¿Queréis
saber algo curioso? De niña, a pesar de varios intentos, fui incapaz de
escribir un diario. Yo que hoy escribo sin parar, varias veces al día incluso,
entonces comencé varios, pero nunca fui capaz de ser constante ni de completar
más de cinco o siete páginas. No sabía cómo abordarlo, ni encontraba sentido a
contar lo que había hecho desde primera hora de la mañana, actividad por
actividad, como si se tratara de una lista de la compra. Hoy sé evidentemente
que no entendía entonces que la clave habría estado en las emociones. Es decir,
no en narrar lo que había hecho, sino en inmortalizar cómo me había sentido
haciendo esas cosas. Tan natural ahora y tan inconcreto entonces. Paradojas de
la vida.
Me
ha venido este recuerdo a la cabeza porque antes de acostarme he necesitado
sentarme a fijar en el papel el día de hoy y la fuerza de emociones que he
sentido. Ha sido un día intenso, muy intenso. Y no me da vergüenza confesar que
he llorado bastante. Desconsoladamente. Como una niña pequeña y desvalida.
Emotiva y desgarradamente, de ambos modos. Pero he llorado, créanme. La
cuestión es que si esto fuese un diario al uso, de los que referí antes, en
efecto narraría paso a paso en él el desarrollo de mi día. Y hoy lo voy a
hacer. Hoy rescato ese intento de niña y cuento este seis de septiembre de 2016
como si esto fuese una página arrancada de mi diario.
07:00
a.m.
Sonó
mi despertador a eso de las 7 de la mañana. No le hice mucho caso, por aquello
de que llevaba tan solo cuatro horas dormida. Últimamente me ha vuelto el
insomnio, como ya me ha hecho notar una compañera que con solo mirarme me
detecta. La vuelta al trabajo me requiere readaptar mis horarios, y en eso
estoy. Y por otro lado estos días no están siendo fáciles para mí. Duelen
hondamente. Los llevo con mucha dignidad. Tratando de actuar de un modo muy
concreto, de pensar y sentir con cordura y autenticidad, pero no por ello dejan
de doler. Motivo a sumar –principal además- por el que mi sueño se rebela.
Salgo a pasear, a caminar, a ver el mar y a cansarme cada día hasta llegar la
noche. No tomo café desde primera hora de la tarde. Hago mis deberes. Pero
cuando una se siente tremendamente herida y triste, cuando ve un panorama que
sabe no correcto, pero no puede hacer nada, entonces deja de dormir. No hay
quien pueda evitarlo. Así que se comprende, creo yo, que mi despertador sonase
y que fuese obviado durante un buen rato por mi cuerpo y mi cerebro. Bien, una
vez que estos reaccionaron, el segundo le dijo al primero que había algo de
desgana para enfrentar el día. Dos eran los motivos. El primero en cuanto a
inmediatez temporal era el que tendría que enfrentarme a mi último día en mi
centro educativo. Últimos besos, últimos abrazos, último vistazo a los
pasillos, últimos minutos con mis compañeros y con mis ya ex alumnos. Nada más
percatarme de ello, un nudo se alojó en mi estómago y comencé a poner cara de
pucheros. El segundo de los motivos de mi melancolía era la añoranza y la
tristeza de estos días. Penas de amor las llaman. Y lo son. Con ellas lidio
además de con un millar de sentimientos encontrados, tremendamente duros algunos,
tiernos otros, implacable algún caso,… dolorosos todos ellos. Me faltaba algo
esencial para empezar la mañana. Así que me puse en pie y con el piloto
automático comencé el día. Cuando quise darme cuenta estaba arrancando el
coche. Y en él las primeras lágrimas.
09:30
a.m.
Llegué
a mi instituto, con la sensación de que no me iría, de que al día siguiente
estaría de nuevo allí y fui consciente de que no sería así cuando vi la cara de
una compañera, -esa que detecta enseguida si he dormido o no, y a la que guiño
un ojo y lanzo un beso si me lee estas letras-, que tampoco habrá de estar allí
mañana. En eso momento, reunidas, me sentía tan cercana a ella que me parecía
increíble que al día siguiente, y al siguiente, y al otro no fuéramos a vernos.
