RELATOS ENCRIPTADOS (XX): Guillaume

By María García Baranda - julio 28, 2017




       Un par de semanas en París y regresa encajado entre la satisfacción y el desasosiego. Procura visitar la ciudad dos o tres veces al año. Siempre ilusionado, siempre ansioso por devorar las calles. Le gusta. Le gusta mucho. Como cada vez, su estancia le ha hecho sentirse pleno. Tal vez saciado. Y como cada vez, al entrar de nuevo en su casa, ya de regreso, se pregunta por qué vuelve, si lo que a él le gustaría sería instalarse allí definitivamente. Dejarse tragar por la ciudad y tratar de impregnarse de esa esencia francesa, lenta e históricamente construida, y de la que, lamentablemente, apenas queda rastro entre sus piedras. Sabe que París se ha convertido en una ciudad diseñada para cualquiera mientras sea de fuera. Para el inmigrante, rico o pobre, y para el turista. Tópicos y plásticos. Pero aún así, algo consigue atraparlo allí adentro. Pone un pie en la calle al salir el sol y regresa a casa ya de noche. ¿A dónde va? A ningún sitio en especial y a todos en particular. No podría decírtelo, pero sería capaz de contarte con detalle todas sus sensaciones.

     Cuando viaja a Francia, Guillaume se instala en el viejo piso de su padre. Lo hace para saciar su hambre. Hambre de raíces, de familia, de media sangre. Tiene la sensación de recuperar con ello parte de lo perdido, o en realidad parte de lo que nunca poseyó, y al tiempo ha descubierto la vía para reconciliarse consigo mismo y con esos demonios que a todos acompañan. Entenderse y conocerse pasa también por conocer en profundidad a los padres. Identificar sus presencias y sus ausencias, sus defectos, sus fallos, sus carencias, sus dones y virtudes. Asumir quiénes son, o eran, entender sus vidas y observar el efecto que tuvieron sobre uno mismo. Hasta el momento Guillaume nunca había sentido la necesidad de rascar en su epidermis, o al menos no había tenido la conciencia de que tal ejercicio podría revelarle mucho de quién es él hoy. Durante años apenas tuvo relación con su padre. Él siempre vivió en la capital de Francia, y su madre nunca abandonó el norte de España. Podría decirse que Guillaume conoció a su padre ya siendo adulto, cuando esa necesidad de verse por dentro a sí mismo asfixiaba y el paso de entrar en su mitad paterna era obligado. Guillaume no tiene hermanos. Nació después del mayo del 68, después de que Francia fuese regalando al mundo parte de su encanto. Nunca vivió con su padre porque sus padres nunca convivieron. De hecho, jamás fueron realmente una pareja. Se conocieron en uno de los viajes de él a la ciudad de su madre, y tras algunas cartas y conversaciones en un cuestionable español saltó la chispa. Guillaume lo llama pasión. Cualquiera lo identifica con puro sexo. No hubo más. Algún encuentro, unas cuantas cartas y ya. Guillaume está aquí. Se podría decir que a lo largo de los años, mientras iba creciendo con ese puntualísimo contacto, se iba desarrollando en él una especie de recelo que siempre desembocaba en un reproche a que su padre hubiese continuado con su vida al margen de él. No hubo guerra abierta, real enfrentamiento o reproche excesivo. Pero siempre sobrevoló una actitud a medio camino entre el deseo de pasar tiempo con él y el de eliminarlo definitivamente de la ecuación de su vida. Esto nunca sucedió. 

     Los últimos años hicieron que mejorara el clima. Los encuentros se tintaron de una mayor naturalidad, en la que los temas cotidianos abundaban en la conversación y la banalidad no era necesariamente superficialidad. Cada momento desempeñaba su papel en la historia entre ambos. Y gradualmente Guillaume iba sintiéndose más francés, más parisino, más hijo de su padre. Conocía, entendía, dolía y asumía. En ese orden. Cuando esto ocurría, el hombre, que no el padre, quedaba desnudo frente a él. Y recíprocamente, Guillaume se sentía cada vez un poco más vestido de su identidad. Seguramente le faltaban datos. Y posiblemente nunca llegaría a tenerlos todos, pensaba. Pero ya era algo. Ya se sentía en cierto modo parte de esa mitad, aunque la nebulosa respecto a su origen no le abandonase casi nunca. Y no lo hizo, no. Eso no ocurriría hasta que su padre hubo fallecido, porque fue entonces cuando Guillaume, hijo único y solo consigo mismo, entró en el piso de su padre de París, ahora suyo y rebuscó entre sus cosas hasta encontrar las cartas que sus padres se habían enviado antes y después de que él naciera. Las leyó. Las apartó. Volvió a leerlas. Entre incomodidad, violencia, llanto y necesidad. Las leyó todas.

     Seguramente Guillaume no tarde en hacer otra escapada a París. Cada vez lo necesita con más frecuencia. Respirar la ciudad, quejarse de lo que ha perdido de la verdadera Francia -tal y como hacen todos los nacidos en la capital-, entrar ansioso a alguno de esos lugares castizos que frecuentaba su padre en su búsqueda de pocos restos de autenticidad y tradición que aún se conservan. Entrar en él. Sentirse como él. Y de paso, reconstruir lo que no fue capaz cuando era más joven. Su momento es ahora. Y su lugar es París.


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