RELATOS ENCRIPTADOS (XIX): La finca

By María García Baranda - julio 03, 2017






      Portaba tan solo un antiguo llavín algo oxidado cuando llegó a la entrada. Lo sacó del bolsillo derecho, preguntándose si abriría igualmente la verja del jardín y el portón de la casa. No lo recordaba. La última vez que estuvo allí contaba con apenas dos años. No podía acordarse. Tan solo le constaba que todo era bien distinto. Había luz y la casa llamaba a gritos a entrar en lo que fue un ambiente despejado y claro, agradable y envolvente. Un entorno que invitaba a charlar y charlar durante horas, a aprenderse entre los conversadores, a nutrirse de lo mucho que podía aportar cada uno de ellos en ese aire propicio, limpio y fresco. Se lo habían contado, naturalmente. No podía acordarse. Tampoco le hizo falta. Se apoyó con cautela en los barrotes y, al ritmo de un chirrido metálico, la verja simplemente se abrió. Se coló entre el pequeño espacio que quedó tras su gesto, como si no quisiera que nadie percibiese su llegada. Pero no había nadie. Aquello se había convertido en la antítesis de lo que fue. Ya no era acogedor, ya no invitaba al paso. Ahora era tan solo un lugar inhóspito, completamente descuidado. Abandonado. Sin embargo avanzaba, poco a poco, muy sigilosamente, con miedo a engancharse la ropa entre la maleza y las enredaderas que todo lo cubrían. Estas se habían cruzado en el camino que llevaba a la casa. Era preciso ir sorteándolas, ir mirando hacia abajo por si alguna quima se clavaba en las piernas y provocaba heridas no muy agradables. ¿Y la casa? La casa ni siquiera era ya tal. Era tan solo ruinas. Es cierto que la estructura estaba aún en pie. Los muros principales y las vigas maestras. Pero ya no se percibía con claridad dónde empezaba una estancia y terminaba otra. Las paredes internas, lo poco que quedaba de ellas, se habían convertido en polvo, en restos de cal apilados en el suelo. Y este, el suelo que un tiempo fue de una preciosa y robusta madera brillante y oscura, tenía marcas blanquecinas de humedad. Y eso cuando no se había agujereado en alguna esquina o incluso se habían levantado los tablones que le daban forma de elegantes figuras geométricas. Ya no quedaba nada de lo que un día fue y es que las inclemencias a las que nadie prestó suficiente atención dieron paso a una auténtica catástrofe natural que asoló todo. Que arruinó, que dejó sin hogar, que hirió y que mató todo cuanto encontró a su paso. Y es que cuando un vendaval de notable potencia llega acompañado de fuertes tormentas, poco se puede hacer para evitarlo.
      De pie en la entrada miró a su alrededor. Con algo de imaginación aún podía visualizar cada rincón tranquilo, aquellos espacios que rezumaban belleza y alegría, con el sencillo gesto de la natural entrada del sol por sus grandes ventanales. Se decía que había sido una auténtica pena el haber descuidado un bien tan valioso, tan especial, tan único. Y al tiempo continuaba mirando alrededor y viendo el enorme potencial que aún residía en aquel lugar. Se planteó arreglarlo. Restaurarlo. Cambiarlo. La esencia permanecería intacta, la estructura tan poco común y tan alejada de lo que habita alrededor era un tesoro raro y singular. Aún le daba sentido y perspectiva a todo aquello. Pero por dentro era preciso remodelarlo todo. Absolutamente. Distribuir espacios, reconvertir su uso, alisar las paredes y eliminar cualquier resto de destrozos previos antes de que se comieran del todo los cimientos. Procurar un ambiente blanco, limpio, alejado de toda mácula y fuente de infección. Sería un trabajo integral, por supuesto, pero siempre se había negado a perder aquella finca tan valiosa. Sabía que si salía de ella habiendo tirado la toalla, jamás hallaría nada que la igualase. Volvería a ser el entorno ilusionante que fue, pero esta vez a prueba de catástrofes, sin más marcas de moho ni paredes caídas. Merecía la pena luchar por su conservación. Aquel era su Norte. Aquel era su hogar. 




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