RECORRIENDO EL TREN

By María García Baranda - mayo 23, 2016

    Anoche, un sábado más del mes de mayo, fue una de esas noches. Una noche de las que te dejan un poso relevante y que te hacen despertarte con la sensación de haber obtenido respuestas a dilemas varios. Y por eso la menciono. Porque la noche trajo la madrugada y esta la mañana. Y la mañana el devenir del día en el que mis pensamientos han girado en torno a una idea que procedía directamente de mi subconsciente. Y de mis sueños. Posiblemente también de lo visto, vivido, hablado y percibido, pero principalmente la noche me reveló ideas. 
     Cuando desperté con la luz del sol, cuando la lluvia caída anoche se hubo secado, recordé de inmediato y a todo color el conjunto de fotogramas que compusieron mi sueño. He tenido a lo largo del día, y tengo aún, la certeza de que no se trató de un sueño más. Sé reconocerlos porque la experiencia me ha enseñado a prestar atención a algunos de ellos y a sus pistas. El lector ya sabe eso. Y este fue uno de los que no he de olvidarme. No creo que pudiera, aunque lo intentara. Y no por complicado, sino por tratarse de una declaración de intenciones en toda regla. De ahí su importancia para mí. Este es de los de recordar, porque no se sustenta en los temores, en las preocupaciones ni en terrores nocturnos. Y no resultó tampoco nada literal, sino que me supuso el paisaje por el que caminar firme, decidida y sabiendo que era justo lo que debía hacer, pensar y sentir. ¿Con qué soñé? Lo cuento, naturalmente.
        Me encontraba acompañada de varias personas, gente amiga. Permanecía en pie en el andén de una estación, desde la que emprendíamos un viaje de corta duración. Nos disponíamos a subir al tren. Era este uno de esos trenes de gran velocidad. No de esos ultramodernos que superan los trescientos kilómetros por hora, pero sí que se trataba de uno de gran cacidad de viajeros, bien equipado y de los que aportan un servicio óptimo. Había en él una mezcla de modernidad y de estilo clásico, puesto que recordaba a esas fotografías que inundaban las revistas en los años sesenta y mostraban el interior de los primeros aviones comerciales que vendían el lujo de volar en primera clase. Era un tren con esa apariencia. Y rápido. Y efectivo. A decir verdad, de todos estos detalles me percataría más tarde, una vez que hubiera subido a él, porque aún me encontraba en el andén.
     Algo me mantuvo distraída, no recuerdo el qué, pero cuando quise darme cuenta el resto de mis acompañantes habían subido ya al vagón correspondiente. Yo me encontraba frente al primero de ellos, el del maquinista, y temerosa de que partiera sin mí, salté a su interior. Me dejaron pasar, preguntándome jocosos si pretendía conducir el tren yo misma. Nos sonreímos y dije que no, por supuesto, haciéndoles saber que mi intención era la de recorrer todos y cada uno de los vagones del tren hasta alcanzar el mío, aquel en el que suponía que se encontraba el resto de mis acompañantes. Me indicaron qué hacer y cómo. Una información poco relevante porque era evidente que para llegar hasta el vagón de cola, el mío, habría de recorrer las entrañas del tren completamente, vagón a vagón, uno por uno, hasta llegar al último. Y así lo hice. Comencé a abrir y cerrar puertas a mi espalda. Cada uno de los vagones era absolutamente distinto al anterior. Ni mejor, ni peor, había para todos los gustos. Con más o menos pasajeros, con mesas compartidas para hacer tertulia, con sillones de aparente comodidad, con compartimentos equipados con sofás o con literas,... diseños elaborados y muy curiosos. Al avance de cada uno iba pidiendo amablemente paso, que me era cedido sin problema e iba cuidadosamente sorteando los obstáculos para no pisar ni molestar a nadie. Pasé entre algunos de ellos sin dificultad, pero atravesar algunos otros me resultó algo más complicado y hube de ser más diestra. El tiempo iba pasando, no excesivamente, pero sabía que no tardaríamos mucho en llegar al destino. Opté por no detenerme ni un segundo. Sin prisa, pero sin pausa. Y sin dejar de coger detalle de todo cuanto veía a mi alrededor. Observaba sin detenerme. Y valoraba, pero siempre adelante. Por fin alcancé mi vagón, el último del tren,  y allí estaban mis caras conocidas esperando. Lo curioso es que era un vagón restaurante, con servicio de cafetería, y contaba con una amplitud tres o cuatro veces lo habitual. Tenía espacios diáfanos, zonas de descanso, sillones de aspecto confortable,... Mi vagón era ese y al llegar lo primero que hice fue pedirme un buen desayuno. Y relajarme. Y charlar. Había recorrido el tren en su totalidad y ahora necesitaba sonreír por haber llegado donde quería. Al poco llegamos al destino. Y a partir de ahí tengo ya el recuerdo de mí misma fuera del tren, en medio de la ciudad y a punto de pasear. Revisé que mi teléfono estuviese operativo y lo metí en uno de mis bolsillos delanteros, desde el que poder percibir cualquier contacto. Podrían llamarme de un momento a otro y no quería que se me pasase por alto.
      Sé que hubo más sueño,...pero no lo recuerdo. El resto y lo que todo ello significa lo guardaré para mí. A quien me lea solo le diré que los sueños hay que escucharlos siempre, porque nos sacan de más de un atolladero. ¡Buenas noches!




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