No me
gustan los príncipes, ni las coronas. Tampoco los reinados, ni los tronos a los
que cuesta esfuerzo subirse y de los que te puedes caer si no colocas bien su
respaldo. Me gustan las personas de carne y hueso. Músculos, articulaciones,
cartílagos y sangre. Sobre todo con sangre,… ¡en las venas, por Dios! Y a ser
posible, caliente. De esa que llega a hervir ante un estímulo y después vuelve
a su ritmo acompasado en su fluir. De esa.
No me
gustan las rendiciones, ni lo que se pasa de correcto, de ecuánime, de justo en
todo momento. ¿Qué yo diga esto?, ¡sí, lo digo! Lo cortés no quita lo valiente.
Ni lo cortesano quita lo popular. No, no. Hay temas en los que uno ha de dejar
a un lado su sentido de la justicia, del control y del peso de las cosas para
dejarse llevar y ser tan humano como auténtico. Lanzarse a pegar dos gritos sin
temor a que suponga el Cisma de Occidente, un portazo con mucho respe y gesto
cinematográfico sin que el otro piense que te vas de casa definitivamente y un
adiós sentido sin que temas que se lo tomen como la despedida definitiva antes
de partir a la guerra. O al más allá, si me apuras. Y esto en cuanto a este
tipo de reacciones, porque si me meto en harina de otro costal, bien es sabido
que levanto la espada para defender las manifestaciones sentimentales en voz
alta, bien alta; clara, cristalina, bien vocalizada y sin miedo. Porque esas….
¡ay, esas! Esas ganan batallas, guerras, territorios y países enteros; eso sí,
siempre que el acceso a ellos no tenga una fortaleza de hormigón armado alrededor,
claro está, ni esté rodeado de una sima ardiente; por más que la sima ya sea
solo un badén y no ya tan ardiente, pero que ya no estimulan saltarlo.
Pues eso,
que no me gustan ni las princesas delicadas con comportamientos
preestablecidos, ni los príncipes que se pasan de corteses y luego se evaporan
como el agua a cien grados centígrados. Me gusta la gente que no puede evitar
expresarse. Que a pesar de ser considerada puede ser espontánea y saltarse las
leyes de la vida de vez en cuando. La gente que no se asusta, como decía, por
un grito, un enfado ni una pelea. La gente que sabe que bajar a la arena a
sacarle punta a las cosas es necesario y enriquecedor. La que sabe que ser
irracional de vez en cuando es delicioso y humano, y admirable. La que mide de
forma desmedida y la que cree que no es capaz de medir(se) y lo tiene todo al
milímetro. La que sube a la noria de las emociones y te invita a subir, aun en
su locura.
Me gusta
la gente de carne y hueso, sí. No quiero valses, ni podios, ni ceremoniales. No
quiero cursos de protocolo, ni medir las sensaciones. Mucho menos los
sentimientos. Y desde luego, aborrezco el enmudecerse, el callarse lo que nos
pasa por la mente y nos corre por esas venas que, ya digo, quiero bien plenas
de sangre caliente. Lo que es… ¡existe!, luego, se muestra. Se expresa. Se
dice. Se regala. Se respira. ¡Se vive! Sin miedo, sin frenos y sin lastres. Y
mañana, ¿quién sabe? Me gusta ese tipo de gente. Y me gusta ser así. Y me
enfado conmigo cuando mido, cuando silencio y cuando freno. Cuando me obligo a
pensar con la cabeza y a buscar lo estratégicamente conveniente por el bien de
¿la humanidad? Cuando controlo ciertos ímpetus y me despego del impulso. La
edad me lo va enseñando, me trae calma, sí. Me va diciendo que los tiempos son
precisos para marcar el ritmo de la vida; pero a la vez me va gritando que ese
tiempo corre en contra, se me escapa y vuela, cada vez más aprisa… Y yo aquí, en
el interior de un círculo vicioso del que no sé por dónde salir. ¿Salir de
dónde?, ¿del laberinto de la princesa? Tal vez. Y quién sabe, quizás tenga que
venir a ayudarme un príncipe que me espabile el pensamiento con un par de
verdades bien dichas, me despierte del letargo y me recuerde quién soy. Eso sí,
muy de carne y muy de hueso, como siempre. Muy de vísceras, muy de
espontaneidad y de no callarse, como siempre también. Muy de sangre caliente en
las venas. Mucha. De esa que ya se sabe que casa bien con la mía. Como siempre. Y si tiene que pincharse antes en un dedo para asegurarse, no hay problema. Que a veces esas cosas se olvidan entre tanto pragmatismo.
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