Voy a empezar por un lugar común y más viejo que el mundo: algo le pasa a esta sociedad que estropea al individuo. Dicho así, repetido desde que lo escrito nos da testimonio de ello, asentimos todos para quejarnos del tiempo que nos toca vivir. Cabeceamos y reprobamos, mitad resignados, mitad críticos. ¡Qué sociedad esta! Como si se tratase de un ente abstracto, creado por una fuerza superior desconocida y misteriosa para todos. Pero realmente no es la sociedad la que estropea al individuo, sino a la inversa. Este, con su mirada de corta trayectoria a su inmenso epicentro desvirtúa el concepto de la sociedad y su materialización. A no ser que decidamos ser lo más parecido a un anacoreta, tendemos a necesitar a nuestro alrededor a una red de gente más o menos nutrida, con quienes establecer relaciones de diversos tipos. Hasta ahí, ya está, integrar una sociedad. Sin embargo, es justo en el matiz que cada uno le da a esas relaciones, donde se encuentra el foco del conflicto que adultera a esa sociedad en concreto. Relaciones de igual a igual, de horizontalidad, de una férrea pirámide de jerarquías cerradas, de verticalidad no permanente,... Posibilidades y combinaciones hay unas cuantas, tantas como necesidades surgen. Pero la aplicación correcta de la que corresponde en cada caso, eso ya, hace mil aguas. Es ahí donde entramos en un verdadero caos, puesto que, como elefantes en cacharrería, entramos en la dinámica del yo, yo, yo,… derivándose siempre en el vicio de quedar por encima del otro. Comenzamos pisando un pie, para seguir por doblar las rodillas del otro. Trepamos sobre él, el talón en sus hombros, y ya estamos colocados sobre su cabeza. Mi idea, mi necesidad, mi inteligencia, mi carisma, mi validez,… El individuo ya puede ahí sentirse absolutamente orgulloso de haber fracasado como miembro social. Bravo. Un aplauso.
Si siempre ha sido así, si existen sociedades -que sospecho que sí-, menos propensas a ello, si hubo tiempos menos tendentes a ese individualismo henchido, es algo que no puedo aseverar o argumentar hoy aquí. Lo que sí mantengo es que de tal hecho emana una enorme falta de responsabilidad social, no sé si por desconocimiento o por pasotismo ante las obligaciones que, como miembros de ella, adquirimos toda vez que la integramos, que ejercemos nuestros derechos y que nos satisfacemos de sus beneficios. Un día normal en la vida de cualquiera se encuentra plagado de ejemplos de tal irresponsabilidad y a mi entender, observemos el que observemos, se aprecia en todos un denominador común: no escuchamos. Rara vez. Y si lo hacemos, abunda la falta de concentración en tal ejercicio, casi siempre por estar más pendientes de qué es lo que vamos a contestar nosotros, que de lo que está diciendo. Y de sus porqués, naturalmente. ¿La razón? Bien creo que un efecto dominó: quien no se siente escuchado, tiende a no escuchar y a generar una necesidad imperiosa de hablar. Hay falta de autoestima y de seguridad en ello, además. Lo que no es extraño, puesto que la desintegración del sentir de grupo es pos de una alimentación del mencionado sentir individual, ese divide y vencerás, provoca que ya no nos sintamos al calor de la comunidad a la que pertenecemos. Estamos solos y como individuos independientes y solitarios nos comportamos, nutriendo con ello esa idea de sociedad descastada. Y comienza la rueda de nuevo. Una sociedad echada a perder y que recíprocamente nos estropea. Expulsa de ella a los más válidos, a las mejores mentes y a los corazones más nobles. Siempre fue así. Y ¿seguirá siéndolo eternamente? El que eso ocurra o no, es ya, tarea individual.
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