Hoy
voy a hablar de un tema asentado como las propias relaciones
personales, viejo como el amor. Hoy voy a hablar de los celos. Y voy
a hacerlo con la franqueza abierta de quien los trata como elemento
omnipresente en fondos y formas diversas, y sin preocuparme de si lo
que escribo es políticamente correcto o incorrecto, sin
profundizar en las raíces psicológicas que subyacen en
ellos, y sin pretender quedar como una mujer sensata y coherente. Los
voy a tratar así, a pelo, tal y como los observo, los vivo y
los he podido sentir y siento. A ver cuántos se sienten
identificados y cuántos observan sus propias variantes en sí
mismos.
Lo
primero que me pregunto a mí misma es si soy una persona
celosa. Automáticamente me digo que no lo soy, no en rasgos
generales, pero que he sentido y siento celos, y que conozco lo que
son. No soy celosa en condiciones normales, pues, pero sí en
circunstancias concretas. ¿Me lo compras?, ¿he descubierto acaso el secreto de la
vida eterna? Así que, tratando de ser(me) lo más
sincera y justa posible, me digo: ¿y cuáles son esas
condiciones normales y esas circunstancias concretas? Porque
evidentemente, ahí se encuentra el quid de la cuestión,
en qué situaciones son las que, bajo mi prisma subjetivo, me
hacen a mí sentir celos. Seguidamente llego a la conclusión
de que ser celosa no es un rasgo de carácter fijo. La
expresión no es la correcta. No se trata de “ser celosa”,
sino de con cuánta asiduidad, en qué contextos y por
qué razones llega una a sentir celos. Ya sé que hay
personas que poseen esa patología pegada a la piel, es decir,
que experimentan celos en el noventa por ciento de las ocasiones y
con todas las personas con las que se relacionan, pero dejando a un
lado esos casos, me centro ahora en los celos de a pie. Por lo tanto,
considerando todo lo anterior, afirmo que no soy el prototipo de
persona celosa, que sé bien que me conduzco en múltiples
situaciones con normalidad y sin que los celos aparezcan, pero que de
cuando en cuando estos hacen acto de presencia y se me instalan
dentro. Ardo, pues. Literalmente. Al menos de inicio y hasta que la
sangre se me recoloca en su sitio correcto y puedo volver a pensar
con calma. Y aquí es cuando me pregunto porqué, a qué
se deben, cómo combatirlos, si son tolerables,... y un largo
etcétera. Todo ello en un intento de seguir madurando y
mejorar tanto mi interior, como mis relaciones personales.
Cuando
aterricé en las relaciones de pareja, allá por mi
adolescencia, lo hice -como todos- en un estado de plena inocencia.
Así se llega. A no ser que procedas de un lugar en el que
siempre te has sentido poco apreciado y nada querido, se entra por la
puerta de las relaciones con confianza, seguridad y firmeza. Y así
me conduje durante mucho, mucho tiempo, sin convivir con el llamado
fantasma de los celos y desarrollando, por tanto, un comportamiento
en absoluto celoso. Me espanta la idea de atentar a la libertad de la
persona con la que me comparto, de acosarlo, agobiarlo,.... Pero a la
vuelta de los años, de las experiencias, de las vendas caídas
de los ojos, los tortazos recibidos y de lo aprendido, sé bien
que he ido inclinando la balanza hacia ese sentir. Ha habido en mí
un aprendizaje hacia la coherencia en las relaciones de pareja, desde
luego y por fortuna; pero al mismo tiempo puedo decir que hay hoy, mal
que me pese, mayor presencia de celos que cuando tenía veinte
años. La explicación naturalmente se encuentra en que
cuando te enteras de cómo va la vida, de cómo se conducen las personas, y de cómo
funcionan las relaciones es cuando empiezas a conocer los riesgos que
estas conllevan y, por lo tanto, nacen las inseguridades, los miedos
y... los celos.
