Acabo
de leer un artículo cuyo título ya me ha dejado ojiplática, atónita y
patidifusa: Intoxicación emocional.
Lo primero que me he dicho, sin comenzar a leer he de decir, ha sido: ¡Lo que
me faltaba por ver, por oír, por asimilar, por…! ¿También esto?
Intoxica
la comida, el alcohol, las drogas, el juego, el culto al cuerpo, el uso
compulsivo de las tecnologías,…etc, etc, etc,… Somos adictos en potencia.
Todos. Yonkis de cualquier cosa que nos dé un chute de vida y nos haga pensar
que un día normal no lo es tanto, si hay algo de ese no sé qué que tiene ese qué
se yo que me pone tanto. La cuestión es que tener que plantearme que las
emociones también intoxican me ha hecho frenar en seco la lectura y estar a
puntito de pasar de largo, diciéndome: ¡Ay, no, por esto ya no paso!, ¡no más,
por piedad! Sintamos sin más, total, para lo que nos queda en el convento… Y
pasé del artículo. Pero volví. Porque soy una yonki de ello, en efecto. Y
también, en mi descargo, diré que volví a sus líneas porque me dije que quizás
hallase alguna pista de aquello que me clava el esternón de cuando en cuando al
respirar y quizás lograría descartar de mi cotidianidad algún comportamiento de
alta toxicidad. Siempre está bien salirse de las conclusiones que creamos en
nuestra mente y defendemos como verdades de fe, ¿no? Pues eso.
Al
parecer es posible sufrir de intoxicación emocional. El primero de los síntomas
que nos harían detectar que somos pacientes de ella es el estar sometidos a
continuos picos en nuestras emociones y a sus consiguientes cambios de humor.
Por ejemplo, una acción concreta nos causa hoy risa, bienestar, agrado. La
misma acción mañana se nos hace insignificante. Y otro día puede esta
enfadarnos o entristecernos. Y del mismo modo con las personas de las que nos
rodeamos. Hoy lloramos por ellas con desconsuelo al menor atisbo de desdén por
su parte. Mañana somos fríos al analizar sus comportamientos y nos afecta, pero
poco. En otra ocasión no nos causa ni frío ni calor. Hoy amamos con locura a
esa persona, esa nueva actividad que comenzamos con ilusión, ese proyecto,…
Mañana, ni caso. O lo detectamos. Ese es el síntoma. Una constante montaña rusa
de emociones hasta cuando se trata de los mismos patrones de comportamiento o
de los mismos elementos que lo provocan. Y como consecuencia irascibilidad,
nostalgia o angustia. Necesidad de aislarme del mundo y compadecerme, de
explotar o de no quedarme solo ni por la muerte. Si padecemos estos síntomas es
que efectivamente estamos intoxicados emocionalmente.
Pero,
¿por qué? Evidentemente la misma palabra lo indica. Nos hemos intoxicado,
empachado, porque estamos padeciendo una gran carga emocional. Demasiado peso
sobre nuestros hombros, o mejor dicho sobre nuestro corazón y sobre nuestra
cabeza. Carga que no hemos sido capaces de digerir, bien por falta de
herramientas para ello, bien porque no nos hemos tomado el tiempo suficiente,
bien porque le hemos dado la espalda al trabajo doloroso, o bien por
prepotencia u obstinación a la hora de encajar que a nosotros también nos
pueden sobrepasar los acontecimientos y que nadie estamos vacunados contra el
dolor. Cuando esto sucede solemos desarrollar una serie de comportamientos y
actitudes que alimentan aún más ese mal.
En
primer lugar, creamos una auténtica maraña de nuestros pensamientos. Es decir,
perdemos parte de nuestra objetividad a la hora de percibir lo que nos rodea.
Lo interpretamos en función de una idea preconcebida en nuestro cerebro y esto
es porque únicamente percibimos con nuestro lado emocional y no con la mente.
Estamos tan obsesionados por conseguir aquello que pretendemos que todo cuanto
vemos y oímos es filtrado a nuestro antojo. Así, cuando algo no casa, no coincide
con lo que queríamos y la realidad nos da en la cara, caemos en un estado de
nerviosismo provocado por la no aceptación de lo que hay frente a nosotros.
Resultado: angustia, ira,.. y sobre todo no saber ser consecuentes ni tomar una
decisión correcta a continuación de ello.
Segundo,
baja autoestima e inseguridad. Constantemente a la defensiva, somos incapaces
de discernir lo bueno de lo malo que nos llega. Lo que es en exceso positivo no
nos lo creemos o no dejamos que nos haga demasiada mella, y es que… ¿por qué a
nosotros? Y lo negativo tratamos de edulcorarlo porque sería un golpe demasiado
fuerte de encajar en un momento en el que somos en exceso vulnerables. Dejamos
de creer en nuestras capacidades y en cuánto valemos, porque alguien o algo nos
han hecho estar convencidos de que no somos merecedores de algo tan bueno; aunque
más bien es algo que nos hemos infringido nosotros mismos por no aceptar. Y con
tal dosis de inseguridad podemos volvernos incluso dependientes emocionales.
