DOMINGOS

By María García Baranda - junio 10, 2018




Los domingos saben a humedad, a moho verdoso. Saben a nostalgia, a mordisco en la boca del estómago y a desazón. Y huelen a triste. Tan ingenuos somos que habiendo vivido ya cientos de ellos, con cada uno nos invade de nuevo la misma sensación de que todo termina. Aunque nada comience y nada acabe. Pero es que es domingo. 

Los domingos pareciera que el caos nos engulle por el desagüe. La añoranza es mayor, la soledad más honda y la melancolía toma forma puntiaguda y afilada. Echar de menos se hace con desgarro. Se llora con angustia y se padece la impotencia de lo que resulta  inamovible. Pero porque es domingo. 

Los domingos todo se ve más negro, como cuando te despiertas en medio de la noche y las preocupaciones son gigantes que amenazan la vida. Las faltas se agudizan y los fallos cometidos son tan imperdonables que hasta nos flagelamos el alma. Solo porque es domingo.

No hay domingos apenas en los que no nos llueva, ¿os habéis dado cuenta? ¿Cuántos son?, ¿acaso nueve al año? Y es que el domingo se hizo por un par de razones. La primera de todas es abrazar el alma, la propia. Y con ello extender el abrazo todo cuanto podamos. Y decirnos de paso cuánto es que nos queremos, que eso es imprescindible. La segunda es mantenernos alerta con lo que no nos gusta. Y cambiarlo. Cambiarlo muy de veras. Que el domingo nos pasa la factura y nos señala aquello que nos hace felices. Y lo que no, también. 




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