NO TODO LO QUE SOMOS LO HEMOS HEREDADO
By María García Baranda - agosto 23, 2016
El que a lo suyo se parece honra
merece. O no. Que el refranero es muy sabio y una
queda muy resuelta cuando lo emplea, eso ya lo sabemos, pero no siempre tiene
tanta razón como amenaza. Orgullosos de nuestra estirpe, sí, sin duda y así es pertinente, pero hay cositas
que todos querríamos que se hubiesen quedado por el camino en el momento de la
transmisión de los genes. Características que nos hacen menor chiste, que nos
complican un tanto o que son propiamente un defecto.
Dos
hechos, dos, me ponen hoy a escribir sobre esto. El primero y más inmediato es
una conversación con mi hermano en la que me hace alusión a uno de mis rasgos
de carácter más marcados. ¿Queréis reíros? Algunos a carcajadas, ya, pero ahí
va: mi excesiva tendencia al análisis psíquico y emocional de todos, de todo y
principalmente de mí misma. ¿Qué le voy a contar a él que no sepa después de
toda una vida conmigo? Pero de las verdad, de las de conocerse a fondo, mirarse
y saberse con detalle. Pues me dice que mi práctica de la introspección y
observación minuciosa se me va de las manos. Por mi propia salud,
principalmente. Y ya sé que tiene más razón que un santo el hombre. Que me ve
ir y venir, quedarme quieta, sentarme y levantarme. Y que sabe de quién, por
qué, para qué y cómo me viene. Lo sabe tan bien como yo y tratar el tema con él
es como hacerlo con mi imagen en el espejo. Me resultó curioso hoy que me
sacara el tema, precisamente porque lo vengo oyendo con frecuencia últimamente.
Alertas de mi sobreanálisis de las cosas, de volverme un tanto loca y de errar
el tiro también de vez en cuando. La cuestión es que puesto el asunto en la
palestra le dije a mi hermano: “Lo sé, cariño, claro que lo sé, pero… ¿cómo lo
evito? Me viene de muy, muy atrás, desde niña. Y va creciendo.” Su contestación
fue la siguiente: “Y de tan atrás. Lo llevas en los genes, así que fíjate.”
Sonreímos cómplices. A mi padre que salga, vaya. Clavadita, clavadita,
clavadita. Genética pura incrustada en mí.
Todos
tenemos de eso, naturalmente. Y como decía, no todos los rasgos heredados nos
vienen del todo bien. Al tiempo, sé que algunos rasgos se acentúan o atenúan
con los acontecimientos, con las influencias educacionales y con las
experiencias que hayamos de sortear. Y esto viene al caso del segundo hecho que
me ha provocado escribir hoy sobre ello, además de la citada conversación. Leía
esta mañana que los estados de felicidad o depresión en los seres humanos no se
encuentran única y totalmente relacionados con la química y genética de los
individuos, sino que los ambientes en los que nos vemos inmersos y el ámbito
educativo que nos rodea desde niños hacen lo suyo. Nos vuelven tendentes a un
lado de la balanza o al otro, según lo que hayamos visto alrededor, las
actitudes de nuestros progenitores y el cómo nos hayan lanzado a la resolución de
las cosas.
Genética
e influencias externas en simbiosis. Nada desconocido para la ciencia, aunque
se nos olvide y le echemos la culpa a unas u otras a nuestra conveniencia. Por
lo tanto, volviendo a mi “problema”, si analizo en exceso –tal y como hago
ahora mismo en este artículo- es porque salgo a mi padre por los cuatro costados.
Lo sé, él lo sabía, mi madre y mi hermano lo saben, cualquiera lo sabe. Que sí.
Que lo bueno me lo llevé, tanto como otras cosas de mi madre. Pero que estas
pelotudeces –por la lata que dan y el quebradero que suponen, a pesar de las
ventajas intelectuales- también vinieron en el saco. Genética, ok. Pero no
solo. Tengo memoria suficientemente larga y detallada para recordar de forma
clara sensaciones y percepciones que le competían a una adulta, y no a una
niña. Observaba y analizaba. Y después le dedicaba horas a esa afición que
muchos ya conocéis y que me han hecho ganarme el título de: busca-causas profesional.
