Hace
un tiempo escribí un artículo a cerca de las personas de buen fondo que como
modo defensivo en sociedad se visten la piel de lobo y pasan por malotes,
despreocupados y seres un tanto fríos. Personas que quizás no se recuperaron
del todo de algún que otro golpe o que si lo hicieron fue tomando el camino de
escudarse en una personalidad alternativa que escondiese sus verdaderas
cualidades y sus fragilidades. Lo titulé: De
corderos con piel de lobos. Hoy voy a hacer el camino contrario. Mucho
más delicado creo; más útil, espero.
Leí
esta mañana un artículo
sobre la existencia de personas que envueltas en bondades y aspectos cándidos
esconden en su interior verdaderas crueldades. Lobos con piel de cordero, sí.
La maldad con halo y dulce capa bajo la que dar abrigado cobijo. ¿Existe la
maldad en el hombre? Por ahí debería empezar y para ello es inevitable
retrotraerme a la antigüedad del pensamiento, a las raíces de la pura filosofía
y a las conclusiones que las grandes figuras del pensamiento alcanzaron
respecto a la eterna cuestión. ¿Es el hombre bueno o malo por naturaleza?, ¿el
hombre nace malo o se hace malo? Decía Hobbes que en efecto el ser humano era
en esencia malo, que el hombre era un lobo para el hombre y que se sirve de la
sociedad para sacar el máximo partido de ella y con el fin de su supervivencia
individual. Kant igualmente apoyaba tal postura y añadía que si el hombre
terminaba por suavizar su conducta y tender a la paz, era tan solo por interés
práctico en su búsqueda de una vida más cómoda. Rousseau por su parte señalaba
a la sociedad como la corruptora de un hombre que nacía bueno. El eterno dilema
siempre ha estado ahí. Y llegado este punto me pregunto si los
seres humanos somos capaces de discernir entre la bondad y la maldad.
Tres
de la tarde. Encendemos la televisión y comenzamos a ver las noticias. Bastarán
diez minutos para que asistamos al desfile de variados ejemplos de maldad
humana. Noticias de actualidad política y económica, sucesos nacionales e
internacionales nos situarán frente a ejemplos de seres sin escrúpulos a
quienes podríamos tildar sin duda de malas personas. Ladrones y homicidas,
corruptos y estafadores, asesinos en serie, violadores y agresores,
maltratadores,… Ninguno de nosotros tendría duda alguna al calificarlos de verdaderos
ejemplos de maldad. No tiene misterio, si lo que está en juego en esos casos es
la vida de un ser humano, su integridad física o psíquica o su dignidad. Lo
difícil, no obstante es saber reconocer a aquellas personas de vida corriente
que se cruzan con las nuestras y que con apariencia de seres normales, buenos y
desprendidos incluso encierran en su interior a verdaderos villanos. Y es
precisamente la capacidad para discernir sobre el asunto y para identificar a
esos seres lo que puede marcar la diferencia entre una vida sosegada o un
verdadero infierno.
Si
hacemos memoria seguramente todos recordamos habernos cruzado con gente así en
algún momento de nuestras vidas. Llegaron a ella como seres cordiales, amigables,
cautivadores incluso. Personas siempre dispuestas a formular un juicio amable,
a regalarnos los oídos o hacernos favores. En un primer momento estuvimos
encantados y agradecidos, pero a medida que la relación continuaba y
profundizábamos empezamos a vivir las primeras fricciones. Normalmente esa persona
se vuelve absorbente, pero casi siempre de manera velada. Necesita de nuestros
favores, se sirve de nosotros para sus intereses, pero lo envuelve de
despreocupación e incluso comportamiento despegado, haciéndonos sentir que
somos nosotros quienes estamos necesitados de ellos. Es muy probable que cuando
esas personas llegaron a nosotros tuvieran una necesidad marcada que sin darnos
cuenta les cubrimos. Ellos a cambio nos llenaron de afabilidad e incluso
cariño, haciéndonos sentir útiles y necesarios. Cada vez que necesitaron de eso
que nosotros les aportamos volvieron a saciarse, como sanguijuelas, pero
mostrando una fortaleza e independencia falsas. Su bondad, su cariño, sus
muestras de afecto estaban siempre sujetas a un interés mayor: su propio bienestar.
¿Cuántas de las veces que vinieron a nosotros no les servimos un plato lleno de
eso que necesitaban? Si nos formulamos esa pregunta, muy probablemente
hallaremos en su respuesta la solución que los revela como seres interesados
disfrazados de nobles corderitos siempre dispuestos a ayudar.
El
ejemplo que aquí expongo resulta tal vez uno de los más difíciles de detectar.
