Comprender
la labor creativa de escribir es entender el alma de un autor. Cada curso
académico al enseñar literatura a mis alumnos, estos me formulan una serie de
preguntas que siempre se repiten. Especialmente los más pequeños, los de doce,
trece, catorce años. Están comenzando a asomarse a eso que es la literatura y
hasta el momento tan solo conocen su nombre y que es algo así como esa cosa de
los libros y cuentos. Escucho sus preguntas y a pesar de tenerlas muy oídas, me
quedo siempre quieta y en silencio tratando de buscar la fórmula perfecta para
que lo entiendan de una vez y para siempre. Para que nunca olviden qué es la
literatura. Para que se emocionen a mi mismo compás y para captar sus almas sin
remisión. Lo primero que llega a sus ojos siempre es la definición de libro de
texto, esa que lo acota como la obra artística compuesta mediante el uso del
lenguaje literario y con el fin de contar una historia, expresar unos
sentimientos o trasladar las vivencias de unos personajes a través de su propia
voz. Eso está muy bien, pero a pesar de teorías a mí no me convence como
primera cucharada de un jarabe que pretendo dulce y continuo, y de voluntaria
toma a lo largo no ya de seis años académicos, sino de toda su vida.
“¿Por
qué escribe un autor?”, “¿se lo inventa todo?”, “¿tanta imaginación tiene?”, “¿por
qué hablan así de raro?”, “¿planean su forma de escribir de antemano?”, “¿se
dicen: voy a hacer dos metáforas y un hipérbaton en estos versos?”....
Preguntas que escucho cada año y que siempre, siempre, me hacen pensar lo
mismo: es lo más difícil a lo que tengo que enfrentarme en mi tarea docente
desde el punto de vista del conocimiento, porque no enseño a pensar, he de
enseñar a sentir. Tal momento viene a mí al abordar el primero de los temas
literarios del curso e igualmente cuando les cuento eso de que yo escribo,
porque lo necesito como el respirar. Al oírlo siempre esbozan una sonrisa un
tanto orgullosa y un “ohhh” de sorpresa. Y yo sonrío, porque en ese momento
ellos –inocentes y generosos- sienten que están frente a una escritora de
renombre. Y sí, me quedo quieta y en silencio. Y ahora soy consciente de que
siempre reacciono del mismo modo, espontánea y naturalmente, ante la cuestión
más difícil de explicar. Suelo sentarme en mi mesa. No en la silla que acompaña
a mi mesa, no, sobre la mesa. Con ese gesto siento cercanía y es que lo ideal sería
poder tomar a mis veinticinco alumnos de una de sus manos y acercárselas a mi
pecho para que notaran mi pulso cuando transmito qué es literatura, qué es
escribir y por qué escribe un escritor. Miro a sus ojos también silenciosos y
me digo a mí misma que el arte no se explica ni se define. El arte se siente. Se
ama y se aborrece. Y ahí, sentada sobre mi mesa, como decía, llevo la palma de
mi mano a la boca de mi estómago, esbozo una sonrisa muy leve y antes de
comenzar a hablar tomo aire hondamente de una forma en la que ellos pueden percibir
como mis pulmones se hinchan y se deshinchan en un suspiro. Sin soltar mi vientre les digo: “La
literatura, una novela, un poema,… no se piensa, se siente. No sale de la
cabeza, sale de aquí de la boca del estómago y de las entrañas. Sale del
corazón. Y vosotros al leerlo no la entendéis únicamente, la sentís; también
aquí en las entrañas”. Y ellos, al oírme dudan entre pasarse a mi surrealismo o
dejar que fluya el concepto aun sin haberlo entendido del todo. Y leeremos y
les haré crear, porque así y solo así, notarán como son entonces sus propias
entrañas las que laten solas. Clic.
La
literatura es arte, sí, pero cuando ya sale horneada, porque en su esencia,
girón a girón, no es más que el desahogo de su autor. Docenas de sentimientos y
de pensamientos que ya no le caben dentro y que ha de extraer para hacer sitio
a los siguientes, para entenderse, para no morir de felicidad o de tristeza,
para ser capaz de tomar decisiones y para no sucumbir de impotencia ante
ciertos aspectos de la vida. Es el matrimonio perfecto entre su cabeza y su
corazón, entre su consciente y su subconsciente. O su divorcio definitivo. Depende.
Es una disección de sí mismo. La literatura es belleza en estado puro y como la
pintura cambia la escena de autores y lectores. De por vida.
Seguiré
explicando el concepto a mis alumnos de igual modo. No conozco otro. Desde la
raíz del corazón. Sintiendo y tratando de hacerles entender que un escritor
pinta con las palabras. Su lienzo es el papel en el que vuelca el óleo de sus
sentimientos. Tantos como matices cromáticos pueden imaginarse. Enmarca su
creación con sus propias vivencias, ilumina los claroscuros de su obra con sus
recuerdos y expone su corazón en el museo que es la vida. Lo peculiar es que
los visitantes de ese museo se llevan consigo a sus casas un pedazo de su alma.
Para dejarlo allí. Eternamente. Y esta
puede perdurar durante siglos sin más mácula que la del amarillear de sus
páginas o las marcas de humedad de las lágrimas derramadas por algún empático
lector. Otras veces ese pedazo del alma del autor queda escondido en las
estanterías olvidadas de alguna biblioteca perdida. Suele tratarse de los casos
en los que no lo amaron, en los que perdió todo y a todos, en los que el éxito
no le llegó en vida. Ni tampoco tras su muerte. Un escritor da color a las
emociones para hacer llegar a todos la infinita combinación de colores que estas
contienen. Pinta en ficción su propia realidad, jamás sueños ni pesadillas,
sino la pura realidad tenga el tono que tenga, como decía Frida (Kahlo).
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