Hace unos meses que sigo respetuosa y levemente una
historia ajena a mí y al tiempo no tan ajena. Llegó a mí de manera arbitraria,
pero me sonó ciertamente familiar y simplemente observé. No está en mi
curiosidad el motivo de seguirla, juro que no, sino que hubo un tiempo
-bastante tiempo ya, de hecho- en el que pudo salpicarme en mayor o menor
medida la onda expansiva de algún que otro acto cercano y es por eso por lo que
no puedo evitar dedicarle un par de minutos muy de cuando en cuando. Hay además
en ello una razón de justicia intelectual. Sí, sí, intelectual porque los
acontecimientos hoy día han llegado para ratificarme una serie de conclusiones
alcanzadas en los más absolutos de los silencios y las afectaciones.
Conclusiones, por cierto, que había de sacar para salir precisamente de la zona
de peligro en la que me metía dicha historia. Sabía de antemano que ciertos
hechos habrían de producirse. Observé comportamientos concretos y deduje
personalidades perfectamente perfiladas. Tras ello dejé tales reflexiones
apartadas y tomé mi propio camino. No me equivoqué ni en un milímetro en el
cálculo y no es cuestión de mérito, sino de horas de trabajo echadas al
proyecto. Tan solo consistió en abrir bien los ojos y los oídos, tener en
cuenta todos los movimientos hechos sobre el tablero y atar fuertemente los
cabos.
Concluir desde fuera de una historia –o medianamente
desde fuera- ciertos pensamientos resulta fácil. A pesar de que la tarea no me
resultaba tan aséptica, he de reconocer que no me encontraba exactamente en el
epicentro del seísmo y quizás fuese eso lo que me proporcionaba cierta claridad
mental –a veces- para llegar a mis conclusiones. Por lo tanto, debería sacar en
limpio que las emociones nublan el entendimiento, para bien y para mal, pero no
creo con ello haber dado con la piedra filosofal. ¿Cómo es posible que todo el
mundo menos los interesados tengan una idea preclara de lo que está ocurriendo
e incluso de lo que va a acontecer, mientras que aquellos implicados en
determinadas vivencias se encuentran sordos, mudos y ciegos en la mayoría de
las ocasiones? La respuesta es clara: la falta de aceptación. Aceptar las
situaciones que la vida nos va trayendo supone un ejercicio similar al de
tragarse un pildorazo sin agua ni ayuda extra. Supone dar al traste con
determinados planes previamente diseñados. Y obliga, además, a sentirse extraño
ya con las vivencias y las personas con las que uno se sentía en casa. Digerir,
por tanto, algo de semejante enjundia no es tarea fácil, porque supone una
cierta dosis de negación de uno mismo y de la propia vida. Supone darle la
espalda a una parte de ti, para intentar adivinar quiénes seremos a partir de
ese momento. Asumir y aceptar. Y seguir. O supone incluso salir de la zona de
confort para aventurarnos a surcar mares desconocidos, en los que tal vez haya
calma total, pero que nos asusta.
Todos nos hemos visto en una situación así alguna vez en
la vida –o dos veces, o tres…-, momentos en los que es preciso quitarse la
venda de los ojos, tragar saliva y continuar en pie, porque de otro modo la
caída no nos permitiría erguirnos de nuevo. Y no queda otra. Lo curioso es que
en gran parte de esas ocasiones somos nosotros mismos los que nos boicoteamos y
retrasamos ese momento de iluminación que coloca todas las piezas del puzle en
su lugar correcto. Podría haber bastado con escuchar a quienes ya sabían lo que
se estaba cociendo. Podríamos haber marcado nuestros límites mucho antes. Pero
no. Esperamos y esperamos, rezando por un cambio llegado de la nada y generado
de la manera más espontánea. Y en tal trance prorrogamos la llegada de esa
verdad que habría de hacernos, al fin, libres de horas de angustia o
preocupación.
No sé si el truco de todo está en saber escuchar a quien
parece tener las cosas claras. No sé si podría ser un error, por cuanto se
trata de individuos ajenos a dichas vivencias y a nuestras propias vidas. Quizá
se trate, más bien, de escucharnos a nosotros mismos en nuestras primeras
impresiones, más allá de meternos de lleno en aventuras que nos lleven a
esperar que todo cambie de la manera más milagrosa, cuando sabemos que el
asunto hace aguas por todas partes y se precisa un viraje urgente. O tal vez se
trate de que cada uno tiene sus tiempos y sus ritmos, y solo alcanza tales
estados de lucidez cuando se encuentra realmente preparado para ello. El caso
es que esa ocasión, esa historia, pone en la punta de mis labios un “lo sabía”
y un “te lo dije” como una catedral, aunque no pronunciaría esas palabras ante
nadie ¡ni por la muerte! No soy quien. Y sí, lo supuse, por más que prefiriese
haber errado en mis cálculos y haber asistido a un final feliz para los
implicados, toda vez que ya no me encuentro en su radio de acción.
Y es que hay cosas que nunca cambian. Lo único que cambia
con el tiempo es nuestra forma de ver las cosas, ¿no?
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