CUANDO ENSORDECES CON TU PROPIO RUIDO
By María García Baranda - junio 14, 2018
De todos los seres a los que he ido conociendo a lo largo de los años, he podido observar y analizar meticulosa y respetuosamente a aquellos que vi rodar y rodar en el tiovivo del “no puedo”. “No puedo salir del momento que atravieso”, “no puedo avanzar desde el lugar en el que me he atascado”, “no puedo lograr lo que tanto ansío”, “no llego a ser feliz”. Mi observación no ha sido vana, eso lo prometo. Ni superficial, dado que en la mayor parte de los casos se trataba de personas importantes para mí y por las que llegué a dejarme la piel en mi intento de darles la mano en su camino. Mi propio bienestar dependía de ello al tiempo, así que cualquiera se puede imaginar que le puse ganas, empeño, cabeza y corazón. Pero a pesar de aquello, he de confesar que, para mi propia frustración y para mi pena, fracasé. En todos y cada uno de los casos me sentí no escuchada o ni siquiera oída. No entendida en mi discurso. No descifrada en mi intento por hacerme comprender. ¿Tan disparatado era lo que yo decía?, ¿tan utópico lo que les proponía para salir de lo oscuro y empezar a ser algo más felices? Sé de sobra que en absoluto lo era, que no lo es. Ni disparatado, ni utópico. Ni tan difícil tarea, ni mucho menos imposible. Que de los malos momentos se sale. Y de la infelicidad. Que las heridas se cierran. Y que las ganas de vivir no se esfuman.
Pero ocurre que hay quienes -esas personas a las que me refiero- pueden llegar a vivir en ese estado de oscuridad durante años y años,… y años, y años,… Mismo sentires, mismo discurso, mismo padecer y mismo atasco. Y podrían negarme ese carácter idéntico de las cosas y tal vez tendrían razón, pero solo en parte. Pudiera ser que esas personas no se encuentren viviendo exactamente en el mismo escenario una y otra vez, muy probablemente hayan conseguido avanzar algo, afortunadamente. Dar pasitos, generar variaciones. Yo así lo espero. Pero sí observo que es en la raíz de cuánto les sucede, donde detecto el mismo movimiento. Siempre atraviesan una experiencia que les corta el paso. Algo calificado por ellos mismos como realmente negativo. Jamás obtienen lo que desean. Si obtienen lo que desean, no es exactamente como imaginaban. Lo que imaginaban posiblemente no existe. Y si existe, no es para ellos. La meta nunca alcanzada. Pero tal insatisfacción no constituye su mal primario, sino que tal estado de infelicidad e insatisfacción procede de su propio interior y no del exterior, que es donde ellos tratan de buscarlo para aniquilarlo.
En algunos de los casos me he topado con quienes no llegan nunca a identificar que son ellos mismos quienes se boicotean. Otros en efecto sí. Saben que hay algo en sus actitudes que los frena y que incluso les pone la zancadilla. Pero independientemente del supuesto en el que se encuentren, he llegado a encontrar un denominador común en todos ellos: un discurso constante, eterno, perpetuo, de queja terriblemente profunda. Una enorme pesadumbre propia de la mayor de las tragedias. Y un lamento al que ya se han enganchado como adictos a la más dura de las drogas. “Este será el sino de mi vida”, “me mentalizaré de que mi vida va a ser así, carente de aquello que quiero”, “yo ya no voy a remontar nunca”, “no tengo solución”,…. Agotador. Absurdo. Vacuo. Hondo lamento sustentado en dos venenos que consumen sin receta y que son precisamente los ingredientes que deberían eliminar de su dieta de forma vitalicia además. El primero es el mirarse a sí mismos una y otra vez, obsesivamente, analizando cómo se sienten de forma compulsiva y, por ende, dejando de percibir lo que sucede en el exterior. Suele ir de la mano con el hecho de sentirse poquita cosa en el área que sea, al parecer, y se termina convirtiendo en un ejercicio de ego constante. De machaque a ese ego, tal vez, pero ego al fin y al cabo. ¡Frenen! Porque cuando uno deja de dar vueltas a lo que siente, comienza a recuperar la capacidad para medir si lo que le ocurre es realmente tan grave, o si se hallan en constante búsqueda de un momento de drama. Al final, cuando no son jotas son fandangos, pero siempre de luto. ¿Cómo se deja eso? Pues eso pasa inevitablemente por mirar un poquito a los demás. En la mayor parte de los casos, eso que les atormenta se revela como algo no tan, tan, tan, espantoso. Y de paso la empatía crece. El segundo ingrediente a anular es el de decirlo y decírselo. Al resto y a sí mismos. ¡Basta de victimizaciones, se lo pido por favor! Hacerse un poco más sufridos y, con una aceptable dosis de pundonor, darse cuenta de que pasarse los días, las semanas, los meses, los años,… lamentándose no solo no conduce a nada -a nada bueno por lo menos-, sino que roza lo obsceno a la vista de los episodios realmente serios que otros padecen. Por vergüenza torera, pues, pero sobre todo con uno mismo. Eso y que, el propio ruido que generan en sus oídos, no les deja oírse sus propios latidos. Tan pragmático como eso.
Estoy casi segura de que lo que aquí he escrito hoy puede parecer crudo, duro,… una crítica ácida tal vez. Y en parte hay algo de eso, de zarandeo a todas esas personas que eligen -porque lo eligen, eso sin duda- quedarse a vivir en el drama. Se han acostumbrado al soniquete y al bálsamo que reciben de algún incauto cada vez que entonan su canción. Pero nada de lo escrito responde a un bofetón gratuito con aires de psicopatía. No me provoca un gusto semejante. Es un zarandeo verbal después de haber oído una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez,… las múltiples razones de algunas personas para no sentirse felices jamás. O no desde hace mucho tiempo. Fase se negación por los siglos de los siglos. Eso me ha movido a este artículo. Eso me da el atrevimiento, junto al hecho de haberme visto a mí misma coquetear en el pasado con actitudes de ese pelo, momentos realmente angustiosos de los que no lograba remontar desde mi propio regodeo. Pero ahora lo entiendo, por aquel entonces yo me repetí demasiadas veces el “ay, pobrecita de mí”, y eso no me dejaba oír lo que se cocía en el mundo.
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