Martes, 13 y sombrío. Una conversación en casa, una
canción en el coche y tres vueltas de tuerca. Así nace el texto de hoy. Tocamos
temas mundanos y personales, y entre los primeros sale a relucir la precariedad
de muchos contratos laborales. Actual y cotidiano. Mi madre comenta: “Atención
al tema: ahí se ofrece un trabajo de comercial. El interesado ha de disponer de
su propio coche; habrá de hacerse con una cartera de clientes; no tendrá sueldo
fijo, pero cobrará comisión por cada cliente conseguido; deberá además pagarse
su correspondiente cuota de trabajador autónomo. Pero ¡ah! eso sí, si pasados
diez meses ese cliente decide no contar con los servicios de la empresa, el
trabajador habrá de devolver la anteriormente ganada comisión. ¡Un caramelito,
vaya!” Y añade: “Prefiero colocarme debajo de un manzano. Si ese día la manzana
cae sobre mí, como. Y si no, pues ese día no toca”. Verdad verdadera, añado yo,
y además: “Pasado el tiempo, no creo que nadie venga a reclamar la manzana ya
comida, más que nada porque habría de preguntarle al mismo ojo de donde
dijimos, mi alma”. Precariedad habitual, no cabe duda. Y tristemente
acostumbrada y asumida. Sangrante falta de escrúpulos y mucho me temo que esto
no es nada.
¿Qué clase de sociedad conformamos? Un hecho de tales
características es tan solo un ingrediente más de una pescadilla que se muerde
la cola. Queda fuera de toda duda lo reprobable de un asunto así, pero lo que
ahora me planteo es el efecto social que algo así provoca a su alrededor,
considerándolo desde un punto de vista emocional. Cada acción que llevamos a
cabo por el camino del egoísmo, del abuso, de la citada falta de escrúpulos
morales, desencadena una serie interminable de actos consecuentes basados en el
mismo tipo de inmoralidad y acabará salpicando en efecto dominó a todos
aquellos que conformen nuestro entorno más inmediato. Este entorno, a su vez,
sufrirá de la afectación de dichos acontecimientos y dejará su germen en todos
aquellos con los que se cruce. Y así sucesivamente hasta que crear una sociedad
absolutamente corrompida. Con cada acto de este tipo creamos pequeños monstruos
dispuestos a comerse el pan del de al lado.
Vayamos
a un hipotético caso práctico. Supongamos que un ciudadano de a pie se ve
obligado a tomar ese empleo al que me refería unas líneas más arriba, cosa nada
extraña en los tiempos que corren. La mella que dicha experiencia deja en su
interior es tal que día a día, jornada a jornada, lo va convirtiendo en un
individuo triste y desesperanzado. Consciente de que se ha visto obligado a
permitir ese abuso, va generando en su interior rabia e impotencia que le hacen
jurarse a sí mismo no consentir ni una sola injusticia más sobre su persona. A
partir de ahí, y ya que en su ámbito profesional se ve atado de pies y manos,
tomará una posición defensiva ante todo aquel con el que se relacione. Llegará
a su casa y, por ejemplo, no pasará por alto ni uno solo de los desmanes
sufridos por sus hijos. Escuchará sus conversaciones cotidianas del colegio
entre las que también, por ejemplo, puede encontrarse con la reprimenda que uno
de los profes le ha echado ese día a uno de sus vástagos. Saltarán las alarmas
y se planteará si tal hecho se ha debido a un abuso de poder y ante la
discrepancia con lo acontecido, se plantará allí a poner los puntos sobre las
íes del maestro de turno. La semilla ya está sembrada. A su vez, el maestro,
sorprendido por la agresividad reivindicativa –posición defensiva desmedida- de
dicho padre, sufrirá de la consiguiente crispación, se dirigirá al aula y
pagará su sentimiento de impotencia con una implacable intolerancia ante todo
aquel que se mueva. Ya hay nuevas víctimas: los alumnos. Estos, al salir de su
clase con el ceño fruncido y bastante mal cuerpo, descargarán su frustración
con el profe de la siguiente clase y con los compañeros con los que se crucen,
invadidos por esa sensación del “ya no paso ni una”. Y así un largo etcétera.
La
vida personal tampoco es inmune a dicha enfermedad. Las relaciones pasadas
marcan negativa e injustamente las relaciones futuras. Las amistades perdidas
provocan estar con la espada en alto ante los nuevos amigos. Y los lastres
arrastrados destruyen cualquier tipo de naturalidad con la que habríamos de
comportarnos con las caras nuevas que llegan a nuestras vidas.
Y lo consentimos. Y lo alimentamos. Porque romper el
círculo resulta doloroso y nos deja expuestos a la intemperie de cualquier
supuesto daño posterior. Bajo la bandera del “a mí no me hieren más”, ponemos
nuestro granito de arena para que esas situaciones se repitan indefinidamente.
Y ya se sabe, la rabia genera rabia. El rencor trae consigo rencor. La tristeza
tiñe de tristeza. El egoísmo alimenta el egoísmo. Y la derrota trae tras de sí
una derrota aún mayor. Cada uno de los actos cotidianos que no encajamos
adecuadamente, cada tarea que no realizamos con nosotros mismos conlleva la
creación de un blindaje que nos coloca una coraza dañina y autodestructiva. Y
ese hecho ya es lamentable de por sí, pero desde el mismo momento en el que
interactuamos con otros seres estamos extendiendo el virus exponencialmente,
convirtiendo así en pandemia ese principio de: primero yo, luego yo y siempre
yo. La irresponsabilidad es absoluta, dado que elegimos vivir en sociedad y la
mayor parte del tiempo se nos olvida que tenemos contraída una deuda con todos
aquellos seres con los que nos cruzamos: el respeto mutuo. La persecución del
propio beneficio caiga quien caiga atenta directamente con dicho principio
básico y nos tilda de indolentes contribuyentes al engorde de esa sociedad
enferma y corrupta. Pequeños pececillos de ciudad, ávidos de morralla porque
“los otros” también se alimentan de ella.
Alguien debería hacer algo, sí, pero es que ese alguien
es uno mismo en su pequeño universo plagado de demonios.
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