Dedicado
a todos mis alumnos
y a
todos aquellos docentes "de verdad"
con
los que tengo la suerte de compartir mi vida
y de
quienes tengo el privilegio de aprender
un
poquito más cada día.
Esta mañana cayó en mis manos un artículo que ponía en
tela de juicio la efectividad de la enseñanza de la Lengua y la Literatura en
nuestras aulas de primaria y Secundaria. El artículo estaba firmado por un
filólogo y profesor universitario. Aducía la falta de pragmatismo en la
enseñanza de nuestra asignatura, a la vista de las deficiencias detectadas en
los alumnos de las últimas dos décadas en lo que a comprensión y expresión
-escritas y orales- se refiere. Asimismo, denunciaba un currículo, al servicio
de las editoriales de libros de texto, que aboga por una docencia
científica de la materia desde una perspectiva teórico-lingüística, en
detrimento de su enseñanza como instrumento útil de comunicación.
No tengo por menos que adherirme a su postura en cuanto a
los diseños prefabricados padecidos por la materia. Y por el resto de ellas.
Lamentablemente los currículos nacional y autonómicos parecieran estar sacados
de los programas docentes de las universidades, como si se pretendiese producir
en masa pequeños filólogos incapaces después de redactar un párrafo de cuatro
líneas. Hasta ahí, ¡chapó! Y, sin embargo, he de decir que a medida que
avanzaba en la lectura se me iban revolviendo las entrañas por segundos.
Comenzaré diciendo que la visión del asunto recogida en
el artículo me resulta, cuanto menos, simplista. No podría imaginarme la
catalogación de la justicia en nuestro país como nefasta, basándonos en que la
totalidad de los jueces se limita a la mera aplicación de los códigos legales,
ausentes estos de todo criterio profesional. Por lo que aplico la misma
comparativa a nuestras aulas. Como docente he de decir que el currículo que
llega a mis manos y la programación anual de la materia –tediosa y obligada
tarea burocrática, alejada casi siempre de la realidad del aula-, son meros
instrumentos guía de los que, en un ejercicio de responsabilidad, he de extraer
una aplicación práctica y útil para mis alumnos. Cada año programo y fijo
conceptos que, leídos por encima, resultan un listado de contenidos teóricos
carentes de sentido para lo que pretendo conseguir de mis alumnos: comprensión
de lo que ven, leen y escuchan, y expresión de lo que perciben, piensan y
sienten. Ni más ni menos. Ahí es nada. En dicha tarea, llegar de A a Z me
compete única y exclusivamente a mí, por lo que mi voluntad y esfuerzo por
conseguirlo me llevan a una búsqueda constante de tareas enfocadas a tal fin.
Si en mis clases explico gramática, busco con ello que mis chicos se rompan la
cabeza comprendiendo su sentido, explicándoles que su dominio reduce sus
errores y contribuye a la construcción de expresiones más acertadas en esa
tarea última que pretendo: que se comuniquen de manera efectiva y que
comprendan todo aquello que caiga en sus manos. Es por tanto mi responsabilidad
el amoldar mis enseñanzas hasta lograrlo. Y aquí, he de decir que me resulta
del todo imprescindible un ingrediente: mi vocación docente. El hecho de llegar
cada día al aula con ganas de meterme en las mentes de todos y cada uno de los
alumnos que están frente a mí me facilita enormemente esa labor, puesto que
solo de ese modo, creo, se alcanza a comprender qué falla en cada proceso
individual y qué posible solución podríamos aplicar. No siempre lo consigo, por
supuesto, pero trabajo en ello. Eso lo juro.
Así
que por un lado está la vocación, sí. Pero por otro lado está aquello que se
encuentra más allá de las pequeñas aulas: el engranaje que permite e incluso
facilita que entren en los centros educativos docentes sin una pizca de la
citada vocación, de capacidad profesional, de formación suficiente, de visión
práctica del asunto o, lo que es peor, de voluntad de cambiar. Mal para los
alumnos, sí, y mal para el profesional que está allí queriendo y sabiendo.
Porque frente a aquellos que están, pero que no son, doy fe de que conozco
múltiples ejemplos que se encuentran en el lado opuesto. Docentes que desde la
educación infantil hasta la educación universitaria entienden a la perfección
en qué consiste su tarea, cómo realizarla de manera efectiva y que se entregan
a ello con toda su alma. Lucha de titanes, pues, porque en ocasiones hay que
derribar para construir de nuevo.
Ejemplos de otros sistemas educativos hiperexigentes con
la selección del personal docente ya tenemos. ¡Pero aquí -como en otros tantos
países-, ni mu! Como tampoco de visos de cuidar a quienes ya están dentro con
todas las ganas del mundo, procurando que no se agoten en el intento. Y ya
tenemos a dos reos: el docente no involucrado en el aula y el sistema que
permite que se cuelen en ellas los pseudodocentes. Falta el tercero: el
contexto sociocultural que nos rodea y nos pone la zancadilla en nuestro
cometido.
Nuestros chicos no saben leer. Nuestros chicos no saben
escribir. Nuestros chicos no comprenden. Cierto, sí. Generalizando –fea
costumbre-, bien sabemos que los índices de sus competencias al respecto han
descendido vertiginosamente en comparación con las de las generaciones
anteriores. Pero ¿qué cerebro se esfuerza?, ¿quién se devana los sesos, si las
respuestas a todo llegan solas a la palma de la mano? El cerebro de un ser
humano no es tonto, y tiende a economizar energía. La imagen siempre a primer
golpe de vista, la respuesta lista antes casi de formular la pregunta, las
tecnologías que resuelven los problemas antes de que estos surjan hacen que la
capacidad de esfuerzo de cualquiera se relaje. Es inevitable y connatural al
ser humano. O si no, baste con pensar que es la necesidad de conseguir un
objetivo difícil lo que ha hecho evolucionar al hombre. Se desarrolla lo que se
trabaja. Y se trabaja lo que se necesita. No hay más. Preguntemos a Darwin,
pues. Y visto esto, desgraciadamente nuestro entorno social actual
transita en sentido contrario a la potenciación de dichas competencias: menos
esfuerzo y mayores beneficios, al precio que sea.
Por lo tanto, no es tan sencillo como culpar a un sistema
educativo, a un documento burocrático, ni a una lista de contenidos sin alma,
por más que todos ellos hagan aguas hasta casi hundirse. Es precisa la tarea
individual. Es preciso ser conscientes de qué tenemos en nuestras manos, qué
objetivos queremos alcanzar y cuáles son los únicos medios efectivos para ello.
Y es fundamental tener muchas, muchas ganas de lograrlo. Porque, señores míos,
los muros que hay que saltar créanme que son altísimos.
Allí
donde hay un maestro, allí donde hay alguien más que lo observa y escucha
atentamente, hay una clase. Tan solo dos mentes en contacto bien sincronizadas
y un ejercicio de motivación que lo impulse. Tan solo con voluntad de hacer las
cosas lo mejor posible y de sortear todas las trabas que el entorno quiera
ponernos.
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