"No, amiga, no. Tres cuartos de las cosas que nos suceden vienen llamadas por nosotros. Y no me estoy refiriendo a leyes de la atracción, ni a nada por el estilo. Me refiero a que nos quejamos de experiencias que no nos hacen bien, que nos hieren o incluso nos hunden, y a que, viéndolo como lo vemos, de forma cristalina, no hacemos nada por remediarlo y salir de ahí. Tan sencillo como lo siguiente, amiga: si el resultado es negativo, sal de la ecuación. Eliminarse uno mismo de determinadas situaciones es a veces la única solución posible. Echarse a un lado o desvanecerse definitivamente. Culpar a lo externo de que algo nos va mal, siento decirte que tiene fecha de caducidad. Te sirve en un inicio, muy al principio del suceso cuando aún estás calibrando la situación, pero después se te van agotando los derechos de queja. Los permisos, los bonos,... Y una vez que eso ocurre, ya solo resta ser resolutiva y actuar. No, amiga, no. Nada ni nadie tiene la responsabilidad, ni tampoco el poder, de hacernos infelices eternamente. Un hecho o una persona pueden provocarte un daño en origen, pero el resto del tiempo eres tú misma, por permanecer a tiro".
Ese es mi discurso eterno. Para los demás y para mí misma. Suele ir complementado con aquello de que desde fuera del problema es fácil aconsejar de forma tan analítica y de que lo tengo en cuenta. Suele ir acompañado de que comprendo que tomar ciertas decisiones en las que las emociones o los sentimientos interfieren o mandan no es cosa sencilla. ¿Cuántas veces nos vemos obligados a poner en la balanza determinadas situaciones que nos atrapan? Muchas, demasiadas. Y todas ellas ácidas, provocan una quemazón por dentro caiga el platillo del lado que caiga. No hay decisión buena. No hay parto sin dolor, ni males menores. Las encrucijadas es lo que tienen. Por eso nos atascan, porque el remedio es, casi siempre, drástico y diría que hasta sangriento. Requiere lanzarse al vacío, pero no para caer de pie, no lo creas, sino para estellarse contra el suelo y provocar que lo lleven a uno a recibir cura. Claro que sé que no es sencillo, que tiene parte de suicidio incluso, y por ese motivo no suelo presionar a quien me escucha esas palabras. Mi labor es la contraria, precisamente. Pero,... ¿y cuándo me lo digo a mí misma? Ahí la cosa se complica, porque la análitica y la emocional son la misma persona, curiosamente yo, por lo que abstraerme de esa pelea se torna en algo absoluta y completamente... ¡imposible!
¿Cómo hace una para enfriarse como un témpano cuando la ocasión lo requiere?, ¿cómo hace una para que los sentimientos no estorben ni hagan perder el Norte?, y lo que me resulta aún más difícil: ¿cómo hace una para dejar de ser la que es por un momento, para despegarse la ternura, la peculiar comprensión de lo incomprensible, para quitarse un pedazo de bondad? Sé que se puede y que sé hacerlo, porque al final todos podemos. Sé que es preciso y casi obligado para salir de todo aquello de lo que haya que salir.
De todo ello hay que eliminarse a una misma siempre. Pero no ahora, con cuarenta. Con cuarenta, con veinte y con sesenta. No importa la experiencia que tengas. Todos deberíamos poder y saber hacerlo. Y lo más curioso es que a veces ni siquiera hay que trazar un plan, ni hacer nada en concreto. Tan solo saberlo, respirar y dejar que las cosas y los actos de los demás se vayan revelando. Pero hay que salir de las operaciones que no cuadran. Porque cuando la ecuación está mal planteada el valor de la equis nunca será el correcto.
Aunque ello requiera traicionar una parcela (esencial) de mí misma.
¿Cómo hace una para enfriarse como un témpano cuando la ocasión lo requiere?, ¿cómo hace una para que los sentimientos no estorben ni hagan perder el Norte?, y lo que me resulta aún más difícil: ¿cómo hace una para dejar de ser la que es por un momento, para despegarse la ternura, la peculiar comprensión de lo incomprensible, para quitarse un pedazo de bondad? Sé que se puede y que sé hacerlo, porque al final todos podemos. Sé que es preciso y casi obligado para salir de todo aquello de lo que haya que salir.
De lo que no me haga feliz, así, sencillamente.
De lo que me corte las alas -que las tengo-, y no me deje ser yo misma.
De lo que me apague la luz que proyecto, haciéndome dudar sobre quién soy.
De lo que no me haga sentir especial y esencial en ese micromundo.
De lo que no me necesite para vivir y asuma bien la pérdida.
De lo que no me dé mi lugar en el mundo.
De lo que no me eche de menos, si no estoy.
De lo que me coloque como opción y no como prioridad.
De lo que me nombre como una mera experiencia más.
De lo que me nombre como una mera experiencia más.
De todo ello hay que eliminarse a una misma siempre. Pero no ahora, con cuarenta. Con cuarenta, con veinte y con sesenta. No importa la experiencia que tengas. Todos deberíamos poder y saber hacerlo. Y lo más curioso es que a veces ni siquiera hay que trazar un plan, ni hacer nada en concreto. Tan solo saberlo, respirar y dejar que las cosas y los actos de los demás se vayan revelando. Pero hay que salir de las operaciones que no cuadran. Porque cuando la ecuación está mal planteada el valor de la equis nunca será el correcto.
Aunque ello requiera traicionar una parcela (esencial) de mí misma.
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