A veces es mejor alejarse durante el
mal tiempo. Tomar un barco y hacerse a la mar sin rumbo ni fechas de vuelta.
Todos hemos tenido alguna vez, varias
quizás, la sensación de necesitar cambiar de vida radicalmente. Romper con todo
lo cotidiano, con los patrones diarios, con aquello que sabemos que nos cuesta
una vida. Pegar un portazo y darle la vuelta a todo. Una ilusión, ¿verdad?
Recuerdo la primera vez que me vino
a la cabeza esa idea. Era muy joven. Leí un libro en el que una mujer perdía
todo cuanto tenía, perdía a su familia, y decidió dejar atrás la vida que
llevaba hasta ese momento para comenzar una totalmente opuesta a la anterior en
la otra punta del mundo. Desde entonces esa idea ha estado siempre guardada en
mi mente, por si las moscas. Si algún día el desastre se cebase conmigo –me
decía–, porque ninguno estamos a salvo de eso, dejaría todo y me iría a vivir a
un lugar totalmente distinto. Casi siempre pienso en una cultura muy diferente
a la nuestra. No iría a una gran ciudad porque precisamente siempre he sido
carne de asfalto. Me daría la oportunidad de desarrollar una faceta totalmente
nueva en mí, de descubrir otra manera de realizarme y de ser útil. Otras formas
de aprender, directamente de las personas y otras maneras de ofrecerme. Suelo
pensar en un lugar cálido, en Sudamérica y creo que tan solo conservaría algo
de esta vida: la enseñanza. Ya sabría cómo desarrollarla allí. Una cultura
sencilla y rica al mismo tiempo, porque estoy segura de que sería más auténtica.
Un ambiente mucho más humano, menos hostil en cuanto a lo personal, en el que
no hiciese falta psicoanalizar a nadie, destripar nada, ni cargar con los pesos
absurdos habituales. Y es que a veces estoy tan cansada…
Una ilusión, decía. O tal vez no lo
sea. ¿Por qué no? Podría hacerse. Podría resultar. Algo provoca que no me lleve
precisamente bien con algunos aspectos de la vida que me rodea. Algo hace que
me rebele cada día con algunos comportamientos humanos, incluso con los míos.
No soy la única y por eso mismo estoy segura de que muchos de los que puedan
leerme me entenderán. Tragamos con lo intragable aun a sabiendas de que no
tenemos por qué hacerlo, y que si no lo hiciéramos tampoco pasaría nada. No sé
si me equivoqué de época o de corazón. Aunque quizás en lo que me equivoco es en
mis formas. De asumir las cosas, de vivir lo cotidiano, de sentir las
experiencias,… pero sobre todo de darle vueltas en mi cabeza a todo cuanto me
rodea, en un intento de entenderlo en su totalidad. Soy consciente de ello,
desde siempre. Y cada vez que escucho de alguien el consejo de frenar esa
tendencia, de relajar, bajo la cabeza y asiento en silencio. Quien así lo dice
me conoce bien, me quiere y busca mi bienestar. Por eso también entono el mea
culpa y afirmo que a pesar de aquello que no me gusta –como a todos- algo sí
que puedo poner de mi parte.
De ahí que tantas veces me plantee
ir en la búsqueda de una vida más sencilla… Pero ya lo sé, no se puede tapar el
sol con un dedo. Ni maquillar las cosas, ni esconder lo evidente: una no puede
irse de lo que es, de quién es, de cómo es. Podría recorrer seguramente miles
de kilómetros alrededor del mundo que no conseguiría alejarme de mi propia
sombra. Y la razón es que el cambio ha de producirse siempre dentro de uno
mismo. Vale que un nuevo escenario a veces ayude a coger aire, pero no nos
engañemos porque cuando algo dentro de uno no funciona, se ha quedado
insuficiente, o es tóxico, hay que extirparse ese comportamiento sin
pensárselo. ¿Y en qué consistirá entonces el cambio? Seguramente en asumir. De
nuevo aceptar, pero incluso aquello que no se comprende. Y no matarse en querer
comprenderlo todo. Me viene a la cabeza esa máxima de Niebuhr que pide: serenidad
para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, fortaleza para
cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la
diferencia. En efecto, no podemos
mantener bajo perfecto control todo, ni aquí ni en la otra punta del mundo.
A veces es mejor alejarse durante el mal tiempo, pero principalmente alejarse de una misma.
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