No
sé el resto, pero sí sé que en mí detecto
dos tipos de celos diferentes. La psicología seguramente
establece una amplia categorización para ellos, pero no quiero
entrar, como dije, en tal profundidad. He aprendido a ver y a
reconocerme a mí misma un tipo de celos que se basan en un
cierto nivel de inseguridad propia y suele tener que ver con el
atractivo físico. Sé que cuando me pongo celosa de otra
mujer, de que le pueda gustar o atraer a mi pareja, de que le llame
la atención especialmente, eso se debe a que nace en mí
un sentimiento de competitividad en el que temo que me pueda ganar la
partida. Y en efecto, no suele nacerme en relación con mis
rasgos y encantos mentales, intelectuales, o emocionales. No suelo
plantearme que esa mujer pueda parecerle más simpática,
más inteligente o más encantadora. Pero sí que
le pueda parecer más guapa que yo. Tan básico como eso.
Y será una simpleza, una frivolidad, pero ya os dije que iba a
tratar este tema con total apertura y sin paños calientes. Es
lo que siento. Por eso, sé que cuando me celo por un motivo
tal, se debe única y exclusivamente a un fallo propio, a una
debilidad personal que yo misma debería eliminar de raíz,
aunque no sepa por dónde empezar. Ayuda, y mucho, como en mi
caso, el tener una pareja que te llena los días expresándote
y mostrándote cuánto le gustas, cuánto le atraes
y lo encantado que está a tu lado, francamente. La mejor
medicina, sin duda. Pero aún así no me despego de mi
responsabilidad. El segundo tipo de celos que siento es harina de
otro costal. No son celos de raíz propia, sino de trayectoria.
Celos que han ido naciendo al calor de haber sufrido engaños,
de que me hayan mentido y de ver que me pueden cambiar temporal o
eternamente por otra. Creo que estos los entendemos todos desde el
momento en el que acumulamos ciertas vivencias. Son esos que se
materializan en pensamientos del tipo: “me puede volver a pasar”,
“ocurre constantemente”, “si está de sucederme, me va a
ocurrir sin que yo me entere”, “en esta vida se puede esperar de
todo”,.... Son celos de absoluta desconfianza no ya en la persona a
la que quieres y te quiere, sino en la firmeza de las relaciones
amorosas. Y desde luego aparecen desde el mimo momento en el que se
te va todo al garete sin esperarlo. En mi caso particular el momento
álgido en el que llegué a experimentarlos, fueron estos
fundados e infundados. Surgían ante cualquier atisbo de
peligro y hasta cuando no lo había. La facilidad con la que se
me removía la sospecha interna iba creciendo a medida que iba
descubriendo discordancias en la otra persona, insinceridad, dobles
juegos,... Por cada vez en la que yo confiaba aparecía una
dosis mayor de realidad en la que, tras sentirme muy pequeñita,
me potenciaba mi capacidad para enarbolarme ante una amenaza
femenina. Tóxico, nocivo, machacante... y no sabéis
hasta qué punto pude llegar a herirme con tal sentir. Emocional
y físicamente. Ahí nacieron, pero tras ese momento, me
ha quedado un poso de miedo atroz a que vuelva a sucederme algo
mínimamente similar. Temo que dejen de quererme, que me quieran pero deseen a alguien más y lo lleven a cabo, que se despisten, que quieran mantenerme ahí a su lado pero vivir al tiempo sus aventuras paralelas,.... Temo sustos y sorpresas, y estados de shock. Así se me materializa. En mi presente confío en la
relación de pareja que vivo, disfruto y comparto. Confío
en él, en el hombre que es, en su sensatez, en su concepto del amor y en su amor por mí; y lo
equiparo al mío. No hay pega alguna en ello. Y cuando mi
confianza se tambalea, sé que se debe a las cicatrices de mi
piel. El adulto sabe que todo es posible, que lo inesperado también
sucede y, una vez vista su cara, se prepara siempre para lo peor,
eternamente. Los celos responden a eso.
El
juego del amor es ese. Los celos nunca deberían tener
protagonismo, pero somos humanos, yo lo soy, y sé lo difícil
que es mantenerse serena y no temer perder a quien se quiere. Desde
luego que son un enemigo a mantener muy a raya, si no se quiere
dañar al otro injustamente, si se quiere mimar y alimentar
sanamente la relación, y si se pretende crecer en la dirección
correcta. Por mi parte, yo,... pasito a pasito.
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