CUANDO LAS COSAS SE NOS VAN DE LAS MANOS
By María García Baranda - agosto 04, 2016
Irse
las cosas de las manos, salirse de madre, sobredimensionarse, perder el
control… Lo llamemos como lo llamemos se entiende que sentimos ese efecto
cuando un asunto se hace más poderoso que nosotros mismos, es decir, perdemos
la perspectiva del mismo y con ello la cordura hasta sacar de quicio incluso el
más mínimo detalle.
¿Qué
lo provoca? Diría que un exceso de tratamiento, una entrada en espiral en la
depositamos más energía de la prevista hasta no ver la panorámica del cuadro
que hemos de resolver. Pecar de obsesivos, al fin y al cabo. Al respecto, si
tiro de memoria, reconozco que hace un tiempo ya que al darme cuenta de que
todo cuanto teníamos por delante en la vida requería un gran esfuerzo,
constancia, horas de trabajo y perseverancia, me lancé en picado a dejarme la
piel en cada asunto que se me ponía por delante. Los estudios, las relaciones
familiares, la propia supervivencia, el trabajo, el amor, los actos cotidianos…
Cualquiera que fuera la cuestión a resolver, era invadida por una sobredosis de
entrega que en muchas ocasiones me llevaba a explotar y quemarme en el intento.
En muchas de las metas llega a término, en otras no. Pero fuera cual fuera el
final de prenderme en llamas no me libraba nadie. Hace mucho tiempo ya que
alguien de cerca, de dentro de hecho, me dijo que quizás debería plantearme un
poquito menos de intensidad, por más que sacrificase en ello un pelín del
resultado, pero teniendo en cuenta que quizás así me protegería del
agotamiento. “Haz un poco menos”, me decía. “Sé práctica y economiza energía,
que en esta vida tampoco hace falta irse en sangre”. Era mi hermano y no lo
recuerdo con exactitud, pero debía de tener unos trece años cuando me dio ese
consejo. Recuerdo que entonces me expliqué y justifiqué -¡cómo no!-, aduciendo
que detrás de cada empresa que enfrentamos solo hay un secreto: el esfuerzo. No
he cambiado radicalmente de opinión desde aquello, pero si he variado la
perspectiva y su significado.
La
potencia sin control no sirve de nada. Frase de anuncio. Y gran verdad. Y yo
misma lo he experimentado y experimento bastante a menudo. Sé bien que se
siente cuando los asuntos se me van de las manos. Con entrega enfermiza llego
casi siempre a desfondarme en el trayecto. Y el peligro no es ya mi agotamiento
emocional y psíquico, sino que en ese transcurso pierdo la perspectiva de las
cosas. Por lo que respecta a mis asuntos más íntimos y al desarrollo de mi vida
personal, me prometí a mí misma ir en busca de lo sencillo, de la fluidez de
las cosas, de la simplicidad de aquello que se da por sí mismo. Y me puse a
ello. Descarté lo que no cumplía esas condiciones y me sentí atraída como un
imán por eso otro que resultaba bello y perfecto en su pura sencillez. Pero
olvidé que casi nada en esta vida y menos aún a determinadas edades carece de
conflictos y complicaciones. Y comencé a abrir la horquilla. Se perdía por el
camino parte de la frescura de su simplicidad, parte de la inocencia y a cambio
brotaban aquellas cuestiones que a todos nosotros acompañan y que por humanas
son entendibles. Dudas, complicaciones, miedos rancios, satisfacciones a
medias, cuentas pendientes,… Fuera como fuera, en parte debido a mi propia
experiencia y en parte a una determinada capacidad comprensiva, comencé a hacer
concesiones que nadie de pedía y mucho menos me imponía, prescindiendo de esa
búsqueda de la sencillez. Todo parecía complicarse por momentos, se requería el
doble salto mortal. Y luego el triple. Y después filigranas múltiples. Y la
demanda partía única y exclusivamente por mi parte, lo que hizo que en mi mente
se instalase a vivir de manera perpetua la idea del sacrificio por un bien
supremo. Y se me fueron las cosas de las manos, porque sacrifiqué ese sueño
inicial un tanto inocente y perdí con ello la perspectiva del asunto. ¿Y cómo
ocurrió eso? Saqué a relucir todos mis demonios. Me había jurado tenerlos a raya,
vigilarlos con el rabillo del ojo y ser consecuente, pero no lo conseguí. Me
sentí de un millón de formas distintas, todas negativas y de esas que te hacen
preguntarte qué demonios haces y saber que el circuito tiene un fallo. Pero en
el análisis de la situación sabía también que no todos mis fantasmas eran
fundados por las circunstancias, sino que muchos de ellos procedían de mis
asuntos sin resolver. La cuestión es que tal y como titulo, sentí y supe que mi
vida íntima se me había ido de las manos, porque estaba perdiendo la capacidad
de detección de la realidad de las cosas. No voy a flagelarme por ello, ni
tampoco voy a descargar la causa en el exterior, pero lo cierto es que a día de
hoy sé que he de volver a mis orígenes, volver a ser yo. No puedo instalarme en
errores pasados de los que se supone que aprendí. Tampoco puedo hacerme sufrir
a mí misma ni castigarme en exceso por aquello que hago mal. Ni desde luego cerrar
los ojos a lo que no favorece mi estabilidad.
¿Qué
vas a hacer al respecto?, podrían preguntarme. Lo explicaré con una metáfora
cuya moraleja no es otra que la de pedir ayuda. Un paciente de una enfermedad
relativamente grave ha de aprender a convivir con ella. Tal vez consiga
curarse, con suerte podrá llevar una vida normal, pero es muy posible que haya
de tener un especial cuidado y procurarse ambientes que potencien su correcto estado
de salud y así hasta lograr una vida absolutamente normal. O casi. Pues en este
caso es igual. Como todos arrastro heridas conmigo. Algunas curaron. Otras
dejaron cicatrices profundas. Y algunas otras abren al menor soplo de aire. He
de procurar por tanto no exponerme a excesivas situaciones de riesgo. Eso no
significa que viva o quiera vivir entre algodones. ¡Ni hablar! Pero entre eso y
estar expuesta a corrientes de aire continuas hay un término medio. Para ello
he de poner mucho de mi parte, pero no puedo hacerlo sola. Necesito ayuda.
Ayuda de los que me rodean, de forma que me faciliten con gestos muy, muy
sencillos, mi tranquilidad, diciéndome con ello: “conmigo estás a salvo”. Es la
mano tendida que me atrevo a pedir. No necesito más y solo se traduce en
comunicación y diálogo, transparencia y mucho tacto. Si no fuera preciso lo
haría sola, como casi siempre, pero es justo que lo requiera de los míos cuando
he llegado a un punto en el que se me hace esencial. Esencial para mantenerme
cuerda, para no sufrir, para no perder mi norte, para no ser injusta ahogada en
pérdidas de perspectiva. Y sobre todo, para no tener que huir para salvarme.
Las
cosas se nos van de las manos. Complicamos lo sencillo, cuando sabemos que
simplificando aprovecharíamos estos cuatro días que aquí tenemos. Por creernos
eternos y por pensar que tenemos más vidas que un gato, pero con ello es esa
supuesta séptima y última la que dejamos escurrirse entre los dedos cuando ya ha
tomado un color gris parduzco.
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