Yo no soy una más. Ni tampoco una menos.
Que a veces se me olvida y debo recordármelo,
o tal vez aprenderlo como si fuera nuevo.
En días como hoy, grises de otoño, empapados el alma, el humor y ganas, el cuerpo y los recuerdos, es fácil pasear por la calle sin mirar los cristales y sin mirar las caras. Transportarse tan solo de un lugar para otro, casi invisible, casi. Sin hacer ruido apenas, puntilleando el pie. Calándome el paraguas hasta el cuello, enfundada en mi piel y con el gesto neutro. Y no hay cafés que sirvan, que despierten los ojos, ni el espíritu, que quiten los bostezos de un sueño inexistente. No hay remedios. Tan solo uno, quizá, pudiera ser, veremos....
En días como hoy, que no se espanta el agua, un jarro de agua fría podría despertarme. Tal vez lo hiciera. O un soplo de aire fresco. Quizá ambos. ¿Y cómo? Muy sencillo: mostrándome quién soy. Expuestos como estamos a diez mil decepciones, tropiezos, contratiempos, algunos nos derriten la figura de cera que formamos. Borran nuestro dibujo. Desfiguran las formas. Nos quitan los colores. Palidecen la piel. Yo no soy menos. A veces, entre tanto pensar comportamientos, entre tanto asumir y aceptar que las cosas no siempre son de color rosa, me hago más pequeñita. Me preparo un café y un trozo de modestia y al segundo bocado lo confundo con falta de valores, cualidades, de rasgos atrayentes. Satisfecha estaría, que no puedo quejarme. Que no debo tampoco, siquiera se me ocurre. Pero me veo gris, más bajita y más tenue, más del montón, menos inteligente, nada guapa, agradable tal vez, pero... Maldita esa cabeza que se deja llevar por cosa absurda. Sé que nos pasa a todos. Que hay momentos tan sosos, tan espesos, que atacan hasta el fondo, allá donde guardamos nuestro conocimiento. Y nos vemos distintos. Y no reconocemos quiénes somos. Nos volvemos idiotas en días como hoy.
En días como hoy...
... Acabo de decirme: ¿tú estás boba, María?, ¿a qué viene esa idea? ¡Espabila! En días como hoy echo los restos y me enfrento a una debilidad con este texto. Aquí lo ofrezco.
A veces se me instala la tontería, ya lo sé. Vale que todos pasamos por nostalgias, por momentos de duda en uno mismo y de autoestima herida, pero eso no es excusa. Si hoy planteo esto es precisamente porque peco bastante de eso último, de hipersensibilidad y exceso de autocrítica cuando algo no me sale o me hace daño. Algo sentimental, emocional, dicho sea de paso, porque en otros ámbitos no me ocurre lo mismo. Y justamente en ello, en tratar ese asunto y en enfocarlo bien me encuentro últimamente. Y en ese tratamiento radica precisamente la razón de estas lineas, me vais a perdonar. En hacerme terapia a mí misma, en abrirme los ojos y en compartirlo. Y si de paso hay quien siente algo igual y le parece extraño o imposible que también yo lo sienta, aquí lo tiene. No sé la causa aún de tal vulnerabilidad, aunque terminaré averiguándola tarde o temprano. Tiempo al tiempo. Pero sé que poseo una excesiva propensión a sacarme mis faltas cuando se dan circunstancias como las antes mencionadas. Para quien me conoce en el día a día resulta esto un tanto chocante, pero así es, de veras. Según sus opiniones transmito seguridad en mí misma, en la gente, y no me corresponde ese rol de quien no reconoce sus virtudes y pone a desfilar fácilmente aquello no perfecto. Evidentemente esto último existe, hay variedad, pero no sé por qué necesito decirlo muchas veces, como si el hecho de reconocer lo bueno y lo bonito que hay en mí me diese vergüenza. Y seré más precisa, más que ese pudor, más que vergüenza, se trata de una relativa obsesión por demostrar modestia respecto a mis cualidades. Oírlas de alguien más, lo que debería ser cosa natural entre mentes y relaciones sanas, no me incomoda en absoluto, al contrario, me gusta. Medicina en su justa medida que todos necesitamos de vez en cuando. Pero me resulta del todo inevitable intervenir tras oírlo y quitar hierro. Atenuar el piropo o el triunfo achacado y agradecerlo lo suficiente. Que no se queden cortas esas gracias. Esa es mi reacción, no la puedo evitar. Hasta ahí asumible. Tampoco es para tanto, creo yo.