Me emocioné por dentro. Y lo disimulé.
14:00
p.m.
Finalizó
mi jornada y llegaron los adioses definitivos. Precioso momento y al tiempo
vinagre que escuece las heridas abiertas. Último adiós agitando mi mano. Entré
en mi coche, arranqué y al girar la esquina volví a llorar. No había marcha atrás,
ahora era ya patente. De camino a mi casa me perdí en mis pensamientos. Bueno,
más bien en mis sentimientos. Suele pasarme y cuando estoy atravesando un
momento personal difícil es más intenso aún. Treinta y cinco minutos en los que
el ánimo iba decayendo. Notaba, como siempre lo hago de forma milimétrica, que
a cada kilómetro que me acercaba más a casa, más aumentaba también mi
melancolía. Volvía a sollozar, esta vez por esa pena interna que me acompaña
ahora. Supe que me sentía sola. Tremendamente sola. Atravieso una pérdida que
habré de calificar como altamente aguda. Muy aguda. Siento un vacío en mi
estómago que no puede llenarse así sin más. Me encuentro inquieta, resignada
tal vez. Sí, puede ser que hecha a la idea. Pero sollozo. Y peno. Y derramo mis
lágrimas. Y… muchas cosas más que me exasperan. Sola, sabiendo que mañana
habría de empezar desde cero, que no tendré a mi gente de cada mañana, esos que
me abrigan cuando llega la nube. Algo desubicada y fuerte al mismo tiempo. Yo
estoy hecha a estas cosas y por más que lamente lo que arriba he descrito sé
que quejarse y no abordarlo es de niñas estúpidas, de personas malcriadas y no
resolutivas. No soy yo. Sola me siento, triste y gris, pero al tiempo potente y
decidida. Tomé la decisión de no volver a casa hasta más tarde. Y así lo hice.
15:00
p.m.
Planeé
visitar mi librería estrella. Tiene varios establecimientos en la ciudad y es
la más importante de la región, pero aún faltaban dos horas para que comenzaran
el horario de tarde. Allí iría a comprar material para el curso, mis cosillas.
Mi agenda, mis cuadernos de anotaciones y algún libro sin definir que sabía y
necesitaba que volviese conmigo al hogar para acompañarme. Hice tiempo pues.
Visité algunas tiendas buscando un nuevo bolso de profe que sustituyese a
alguno ya hecho trizas. Y así fue, encontré uno. Metí mis pensamientos en mi
labor docente, en imaginar cómo serán las cosas, en prepararme mentalmente. Paré
a tomar bocado y algún zumo y proseguí la ruta. Papelerías, tiendas varias y al
fin mi librería.
17:10
p.m.
Creo
que era esa hora cuando crucé su puerta. Acababan de abrir. Fui derecha a
buscar mi agenda de profe, mi fijador de ideas y símbolo organizativo que aun cuando
no me hace falta por tenerlo en la mente, me recuerda algún dato haciéndome
sentir que no me pierdo aunque mi día sea tan negro como la noche más oscura.
Creo que pasé allí dentro más de una
hora y media. Y hubo agenda. Y bolígrafos para corregir, Y marcadores. Y
otros detalles. Pero encontré un tesoro con todo ello: El libro de mi creatividad literaria. Abrí mis ojos como platos y
ojeé y hojeé. ¡Era perfecto! Propuestas para la mente y el lápiz de niños,
jóvenes y adultos, que ayudan a fomentar la creatividad literaria. Puntos de
partida para escribir historias. Asuntos, temas, conflictos, nombres,… pólvora
que estalla y da fruto. Me encantó ese libro. Y se vino conmigo. Cambié de
sección y di con la de psicología. Los ojos se me iban a títulos que ahora me
vendrían de perillas emocionalmente para ayudarme a salir del momento en el que
estoy. Pero a medida que avanzaba en la lectura de los títulos de cada
ejemplar, a medida que cogía uno entre las manos para saber de qué trataba, mi
nudo se alojaba más y más firmemente en mi garganta. Cogía uno en las manos y
me mencionaba la asunción de una pérdida. Y lloraba. Otro hablaba de amores que
duelen. Y lloraba. Otros de hacerse más fuerte diciendo “no”. Y lloraba. No sé
si alguien me vio. Pero no me importa. Así lo sentía y así surgió.
