MI FINÍSIMA PIEL

By María García Baranda - junio 17, 2018

     



      Mi madre suele decir que siempre supo, desde que yo era muy pequeñita, que a mí no se me podía reñir del mismo modo que al resto. Frase de madre protegiendo a su polluelo. Yo entendía de sobra qué quería decir y ella sabía bien a qué se refería. Supe siempre también que con esa visión ella salvaguardaba un rasgo que hay en mí muy concreto y muy identificativo de quién soy. Arrugarme es muy fácil, arrugarme por dentro. Y nadie lo diría. Tan brava yo, tan de pisar con garbo, tan de arranque y de palabra fácil. Tan de sacarme de quicio la gente pamplinera y el regodeo eterno en las penitas. Y todo eso es cierto. Pero sobre esos huesos, sobre toda esa fuerza con una gran sonrisa sempiterna y una palabra pizpireta para casi todo el mundo, hay una piel muy fina, tremendamente fina que recubre mi cuerpo. ¿El por qué? No lo sé, eso lo desconozco. Solo trato de echar atrás mi memoria y llego hasta mi infancia. Desde que tengo conciencia de mí misma me recuerdo siendo así. Una mueca, un gesto reprobatorio, una leve reprimenda, me provocaban un sentimiento de culpa y una angustia tales que ya entonces sentía y aún hoy siento que se deshace el suelo a mis pies. Y mi sentir ya entonces no era por la riña en sí, sino porque en ese instante temía que con ello pudieran sentirse tan decepcionados conmigo, como para que mi  imagen se desvaneciera y todo cuanto yo fuera perdiera fuelle. ¿Que pudieran dejar de quererme? Tal vez albergara ese miedo infundado. Y sin motivos. 

   La cosa es que ha pasado el tiempo, mucho tiempo ya, y mi piel sigue siendo finísima. ¿Más aún? Si bien ciertas vivencias me han curtido por dentro, como lo hacen con todos, y los años me han ido guiando para mirar hacia donde solo importa lo que sale de dentro, quién soy y qué deseo, hacia lo más auténtico y, por supuesto, hacia quienes verdaderamente me ocupan el alma y el corazón. A pesar de todo ello, hermoso sí, el peaje a pagar me supone portar una piel todavía finísima. Tal vez más leve aún, fruto de los momentos, de los muchos momentos, demasiados, que me permití el lujo de hacerme un mar de lágrimas. De sentirme pequeña, muy pequeña. De creerme transparente. De temer ser herida. De temer el perder aquello que más quiero. Y a pesar de lo bello que supone sentir con esa precisión y esa pureza, a pesar del escaso calibre de esa piel tan etérea, se me hace pesadísima de portar. Vulnerabilidad es la palabra, cierta fragilidad, que no debilidad ni inconsistencia, eso no. Pero a veces tengo la sensación de que me duele el doble todo cuanto acontece. Y tengo la constancia de que aquello que no habría de causarme ni siquiera un rasguño, es sentido en mi piel como una cuchillada que me aleja de aquellos a quienes yo más quiero. Al menos en mi mente. Inconsistente, erróneo, falso de todo grado. Pero lo siento así y me levanto en armas defensivas, afiladas y muy desafinadas para la ocasión. 

    Esta soy yo,… hoy, mañana no lo sé. Espero que más fuerte y más afianzada al abrigo de los míos. Yo querría curtirme, realmente me hace falta, aplicar la cordura que llevo de mi mano, hacer uso de mi discernimiento por el que sé muy bien dónde se halla mi hogar y dónde el enemigo. Y sentirme segura y muy querida. Y abandonar el miedo, sentirme amenazada o el temor al dolor. Y con mi piel finísima diseñarme un vestido y quitármelo acaso y notar el abrazo, y olvidar lo demás.




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