Pero existe otra cara de la moneda y esa es absolutamente íntima y unipersonal: cómo encajo yo virtudes y defectos conmigo misma. Pues de un modo un tanto raro. Y es que mientras escribo esto, me estoy diciendo que soy incongruente y así es. Creo, casi que estoy segura, que me conozco bien. Conozco así, por tanto, mis gracias y mis faltas. De estas últimas hablo habitualmente, reflexiono y trato de enmendarlas. Pero las primeras son harina de otro costal. Incongruente, sí, porque las reconozco al mirarme a mí misma. Me gusta como soy, a pesar de lo dicho. Me encuentro satisfecha con aquello que destaca de mí y hasta con determinadas imperfecciones. Mi físico, por ejemplo, me agrada, lo muestro normalmente, sin rasgarme las vestiduras y con una pizca de coquetería, justo hasta ese límite. Cambiaría unas cuantas cosas, claro que sí, pero en conjunto me siento satisfecha. No hay más trasfondo que verme en un espejo antes de salir o en una foto concreta y decirme: ¡me gusta! Y sonrío como una niña pequeña. Y ante un piropo externo, bonito, de buen gusto, reacciono igual. Tampoco hay más allá. De nuevo la niña pequeña asoma. Y vuelvo a sonreír. Me tomo mis molestias en tener buena imagen, pero ¡es que lo disfruto, me divierto! Desde siempre es así. Por lo que se refiere a mi profesión, a mi intelecto, me llena lo que soy. Tremendamente. Me gusta cómo lo enfoco, lo que consigo y hacia dónde voy. Y sé que soy una mujer inteligente, culta y en continuo aprendizaje. Y en lo sentimental,... ese es mi fuerte, lo sé bien. Mi forma de querer no es cualquier cosa. Me entrego hasta lo más profundo. Es mi valor seguro, mi corazón. ¿Veis?, soy capaz de ver eso. Aquí lo tengo.
Pero existe otra cara de la moneda y esa es absolutamente íntima y unipersonal: cómo encajo yo virtudes y defectos conmigo misma. Pues de un modo un tanto raro. Y es que mientras escribo esto, me estoy diciendo que soy incongruente y así es. Creo, casi que estoy segura, que me conozco bien. Conozco así, por tanto, mis gracias y mis faltas. De estas últimas hablo habitualmente, reflexiono y trato de enmendarlas. Pero las primeras son harina de otro costal. Incongruente, sí, porque las reconozco al mirarme a mí misma. Me gusta como soy, a pesar de lo dicho. Me encuentro satisfecha con aquello que destaca de mí y hasta con determinadas imperfecciones. Mi físico, por ejemplo, me agrada, lo muestro normalmente, sin rasgarme las vestiduras y con una pizca de coquetería, justo hasta ese límite. Cambiaría unas cuantas cosas, claro que sí, pero en conjunto me siento satisfecha. No hay más trasfondo que verme en un espejo antes de salir o en una foto concreta y decirme: ¡me gusta! Y sonrío como una niña pequeña. Y ante un piropo externo, bonito, de buen gusto, reacciono igual. Tampoco hay más allá. De nuevo la niña pequeña asoma. Y vuelvo a sonreír. Me tomo mis molestias en tener buena imagen, pero ¡es que lo disfruto, me divierto! Desde siempre es así. Por lo que se refiere a mi profesión, a mi intelecto, me llena lo que soy. Tremendamente. Me gusta cómo lo enfoco, lo que consigo y hacia dónde voy. Y sé que soy una mujer inteligente, culta y en continuo aprendizaje. Y en lo sentimental,... ese es mi fuerte, lo sé bien. Mi forma de querer no es cualquier cosa. Me entrego hasta lo más profundo. Es mi valor seguro, mi corazón. ¿Veis?, soy capaz de ver eso. Aquí lo tengo.
Lo que acabo de hacer, así sin anestesia, es todo un hito para mí. Colocar uno tras otro y sin cortarme mis rasgos más notables. Pero donde se halla la fortaleza se encuentra la debilidad, ya lo he contado. Dudo tremendamente al menor tropezón. ¿Inseguridad? Sé que es fácil achacarlo a eso, pero ni siquiera estoy muy convencida de que se trate de ello, por cuanto ya dije que estoy satisfecha con cómo soy. El caso es que dudo, sí, dudo de que quien está a mi lado contemple esas cualidades en mí. Desaparecen todas de un plumazo, por más que yo supiera que esas precisamente fueron núcleo de atracción. Tiene que recordármelo, porque a la mínima me pongo manos a la obra a diseccionarlos. Y aún peor que eso, a punto estoy de llegar a creérmelo y de que se me olvide quién soy cuando hay mal tiempo. Que no soy una más. Ni tampoco una menos. Que sé que tengo rasgos que me hacen única y diferente. Que no me pasa nada por decirlos una de cada diez veces que señalo mis fallos. Que sé que esa es también una parcela -que no la única- de quererme a mí misma. Y por esa razón voy a tratar de grabármelo a fuego para días como hoy. Para tiempos difíciles.
Que María solo hay una y que sabe muy bien pisar bien fuerte y clavar el tacón a cada paso, caminar con salero, hablar con elocuencia, hacer un guiño y mover el cotarro. Provocar emociones, sacarte la ternura o ponerte a pensar y revolverte. Darle la vuelta a todo, pintarse las pestañas, colocarse su mundo de sombrero y salir a bailar. Yo no soy una más. Ni tampoco una menos. No se te olvide nunca. Pero sobre todo, que no me olvide yo.
Que María solo hay una y que sabe muy bien pisar bien fuerte y clavar el tacón a cada paso, caminar con salero, hablar con elocuencia, hacer un guiño y mover el cotarro. Provocar emociones, sacarte la ternura o ponerte a pensar y revolverte. Darle la vuelta a todo, pintarse las pestañas, colocarse su mundo de sombrero y salir a bailar. Yo no soy una más. Ni tampoco una menos. No se te olvide nunca. Pero sobre todo, que no me olvide yo.
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