Salí
de la tienda con mis compras. No me atreví a llevarme ninguno de esos títulos
conmigo, mientras para mis adentros me decía: “¡solo me faltaba leerme algo de
eso ahora!” Incapaz. Bajé la calle camino de casa, pero seguía sin querer
volver.
18:50 p.m.
Tomé
asiento a la sombra en una amplia terraza y pedí un granizado de limón. A la
vez revisé lo comprado, miré lo habitual en mi móvil y pensé. Y sentí. Y anoté
alguna cosa. Y estrené mi nueva agenda. Pero seguía triste. Seguía con ese
vacío que huele a soledad, y con la todavía sensación de no querer volver aún a
casa. Y no lo hice. Bajé la calle y de nuevo me encontré con la puerta de mi
librería, pero esta vez de la sucursal que está en el bloque contiguo a mi casa.
Y volvía a perderme en ella. Mismos títulos. Otros distintos. Y mismas reseñas
esta vez vistas con distintos ojos. Y alguna que otra lágrima también. Cayeron
dos ejemplares: El libro de las pequeñas
revoluciones, de Elsa Punset. Ese en el que las acciones cotidianas de cada
día y otras propuestas para incluir en él, pueden resultar fundamentales si se
hacen con conciencia, sentidos despiertos y un objetivo. El otro: La ciencia del lenguaje positivo. Me
embaucó nada más ponerle los ojos encima. Como bien dice su contraportada, es
el lenguaje el que trabaja la percepción del mundo, ergo si este es positivo…
Mis dos constantes: las reflexiones del comportamiento, pensamiento y
sentimiento humanos, y el lenguaje y su contribución a nuestro crecimiento
personal. Cuadratura perfecta.
Atrayentes
los títulos y más su contenido, pero lloré, porque no podía mostrárselo a quien
solía hacerlo. Ni esos ni otras curiosidades que iba viendo.
19:40 p.m.
Atravesé
la puerta de mi casa, me cambié de ropa, hice un par de llamadas y al tiempo
fui requerida por una amiga: ¿helado, paseo y charla? Por supuesto. Allí fui.
Hablamos, nos contamos. Y lloré. Y me consoló. Y despotriqué y despotricó
conmigo. Y fui algo más coherente y dialogante. Y me argumentó. Y volví a llorar. Y a enfadarme. Y a echar de
menos. Y a… Y miré el mar y sentí su brisa. Y charlé y charlé. Y deseé estar
bien. Y…
23:10 p.m.
Vuelta
a casa. Cambio de ropa. Compras sobre el sofá y estas letras. Tan necesarias
como el aire del suspiro que acabo de echar al escribir esto. Se me cierran los
ojos, pero ya acabo esto. Y concluyo que mis emociones, como bien puede verse,
están a flor de piel. Todas ellas. Desde el enfado más azul y el sentimiento
más enrevesado, hasta la falta más profunda. Y esa lágrima, sí, esa lágrima. Y
el vacío. Y la rabia. Y la falta. Y la ternura. Todo ello.
00:53 p.m.
Ya
me voy a dormir. Hoy me caigo de sueño. Hoy no habrá insomnio. Las emociones
son las que me han agotado. Mañana pisaré fuerte hacia lo nuevo, con mi
sonrisa, con mi verdad, con naturalidad. Pero seguiré añorando y enfadándome
conmigo y con quien toca. Con el hueco profundo. Y ya veremos.
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