Seguramente además uno de los más nocivos. En primer lugar porque lleva tiempo catalogarlo.
Su aparente buen carácter y su cercanía hacen que bajemos la guardia, y sus
elogios a nuestro comportamiento con ellos hacen que nos sintamos a gusto con
nuestra labor. Y en segundo lugar porque en el transcurso de la relación se
llevan consigo tal cantidad de nuestra energía que pueden llegar a generarnos
dudas sobre nosotros mismos; a crearnos dependencia de ellos; a provocarnos
sentido de la culpabilidad por no entenderlos; a desgastarnos mente, cuerpo y
corazón hasta el punto del agotamiento absoluto; y como remate a desear
aislarnos por pánico a volver a pasar por lo mismo.
No
es este perfil de maldad encubierta el único. Otros llegan a dibujarse como
personalidades verdaderamente agresivas, tal vez no físicamente, pero sí verbal
o emocionalmente. Gentes en absoluto empáticas que opinan de nuestras cosas con
el punzón en la mano, que formulan críticas nada constructivas, que juzgan, que
infravaloran con sus palabras y actos o que adquieren sistemáticamente una
posición defensiva atacante sin motivo aparente.
Cabría
preguntarnos el porqué. ¿Qué hace que una persona posea dichas dosis de maldad?
Tal y como mencioné al inicio la eterna duda es si se nace así o si uno se
convierte en eso al no saber gestionar sus experiencias. Y posiblemente haya un
poco de cada y casos para todo. Algunas investigaciones de bases científicas establecen
que hay seres con una considerable dosis de maldad residiendo en su química
interna, esto es unos niveles inadecuados de oxitocina y por lo tanto la
imposibilidad de sentir empatía. Otros estudios más centrados en las conductas
adquiridas establecen que es el entorno hostil, la educación deficiente y las
experiencias negativas los responsables del nacimiento de esa semilla del mal. Lo
cierto es que, como siempre, vuelvo al origen y recalco que es la incorrecta
gestión de las emociones la que provoca que alguien se ancle en las
incomprensiones y en los rencores, creando así un ser profundamente resentido –aun
sin saberlo- y un potencial vengador justiciero, preparado siempre para devolver
su latigazo al primero que se le cruce, por inocente que sea. Frustración y
complejos en estado puro, sentires no eliminables porque seguramente están ahí
desde la más tierna infancia y que sus poseedores calman únicamente bebiéndose
la sangre de quien está ahí cerquita ofreciéndosela. Creo firmemente que estas son
conductas adquiridas difícilmente eliminables, puesto que la capacidad de
comprensión o incomprensión del ser humano se aloja paulatinamente en nuestro
entendimiento desde que somos niños gracias a lo que nos enseñan nuestros
mayores y a las reflexiones que llegamos a alcanzar desde nuestro lado más
generoso y desprendido. Rasgos de personalidad los llamamos. Y tal vez sea así.
Egoísmo o generosidad. Interés o desinterés. Bondad o maldad.
Más
o menos evidentes, el caso es que todos estamos expuestos a esos peligros. ¿Cómo
salir, si no indemne, sí fortalecido de una relación así y de su mordedura de
lobo? La clave está en su identificación y de eso me di cuenta hace no muchos
años. Me explico. Tiempo atrás me encontraba recuperándome de la ruptura más
importante de mi vida. En el proceso, lento y costoso, tuve que entender que
tal separación era precisa. Y lo costoso estuvo precisamente en saber
identificar que únicamente éramos dos personas, en absoluto nocivas la una para
la otra, pero con la necesidad de recorrer caminos separados. Decir adiós a
alguien bueno es difícil, pero el caso en el que hoy me centro es harina de
otro costal. Con el tiempo, he tenido que enfrentarme a la asunción de la
separación de otras personas y a rupturas amistosas o sentimentales. Si bien en
un principio es igualmente doloroso o incluso más por el desgaste de energía
que hemos padecido, si bien marca como ya referí anteriormente hasta el punto
de hacer que nos tambaleemos en nosotros mismos, el ser capaces de diferenciar
que en ese caso se trata de un ser tóxico y de los tintes que trato hoy, será
lo que nos permita salir más fuertes de tal caída. No hemos perdido nada. Al
contrario, nos hemos liberado de algo que nos comía por dentro y habría
terminado devorándonos en nuestra totalidad. Saber esto es lo que hará que
sustituyamos el dolor y la decepción por liberación y alegría. Hará que
reemplacemos la falta de ganas de nada, por la ilusión de vivir justo lo
opuesto, hoy, mañana,… y habiendo aprendido que a veces los lobos con piel de
cordero dejan pistas por el camino.
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