“En líneas generales, me gustan más los niños que los adultos”, dijo. “No le faltan motivos”, pensé. Nos desvirtuamos con el paso del tiempo. Perdemos todo cuanto nos aporta frescura como seres humanos. Todo cuanto nos daría el pasaporte hacia la felicidad absoluta. Todo cuanto de natural poseemos. La ilusión, la inocencia, la generosidad y el “al pan, pan, y al vino, vino”. Y lo sustituimos por... No lo sé. Verdaderamente no lo sé. Por cordura, lo llamamos. Por sentido común. Por un orden y concierto que nadie marca y todos seguimos. Poco a poco. Paso a paso. Hasta que el niño se convierte en otro ser más en blanco y negro.
Nace un bebé, el tesoro de la casa. Se procura para él todo lo mejor. Que no le falte nada, que esté a salvo, que se alimente bien y que duerma aún mejor. Si llora, corremos a calmarlo. Y si tiene sueño, lo dormimos en nuestros brazos. Pura dulzura. Pero desde ese instante en el que es absolutamente dependiente de nosotros, iniciamos un camino de elección subrogada, ahora que está tan de moda ese término. Elegimos todo por él y para él, y con cada elección que hacemos, con cada movimiento dirigido, borramos una capa del color con el que llegó a nosotros y ponemos nuestro granito de arena en el camino que inevitablemente lo llevará a convertirse en un ser en blanco y negro. Le elegimos la ropa porque nos gusta a nosotros, le incomode o no, le agrade o no. Suele ser de un estilo similar al que vestimos nosotros. Si hemos de asistir a un lugar concreto, descartamos aquello que no nos parece apropiado y en su lugar le colocamos un estupendo atuendo. A nuestro modo de ver, claro. ¿Se siente a gusto?, ¿cómodo para moverse?, ¿identificado con lo que lleva día a día?, ¿es posible que algún detalle de su ropa le haga sentir vergüenza, ridículo? No lo sabemos, porque nadie pregunta. Vestimos al niño y punto pelota. Después le elegimos el menú. Y no me refiero ya a cuidar con ello su nutrición y su salud, sino a que si en casa somos de darnos a la carne, carne para todos. Si somos vegetarianos, el niño es vegetariano. Si nos da por las semillas y las esencias de aquí y de allá, esencias y semillas para el querubín. ¿Y su paladar?, ¿qué sucede si el niño tiene un gusto gastronómico totalmente contrario al nuestro? Pues sucede que el niño no podrá desarrollarlo libre y naturalmente, y se conformará con mirar con ojos golositos a aquello cuyo sabor solo imagina en su mente. Y llega el cole, ¿con uniforme o sin uniforme?, ¿letras o ciencias?, ¿bachillerato o formación profesional? Esa carrera no, niño, que te desaprovechas. Esa tampoco, que no tiene salida. Aquella te conviene más para entrar a trabajar con tu padre en la empresa. Veintitantos. Veintitantos años en los que, con suerte, tenemos ya un retrato en sepia. Y el resultado es una sombra más. Un maniquí que no nos caerá bien.
El adulto es un niño estropeado. Dañado en el gusto. Es más soso que una calabaza. No le gusta probar esa comida porque es extraña. Y es que en casa jamás se sirvió un plato a la hora de comer. Dañado en el vestir, siempre perfecto y mirando de reojo los trapos del resto. “¡Qué atrevidos!, ¡qué pijos!, ¡qué harapientos!, ¡qué pintas!, ¡qué…, qué pena no probármelos a ver qué tal me quedan!” Dañado en la creatividad. Desde el despacho escucha música en la calle. Aún recuerda cuando fue a clases de guitarra un par de veranos. Le habría gustado seguir, pero en casa decidieron apuntarle en inglés, era más práctico. Hoy mira desde la ventana al chico aquel que toca en la boca del metro. “¡Quién fuera él!”, se dice. Pero solo un ratito; “ese seguro que pasa más hambre que el perro de un volatinero”. Él sabe que lleva una vida correcta, ejemplar. Y si hay algo que no le guste, no va a pasarse el día protestando. En esta vida hay que ser políticamente correcto. Agradecido. Formal. Estar prevenido para lo que pueda ocurrir. Procurar siempre un orden de las cosas. Mantener relaciones equilibradas, sin meternos en cómo vaya cada cual en su casa. Y para eso hay que guardarse más de una opinión y morderse la lengua. Al final,… un hipócrita con miedo a llevar la contraria, a ofrecer su opinión, a no tener la vida que todos los demás tienen, a ser criticado de incompetente, de raro, de asocial, de excéntrico, de insurrecto.
El adulto es un niño estropeado. Que ya no ríe tanto, por si atrae a los celos, pero sobre todo porque está encorsetado y ni vive, ni hace, ni dice lo que querría vivir, hacer y decir. Que ya no te dice a la cara lo que piensa de ti, por miedo a escuchar la contrarréplica y el plus correspondiente de esa retahíla de “tú tampoco lo haces bien” que lleva oyendo desde niño. Que ya no te regala espontáneamente ni lo más sencillo, porque es suyo y cuesta mucho ganarlo. Que no sabe ya jugar en grupo, por la fuerza de la inercia de pensar en individual. Que se equivoca al juzgar a la gente, porque ese instinto de la infancia de optar -siempre acertadamente- entre atracción o rechazo viscerales se ha perdido en la alternativa entre lo que conviene o lo que no. Que no quiere jugar, de tanto como ha oído que la vida es un juego y hay que currarla duramente. El adulto es un niño estropeado que se llenó de miedo. De miedo, de complejos, de frustración, y de críticas y tiros a su autoestima. Un niño que ya ni recuerda qué quiere o qué le gusta. Un niño con cara de hombre de mediana edad, seca y adusta. Antipática. Y eso no le puede caer bien a nadie.
0 comentarios