Aprendí. Y espero seguir aprendiendo.
Se aprende de los padres. De sus palabras y de sus conversaciones. De sus risas, de sus vulnerabilidades y de sus llantos. De sus silencios y de sus carencias. De sus virtudes y de sus errores. De sus cuidados y de sus despistes. De sus gestos mudos y de sus caricias.
Se aprende de los hermanos. De cuidarlos cuando son más jóvenes y de admirarlos cuando son mayores. De invertir papeles cuando pasa el tiempo. De detectar las diferencias y zambullirse en lo común. De las risas, los juegos, las peleas y el "¡déjame ahora!". De las charlas inacabables. Del hacerse mayor y ver que aman, que son padres, ¡y nos hacen tíos! Del amor compartido que no deja de crecer. De ser compañeros eternos que se adoran por más que las vidas sean volubles.
Se aprende de los libros, del cine, de la música, de la pintura,... de la cultura y del arte. De lo leído y de lo estudiado. De lo que aborrecemos y de lo que nos fascina. De lo observado, escuchado, admirado, desterrado... Y hasta de lo olvidado.
Se aprende de los amigos. De lo que comparten contigo y de lo que se callan. De sus ojos vidriosos cuando se desahogan y de las carcajadas con dos copas de más. De sus desplantes, de las discusiones y de las reconciliaciones. De sus tirones de orejas y de sus abrazos. De su visión de tu vida y de sus experiencias a las que asistes como espectador. De sus consejos y moralejas. De su cariño.
Se aprende del miedo, del que nos paraliza y del que superamos. Del patológico y del verdadero. Del fundado y del infundado. Del que se nos queda pequeño al avanzar y de echar el lastre por la borda. Del que nos hace estar alertas y del que detectas como altamente dañino. Del que impide vivir y del que nos impulsa a hacerlo con más fuerza. Del miedo a lo nuevo y a lo desconocido.
Se aprende del fracaso, de lo que no queremos repetir, de lo que ya no sirve y caducó de fecha. Del que nos deja hechos unos zorros y sin ganas de nada. Del que nos obliga a levantarnos de la cama sin tener ninguna gana. Del que nos vuelve apáticos por un tiempo. Pero también se aprende de volver a levantarnos de ese fracaso y del sacar sus conclusiones. Y, cómo no, aprendemos del éxito también, de la persistencia, de la intuición que nos dice lo que ya sabemos y sospechamos, de los pálpitos que nos provocan las personas y del estar seguros de que no nos equivocamos.
Se aprende de las nuevas oportunidades, de lo que redescubrimos cada día en nosotros, de nuestros cambios de vida, de los ojos que nos vamos cruzando y ese porqué han aparecido en nuestro camino. Aprendemos de los nuevos sentires, de otras frecuencias de sonido, de las miradas, de los besos y de los abrazos.
Se aprende del amor. Del fallido y del redescubierto. Del difícil y del que fluye. Del que nos cambia por dentro y por fuera. Del que nos hace más grande y del que nos amarra a la lucha. Del que nos vuelve valientes, nos quita el miedo y nos hace resistir. Del que nos pide superarnos y nos respeta. Y del que mandamos al carajo por insuficiente y no sentido, por falso y por hipócrita. Y sobre todo aprendemos del que nos dice por dentro que esa otra persona es un sueño, es grande, grandísima, y especialmente inesperada, llegada cuando no pensabas. Del amor admirado y tierno. Del salvaje y apasionado. Del que despedimos con un adiós muy harto, diciéndonos: ¡Ay, mira, nene/a...!
Se aprende de... ¡ufff! De todo absolutamente. De vivir. De querer evolucionar. De llorar y reír. De no pararse nunca. Y principalmente: DE PENSAR y DE SENTIR.
Jamás dejemos de aprender, pero de todo y de todos. Jamás dejemos que se pare la rueda, ni nos rindamos a ser más y mejores. Jamás nos privemos de las oportunidades ni de los nuevos retos. Y jamás, jamás de los jamases dejemos de aprender de la fuente principal: de nosotros mismos. Seguro que vamos a sorprendernos. ¡Para bien!
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