Nunca
lleves a las personas al límite, porque no imaginas lo que son capaces de
hacer, de pensar, de decir y de sentir. Deberíamos trazar una frontera
intransferible e invisible que señalara el abismo que separa el bienestar
propio del de el de al lado. Porque en esta vida no todo vale, ni podemos
forzar el columpio hasta caernos. La cuestión es que solemos decir que nuestra
libertad termina donde empieza la del otro y eso mismo ocurre con la
felicidad, el cuidado o los posibles daños que hacemos a las personas
importantes de nuestra vida.
La
cuestión es que, partiendo de la base de que todos tenemos un EGO necesario e
inevitable, el tamaño de este o el alimento que le demos puede ser fundamental
a la hora de convivir con los otros. Nuestro ego nuestro es. Hay quien lo
tiene enorme por naturaleza propia, lamentablemente gigantesco. Hay quien mira
demasiado hacia él. Hay quien lo tiene calibrado en su justa medida para no
carecer del amor propio necesario. Y hay quien lo tiene tan dañado que necesita
sobreestimularlo para paliar sus dolores y taras. Sea como sea, cuando miramos en
exceso a nuestro ego, a nuestro ombligo, cuando lo ponemos entre algodones por
pánico a sufrir y lo protegemos en demasía, ahí llega el momento en el que dejamos de plantearnos el
posible daño que podemos llegar a hacer al resto. Perdemos la capacidad de
empatizar. Nos autojustificamos en cada acción que llevamos a cabo, diciendo
que está bien hecho, que hay una causa y que no nos equivocamos. Y no es que
pretendamos el mal ajeno, pero nos hemos acostumbrado tantísimo al lamento y a
la autocompasión que llegamos a actuar sin orden ni concierto. Miramos solo hacia nosotros mismos y dejamos de mirar a y por los demás. Es humano,
naturalmente, pero trae consecuencias.
Directamente
relacionado con esto se encuentra la acción e influencia de la pasta de la que estamos
hechos. Esa que menciono ya en el título de este artículo. El tamaño de nuestro
ego –permanente o transitorio por las circusntancias puntuales que atravesamos- entra en
contacto con nuestros principios y creencias morales. Usamos la expresión: ¿de
qué pasta estás hecho? Porque sí, estamos hechos de una pasta en concreto, la
que sea, que no es otra que la esencia de nuestro carácter. Cada uno de
nosotros tiene un conjunto de principios y bases, morales o éticas, que marca
su conducta. Son el tuétano de su ser, de su carácter, y pase lo que pase en su
vida las mantendrá intactas. Después, un poco más en la epidermis se encuentran
las creencias y principios que admiramos, que trabajamos en nosotros mismos y que
deseamos mantener en todo momento. Esas son algo más vulnerables, porque se
exponen a situaciones adversas, y en tales casos no siempre son fáciles de conservar.
El tercer grado es el conjunto de rasgos y principios morales que anhelaríamos
y admiramos en otros y que por taras propias, por inseguridades y otras muchas
causas no llegamos a forjar. De los casos de ausencia total de ellas no hago
referencia, porque esos seres no entran dentro de mis pensamientos en este
instante. De esos tres tipos de valores que poseemos o podemos llegar a poseer
me interesan especialmente los del segundo tipo: los vulnerables o maleables ante
las inclemencias. Y es que la que mayor daño les hace es, precisamente, la que provoca nuestro
propio ego. Ahí fuera, a lo largo de la vida, nos dañan, nos tumban, nos hacen
felices, nos enriquecen, pero también nos destrozan y nos decepcionan. Dichas
vivencias tienen un efecto directo sobre nuestro ego. O bien nos hacen más fuertes,
sabios, profundos,… llamémoslo equis; o bien nos modifica radicalmente. Y ahí
podrá ser mermando nuestra autoestima o engordándola. Lo cierto es que el
órgano invisible expuesto a ese cambio es el ego, porque a partir de ahí es el
que moverá nuestras acciones. Y es un peligro, porque no todo vale. No toda
conducta sirve bajo el halo de estar pasando un mal momento, de haber sido
herido, de haber sufrido o de estar sufriendo, de enecesitarlo por encima de todo. La supervivencia que perseguimos
en esos malos momentos no pasa por procurarnos un bienestar cuando el de
alguien más está en juego, menos aún cuando no se trata de un bienestar vital.
Eso es lo difícil, ¡nos ha jodido! Ser capaces de diferenciar quién merece una
determinada actuación por nuestra parte y quién no. No olvidar a quién tenemos
delante, culpable o inocente de nuestros desvelos, y ser coherentes con eso.
Coherencia que vendrá sola si tenemos nuestro ego bien calibrado, como decía.
¿Y en qué se traduce todo ello? En no perder dos condiciones que para todos
cuantos me conocéis son de ausencia imperdonable: la empatía y el altruismo o generosidad
sentimental.
¿Me
pregunto aquí de qué pasta estoy hecha? Yo sí lo sé. Sé cuando esa pasta no ha
sido de calidad suficiente y sé también cuando ha sido de calidad extra, del
mismo modo que sé el estado en el que está hoy. Y siempre defenderé, por propia
experiencia, que todos somos capaces de lo mejor y de lo peor. Dentro de los límites
normales, naturalmente. La mayor parte de la gente ni es un ángel ni es un
demonio, es solo un ser humano más o menos frágil, según el caso. Pero la coherencia es ese bien supremo que habremos de conservar entre
algodones. Coherencia de vida, digo. Para no dañar, para no dañarnos. Para no
matar y para no perder. ¿Podríamos no hacerlo? Claro que sí. Nuestra vida es
nuestra y solo es una. Y la primera persona a la que debemos lealtad, como
siempre escribo y digo, es a nosotros mismos. Ahora bien, esa opción trae
consigo un precio, tasa obligatoria y de la que no hay manera de huir:
pérdidas, que cada uno valorará como asumibles o no asumibles. Y no hay más
truco. Pensar en uno por encima de todo, hasta en lo más banal suele traer daños ajenos y las consiguientes decepciones, y eso hemos de saberlo. A partir de ahí cada cual es libre de vivir como quiera, de decidir, de valorar, de elegir,... Con coherencia, siempre con absoluta coherencia hasta cuando nos disparatamos. Y si la fastidiamos, no nos quejemos luego porque ya dije que nuestra felicidad termina donde empieza la de el del al lado y en esta vida no se puede tener todo.
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