Pensaba en los porqués de determinados sucesos, de los comportamientos de las
personas, de sus sentimientos y reacciones, del entusiasmo y también de aquello
que podía originarme un disgusto y me resultaba doloroso o difícil de digerir.
Encontrando la causa entendería a la persona y su punto débil y eso me ayudaría
a empatizar y a tragar con lo que de otro modo no podría asimilar. Ahora me doy
cuenta de que era ya entonces un mecanismo de defensa para proteger unas
emociones hipersensibles.
Mantengo
aún esa sensibilidad en extremo. Soy capaz de reproducir el mismo tipo de nudo
en la garganta o en la boca del estómago ante palabras o experiencias similares,
si lo comparo con los de mi infancia. Visceralmente reacciono igual, aunque no
lo exteriorice. Me hago trizas de igual forma y me lanzo en picado al mismo
sistema defensivo. Creo que sería una buena paciente del síndrome de Estocolmo.
Sobreanalizo para no sufrir. Para convertir los peligros, las pérdidas y las
agresiones en algo asimilable. Para convertir al enemigo en amigo y así no
morirme de dolor y de pena. Y saco ahora dos conclusiones, una para mí y otra
para todos:
1.
Fortalecido el intelecto mi cuenta pendiente es mi sistema emocional, si es que
puede llamársele así. Necesita hacerse un fondo, curtirse aún más –en calidad,
que no en cantidad, que de eso ya tiene-, fortificarse. Fuerte en emociones.
Confieso que no tengo ni idea de por dónde empezar.
2.
No perdáis de vista que desde niños absorbemos estímulos con los que recubrimos
el ADN que nos viene de serie. Seamos conscientes de ello, de que cada
herramienta ha de ser muy bien elegida. Que nuestros niños ven cada una de
nuestras reacciones, perciben si sufrimos o no, si tenemos una carencia o no y
si sabemos solucionarla o no. Y como niños que son se buscan un método de
combate, de apoyo a nosotros, de lo que creen una solución para el caso.
Sistemas que llevarán consigo a perpetuidad.
No podemos proteger a los pequeños
desde el nacimiento a fin de que sepan
el modo de gestionar todo cuanto llega a sus vidas. No podemos aislarlos
de emociones. Ni podemos darles un manual de uso. No somos superhombres. Ni
falta que hace. Basta con tener conciencia de ello, con no ser egocéntricos,
con sentarnos siempre a su lado, con no subestimar su capacidad de captación,
con no olvidar que cada día forja un vértice de sus aristas de adulto, con
volcarnos en trabajar con ellos las emociones. Mente y corazón. Y no solo
ayudarles a diferenciar lo que es rabia de lo que es enfado, frustración, miedo,
alegría, envidia,… no. Sino sentarnos con ellos para ver lo más concreto e
inmediato. Y tampoco me refiero a cómo han resuelto un cabreo con sus hermanos
o en el patio del cole, o su mosqueo porque antes no les dejamos jugar sin
recoger antes. No. No solo su micromundo de niños, porque ese es solo una parte
más. Fundamentalmente ellos viven en el mismo macromundo que nosotros. Ven y
oyen lo mismo, aunque tengan esa deliciosa parcelita que solo a ellos
pertenece. Lo preciso, escuchadme bien porque es un ruego que hago a todo
adulto es que nos enfrentemos a saber cómo nos ven y cómo llevan eso de que
estemos así o así. Preguntar, observar y escuchar lo que hayan de responder. Aunque
estemos temblando de pánico, temamos decepcionar o nos suponga darnos cuenta de
que lo que más queremos está a merced del mundo y de sí mismos. Tal vez, si
somos valientes para ello, les estemos haciendo un gran favor mañana. Ellos ven
de qué pie cojeamos y lo ven muy bien.
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