a la mera aplicación de los códigos legales, ausentes estos de todo criterio profesional. Por lo que aplico la misma comparativa a nuestras aulas. Como docente he de decir que el currículo que llega a mis manos y la programación anual de la materia –tediosa y obligada tarea burocrática, alejada casi siempre de la realidad del aula-, son meros instrumentos guía de los que, en un ejercicio de responsabilidad, he de extraer una aplicación práctica y útil para mis alumnos. Cada año programo y fijo conceptos que, leídos por encima, resultan un listado de contenidos teóricos carentes de sentido para lo que pretendo conseguir de mis alumnos: comprensión de lo que ven, leen y escuchan, y expresión de lo que perciben, piensan y sienten. Ni más ni menos. Ahí es nada. En dicha tarea, llegar de A a Z me compete única y exclusivamente a mí, por lo que mi voluntad y esfuerzo por conseguirlo me llevan a una búsqueda constante de tareas enfocadas a tal fin. Si en mis clases explico gramática, busco con ello que mis chicos se rompan la cabeza comprendiendo su sentido, explicándoles que su dominio reduce sus errores y contribuye a la construcción de expresiones más acertadas en esa tarea última que pretendo: que se comuniquen de manera efectiva y que comprendan todo aquello que caiga en sus manos. Es por tanto mi responsabilidad el amoldar mis enseñanzas hasta lograrlo. Y aquí, he de decir que me resulta del todo imprescindible un ingrediente: mi vocación docente. El hecho de llegar cada día al aula con ganas de meterme en las mentes de todos y cada uno de los alumnos que están frente a mí me facilita enormemente esa labor, puesto que solo de ese modo, creo, se alcanza a comprender qué falla en cada proceso individual y qué posible solución podríamos aplicar. No siempre lo consigo, por supuesto, pero trabajo en ello. Eso lo juro.
Así que por un lado está la vocación, sí. Pero por otro lado está aquello que se encuentra más allá de las pequeñas aulas: el engranaje que permite e incluso facilita que entren en los centros educativos docentes sin una pizca de la citada vocación, de capacidad profesional, de formación suficiente, de visión práctica del asunto o, lo que es peor, de voluntad de cambiar. Mal para los alumnos, sí, y mal para el profesional que está allí queriendo y sabiendo. Porque frente a aquellos que están, pero que no son, doy fe de que conozco múltiples ejemplos que se encuentran en el lado opuesto. Docentes que desde la educación infantil hasta la educación universitaria entienden a la perfección en qué consiste su tarea, cómo realizarla de manera efectiva y que se entregan a ello con toda su alma. Lucha de titanes, pues, porque en ocasiones hay que derribar para construir de nuevo.
Ejemplos de otros sistemas educativos hiperexigentes con la selección del personal docente ya tenemos. ¡Pero aquí -como en otros tantos países-, ni mu! Como tampoco de visos de cuidar a quienes ya están dentro con todas las ganas del mundo, procurando que no se agoten en el intento. Y ya tenemos a dos reos: el docente no involucrado en el aula y el sistema que permite que se cuelen en ellas los pseudodocentes. Falta el tercero: el contexto sociocultural que nos rodea y nos pone la zancadilla en nuestro cometido.
Nuestros chicos no saben leer. Nuestros chicos no saben escribir. Nuestros chicos no comprenden. Cierto, sí. Generalizando –fea costumbre-, bien sabemos que los índices de sus competencias al respecto han descendido vertiginosamente en comparación con las de las generaciones anteriores. Pero ¿qué cerebro se esfuerza?, ¿quién se devana los sesos, si las respuestas a todo llegan solas a la palma de la mano? El cerebro de un ser humano no es tonto, y tiende a economizar energía. La imagen siempre a primer golpe de vista, la respuesta lista antes casi de formular la pregunta, las tecnologías que resuelven los problemas antes de que estos surjan hacen que la capacidad de esfuerzo de cualquiera se relaje. Es inevitable y connatural al ser humano. O si no, baste con pensar que es la necesidad de conseguir un objetivo difícil lo que ha hecho evolucionar al hombre. Se desarrolla lo que se trabaja. Y se trabaja lo que se necesita. No hay más. Preguntemos a Darwin, pues. Y visto esto, desgraciadamente nuestro entorno social actual transita en sentido contrario a la potenciación de dichas competencias: menos esfuerzo y mayores beneficios, al precio que sea.
Por lo tanto, no es tan sencillo como culpar a un sistema educativo, a un documento burocrático, ni a una lista de contenidos sin alma, por más que todos ellos hagan aguas hasta casi hundirse. Es precisa la tarea individual. Es preciso ser conscientes de qué tenemos en nuestras manos, qué objetivos queremos alcanzar y cuáles son los únicos medios efectivos para ello. Y es fundamental tener muchas, muchas ganas de lograrlo. Porque, señores míos, los muros que hay que saltar créanme que son altísimos.

Allí donde hay un maestro, allí donde hay alguien más que lo observa y escucha atentamente, hay una clase. Tan solo dos mentes en contacto bien sincronizadas y un ejercicio de motivación que lo impulse. Tan solo con voluntad de hacer las cosas lo mejor posible y de sortear todas las trabas que el entorno quiera ponernos.







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