Dos
barcos navegando el mismo mar, el mar de la vida. Múltiples grutas por las que
adentrarse, miles de puertos para escoger dónde arribar. Rutas distintas.
Longevas, breves. Cada cual elegirá más o menos libremente, pero no olvidemos
aquello que decía Kavafis: El destino no es tan importante como el viaje. Yo
así lo creo. No sirve eso de “allí proyecté ir y allí he de llegar al precio
que sea”. No por terquedad y no cuando nuestra felicidad está en juego.
Me conmovió hoy un tierno video que
recogía lo que se supone son nueve hábitos de las parejas felices (http://academiaplay.es/9-habitos-las-parejas-felices).
Nueve reglas, nueve recomendaciones, nueve consejos, nueve trucos, nueve
seguros de vida para todos aquellos que deseen trabajar la salud de su unión
sentimental. Nueve para todos aquellos que quieran huir hacia delante del
riesgo inevitable de decirse adiós. A razón de: irse a dormir a un tiempo cada
noche; tener intereses comunes; caminar de la mano; confiar y perdonar;
potenciar lo que otro hace bien y no recalcar aquello que hace mal; abrazarse
al verse de vuelta a casa; enviarse mensajes durante el día; decirse buenas
noches independientemente de cómo se sientan en ese momento; y sentirse
orgullosos de estar con la otra persona.
Francamente estos pequeños detalles,
no tan pequeños pienso, se me hacen esenciales en el alimento de cada día de
una relación y no solo amorosa. El concepto de cultivar, dar de comer y de
beber cualquier tipo de relación me resulta imprescindible si queremos que
perviva. Estamos rodeados de lecciones, de pautas emocionales y planes de
acción, de terapias en las que sumergirnos con todas las ganas del mundo con
tal de hacer brillar, sacar a flote o salvar –según el caso y la fase en la que
se encuentre– esa relación. Toda la energía puesta en la dieta, pero ¿y qué
sucede con el cuerpo a alimentar? No solemos detenernos a analizar con
suficiente profundidad cuán compatibles somos con el otro, o si después del
tiempo continuamos siéndolo. Y a veces pasa eso. A veces es tanto lo
compartido, el tiempo y las experiencias, y el sentimiento, que no nos damos
cuenta de valorar cómo hemos mutado y si la relación ha mutado con ello o no.
Porque mutamos.
Los tiempos que vivimos han traído,
como es natural, cambios en el desarrollo de las relaciones sociales tan
profundos como en el resto de ámbitos que afectan al devenir humano. Afectadas
se ven las relaciones sentimentales, pues. Y entre los cambios aparece un mayor
número de casos de uniones más breves en el tiempo de lo que anteriormente se
encontraba. Matrimonios que se disuelven, noviazgos que no sobreviven, amoríos
efímeros con o sin compromiso,…etc. Siempre hubo de todo ello, en efecto, pero
nunca antes se manejó de manera tan natural, abierta y libre como ahora. Los
sentires de que nadie ha de aguantar por aguantar y de que nadie ha de
hipotecarse por algo que hace aguas los tenemos fuertemente arraigados. Y digo:
¡menos mal! Aunque nos duela, aunque nos tumbe, aunque nos cueste asumir. Soy
de una manera de ser que me hace dejarme la piel en dialogar, acordar, buscar
consenso, analizar, solucionar –o intentarlo al menos- una relación personal.
Creo que agoto todas las posibilidades y que cuando esto sucede, genero alguna
más. Lucho por ellas, ¡vaya! Y no tiro la toalla al primer obstáculo. Ahora
bien, luchar por el valor que estas tienen es una cosa, pero saber que existen
los puntos y aparte es tan necesario como lo anterior. Si no lo es más. Observo
a mi alrededor, pero cuento sobre todo con mi propia experiencia. Puesta yo
misma bajo mi microscopio obtuve –y aún lo hago- conclusiones que considero
valiosísimas por dos razones: por obvias e inevitables hoy para cualquiera con
dos dedos de frente; y por costosísimas de encajar, donde casi me quedo en el
intento y en ceguera permanente. Decir yo a estas alturas que la vida es
efímera es una perogrullada, pero no por eso hemos de dejar a un lado el
concepto, sino entenderlo en su verdadera esencia. La vida es efímera, no solo
porque desde que nacemos comenzamos a morir, no. Ni tampoco porque los días se
nos pasen casi sin enterarnos. Sino porque nuestra condición de estar
continuamente expuestos a los cambios y evoluciones hace que lo que hoy forma
parte de nosotros mañana pueda desaparecer. Hace que lo que hoy nos resulta de
todo sentido mañana deje de tenerlo. Hace que nuestro centro actual sea mañana
un satélite. Y eso no es malo. Es doloroso, duro de aceptar, un terremoto vital
en la mayor parte de las ocasiones, pero la razón estriba en que somos animales
de costumbres. Y no solo eso, somos cabezotas y el admitir que hemos de pasar a
otro escenario y a representar otro personaje nos toca el orgullo.
Las relaciones de pareja no iban a
estar a salvo de dicho riesgo, entonces. Son sin duda estas las más expuestas a
ese efecto de cambio. Y es lógico, si crecemos y variamos individualmente. Y no es culpa de nadie, sino ley de vida. Con veinte años dos personas persiguen estar juntas y encajar es bastante más fácil.