Algo así como el síndrome de Estocolmo.
En
tercer lugar nos estancamos. Somos incapaces de avanzar y de superar aquello
que nos ha causado dolor. Nos bloqueamos y reaccionamos únicamente emocionalmente,
por impulsos, sin pasar antes por la aduana del cerebro para razonar qué decir
y cómo, qué hacer y cómo hacerlo. Bombas de relojería, otra vez picos y valles
que desembocan en una espiral sin aparente salida. Y el laberinto cada vez es
más profundo y frondoso, porque nos hemos acostumbrado a gestionar tan solo con
dichas emociones. La cabeza fría queda a un lado y con ello la visión de la
realidad, perdiendo incluso la noción de porqué entramos en dicha espiral; es
decir perdiendo de vista aquello que nos hizo sentirnos mal. De ese modo, si
dejamos de identificarlo, nos habremos centrado solo en el malestar que nos
provoca y reaccionaremos sin pensar, haciendo lo que sea con tal de que algo o
alguien nos quite esa sensación negativa. Yonkis otra vez.
Cuarta
pista, eso que llaman vértigo emocional. Ni soltamos, ni saltamos. Ese
estancamiento que he mencionado previamente, hacen que tengamos auténtico pavor
a salirnos de los parámetros que habíamos construido para nuestra vida. Todo
acto que haya llegado para perturbarlo, para variarlo es poco menos que un
desastre de magnitud universal. Un desequilibrio que dará al traste con toda
nuestra vida y todo porque soltar lo que emocionalmente nos ocupa, por más que
no lleve a ningún lado, por más forzado o dañino que sea, supone adentrarnos en
lo desconocido, en aquello que no controlamos. Y nos flagelamos y nos sometemos
a circunstancias asfixiantes que nos vuelven locos, esto es, nos empachamos
también de esa emoción tóxica por puro terror.
Y
quinto: pereza mental y mínimo esfuerzo a la hora de pensar. Por más extraño
que resulte, es tanta la energía emocional empleada en crearnos nuestro propio
escenario que cualquier otra conclusión que provenga del exterior será
inmediatamente cuestionada e incluso rechazada. Saltamos, reaccionamos mal ante
el hecho de que las cosas no son como nos gustarían o como pretendimos en
inicio, y a partir de ahí sacamos conclusiones incluso disparatadas,
justificando cualquier cosa que no tire por la borda lo que ya está asentado en
nuestra obsesión emocional. Ahí nos volvemos perezosos para contemplar otras
posibilidades, otras variables y otras razones que tumben nuestras propias
ideas. Ya no pensamos en más, porque no hay sitio para ello.
Todo
esto, como establecen los psicólogos, es intoxicación emocional. Y resulta
altamente peligrosa porque nos malogra pudiendo llegar a destrozarnos por
dentro. Entramos en lugares de alto riesgo, nos paralizamos ante los peligros,
nos alejamos de lo sano y nos encerramos en nosotros mismos. Autodestrucción a
corto, medio o largo plazo. La clave es
saber detectar que nos encontramos intoxicados. Saber detectar estas pistas aquí
expuestas y tras ello actuar. Aceptar la vida que tenemos: pasado, presente y
proyectos de futuro; éxitos y fracasos; tristezas y alegrías. Identificar
aquello que nos destruye y aceptar que es así. Que es simplemente la vida y
hacernos la pregunta de quién carajo somos nosotros para librarnos de ello.
Aceptar, sí. Y reconocer que nos hemos saturado de las emociones provocadas por
esos sucesos enquistados. Ese es el primero de los pasos. Tras ello,… ¡cuánto más
lejos de esa espiral, mejor! Hay que plegarse en franca retirada y tratar de
empezar de cero en esa faceta tan nociva.
Seamos
justos con nosotros mismos. Todos sabemos qué hábitos nos son saludables y
cuáles no. Todos sabemos cuando estamos pagando un precio demasiado grande por
soportar lo insoportable. Todos sabemos si llevar a cabo lo que desempeñamos
cada mañana nos está aniquilando poco a poco. Todos identificamos a aquellas
personas que no nos aportan, pero que abusan de nosotros. Todos sabemos qué o a
quiénes echar del todo o conservar. Entre emoción equilibrada y obsesión
desequilibrada hay una notable diferencia. La primera trae consigo reacciones
positivas, tiempo soleado y buenas intenciones. La segunda es un gusano
microscópico que nos va comiendo por dentro.
Recomendación:
prueba de tóxicos mediante análisis de sangre; pero de la que brota
directamente al corazón y de la que llega obligatoriamente al cerebro.
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