No se preguntan cómo, ni porqué, sino que tan solo responden a lo factible o no
que sea compartir sus actividades diarias. Si eso es así, es suficiente y
funciona. Amigos más o menos afines, gustos en común –aunque no sean todos,
cercanía física y caracteres no muy dispares. Pasa el tiempo,…se acercan los
treinta. Y ahí llegan los planes de adultos: vivir juntos o no; casarse o no
casarse; seguir viviendo una vida de novios un poquito más o dar un paso;
viajar o arraigarse; seguir formándose o trabajar. Primeras decisiones que
marcarán ya un primer trazo en lo que habrá de ser una ruta común o una
bifurcación. Si se ha llegado hasta ahí y se camina a la par y en equilibrio
aceptable, se podrá seguir sin demasiado conflicto. Ahora bien, si aparecen
discrepancias importantes y consiguientes cesiones por alguna de las partes, el
futuro no viste demasiado bonito. Suele ser común que en tales casos una de las
dos partes ceda respecto a los verdaderos deseos que lleva por dentro en ese
momento. Quizá no es su tiempo para dar un determinado paso, quizá no vea clara
una convivencia, ni una paternidad o un matrimonio; quizá sus necesidades han variado con el paso del tiempo. Ha crecido y ha cambiado, pero quiere a la otra
persona y hará lo que sea por conservarlo. Tras el alejamiento y ambos deciden salvarse.
Y en tal caso uno sacrifica y el otro consigue algo
que estaba en sus planes, pero que, lamento decir, no goza de la autenticidad
que imaginó en inicio. Ambos han comenzado a estar pegados por sentimiento,
pero no por un mismo proyecto de vida. O ya no. Y ya dentro de la treintena,
los planes se consolidan. Si se han embarcado en tal situación, una de dos: o
todo revienta y los proyectos no llegan a iniciarse, ninguno de ellos, o se
tira hacia adelante y se empieza a construir. Pero el peligro se encuentra en
que uno de los dos construye sobre cimientos embarrados y entra en el juego con
ese sentimiento de haber cedido parte de su yo. Quizá oscile. Quizá ni siquiera sea consciente
aún de ello, o no siempre; pero ha cedido y es algo que está ahí, latente y
esperando a salir a la superficie. Por periodos se siente muy feliz, pero hay
algo que intermitentemente aflora: insatisfacción personal. Algo absolutamente
individual a pesar de sentir amor por el otro. Y con ello ese amor cambia de
aspecto, teniendo más tintes de cariño familiar -grande, por qué no-, que de
otra cosa. Ni se sentirá satisfecho, ni satisfará al otro. Y uno se convertirá
en verdugo que condena a una vida no elegida por completo y verá, reprochando,
cómo quien lo acompaña se desdibuja en entusiasmo y ganas. Y el otro comenzará
a sentir una mezcla de cariño que aún pervive, rencor por su carcelero, culpa
por haberse dejado de dar del todo y enfado con uno mismo por no tener la
valentía de romper con esa vida. Naturalmente se compartirán espacios que aún
llenen a ambos, pero no será ya suficiente. Nunca más. Porque las vidas
hipotecadas acaban explotando.
Alimentar una relación como decía el
video es indispensable, pero hay que saber si los integrantes de esa relación
siguen teniendo la misma dieta o si la tuvieron alguna vez y por igual. Darnos
la mano, hablar y comprender, comunicarnos efectivamente, tener detalles,…
asistir a terapia de pareja incluso, sí, pero más que eso, antes que eso, saber
si somos dos barcos que pretenden llegar al mismo puerto. Yo tardé mucho tiempo
en darme cuenta de ello. Me resistí a ver dónde estaba el fallo. Si aún sentía
algo por dentro, por algo sería me decía. Eché de menos, lloré, sentí carencia,
flaqueé, dudé… Y era natural, porque sentimiento siempre hay. Y perdura. Pero
cambia. Y tras ello, llegó la comprensión de lo que aquí reflejo hoy. Observar
y diagnosticar correctamente, por mucho que lográsemos en común, por mucho que
invirtiésemos en ello y por mucho que sea lo compartido. Porque una vez que
entendemos, asumimos, aceptamos y podemos seguir adelante. Queriendo incluso,
pero de otra manera. Y siendo libres para vivir eso que no pudimos.
Por todos aquellos que han tenido
que enfrentar algún adiós, por más que duela. Por mi gente, esa que sabiamente
un día abrió su mente y entendió el concepto de las relaciones humanas. Por
aquellos a quienes quiero y tras dejarse la piel en algún adiós, emergieron
comprendiendo. Por los que aún luchan por encender esa luz. Por la persona con
la que compartí casi la mitad de mi vida y a quien tuve que decir
"adiós", para poder decirle hoy "hola" en otro ámbito
también muy bello. Por mí misma; por darme cuenta y, tras caer bruscamente
lograr levantarme, sabiendo que los años hacen que cambie el decorado sin que
por ello esas personas desaparezcan del todo. Por desanclarnos de la
obstinación y de los seguros de vida caducados y abocados al fracaso. Por
oírnos. Por la autenticidad.
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