NO LE VENGAN CON CUENTOS A QUIEN SABE DE HISTORIAS

By María García Baranda - agosto 28, 2016



Y yo las sé. Las leo, las escribo, las estudio, las disecciono, las enseño y las imagino. Y eso por lo que se refiere a mi profesión. Porque si de lo que hablamos es de la parte personal, está también muy claro que sé lo que hay ahí fuera. Mujer con una edad ya, con unas experiencias vividas intensamente, con unas conclusiones sacadas y con algo de mundo… Luego sé.


            Al asunto: La peor hipocresía es la que nos creemos a pies juntillas. Tal cual. Todos y cada uno de nosotros nos rodeamos a diario de personalidades muy variopintas. Obligados estamos. Con el paso del tiempo, muchos optamos por tener en nuestro círculo inmediato solo a aquellos que, haciendo la misma elección, nos resultan verdaderamente afines en cuanto a principios de vida y valores. Otros ni los tienen,  pero, ¡vade retro y allá cuidados! Si no se me cruzan, claro. El caso es que cuando establecemos esos valores miramos dentro de nuestro interior y tratamos de ser sinceros. “Yo valoro mucho esto y lo otro. Determinada cualidad en el ser humano me resulta fundamental. Estas otras cosas me parecen superfluas…” Etc, etc, etc,… Y yo digo: ¿Estás seguro de eso? ¿Estás seguro de que no tienes reticencias de reconocértelo a ti mismo o al resto y de que no le venderías tu alma al diablo? ¿Te autocalificas como un ser de férreos principios inalterables? ¡Ja! No le vengas con cuentos a quien sabe de historias.

            Todos buscamos lo auténtico. Todos queremos productos de primera calidad. Estables, hermosos por dentro y por fuera. Duraderos, funcionales, pero sobre todo profundos. Todos rechazamos la falsedad, la hipocresía, lo vacuo y lo superficial. Todos. Y la mayor parte de ese todo se vende en un momento dado a lo fácil. Así de triste. Uno de los ejemplos más claros que me viene a la mente es todo aquello relacionado con el mundo de la belleza física y la estética. Soy mujer, por lo que evidentemente soy carne de cañón para ello. Y mi visión del asunto es la siguiente:



Nací presumida y coqueta, derretida por eso de arreglarse, vestirse, ponerse complementos. Del mismo modo que nací derretida por la literatura, por la música y por el cine, entre otras cosas. Y al tiempo que nací con la balanza inclinada al lado del corazón. Así nací, sí. Así vivo hoy. Y así moriré. (Aprovecho para decir que cuando esto suceda, lo que espero pase cuando sea muy viejecita, pido irme con el mejor aspecto posible. Tomen nota pues: mi pelo suelto –será blanco entonces-; los ojos maquillados; bien vestida; y con uno de mis enormes anillos puestos. Gracias). En efecto, así nací ya. De muy, muy niña escogía mis lazos del pelo, siempre a juego con mi ropa. Elegía mis pulseras, ¡muchas! Y mi bolso. Siempre. Dentro del bolso, informo, que iba mi cuento de rigor para ese día. Y así seguí. Observaba a mi madre cuando se maquillaba, cuando se hacía sus ondas en el pelo, cuando seleccionaba su atuendo. Y la admiraba. Me encerraba en el baño y jugaba a maquillarme con sus polvos de sol, con su máscara de pestañas en tubo de la marca Pinaud y con su brillo de labios anaranjado en roll-on. Y crecí. Y tanta ilusión como salir con mis amigas, me hacía el pensar en el modelito que me iba a poner y el empezar a arreglarme. Me divertía estar frente al espejo y probar distintos maquillajes y peinados. Para mí era entretenido, pero también era emocionante y artístico. Conseguir distintos efectos y sacarme –con mejor o peor resultado- partido. Me ha gustado siempre. Sin más. Y me seguirá gustando. Y lo seguiré haciendo. Y la razón principal es precisamente esa, el que me apasiona, aunque también busque siempre mostrar la mejor versión de mí misma. Es cierto también.

La cuestión es que a día de hoy el sistema social está montado para darle una importancia considerable a este asunto, por lo que todos nos dejamos la piel en ofrecer ese buen color. Evidentemente estoy generalizando y sé que no toda la humanidad responde a ello. Dicho queda. Pero abunda, no lo neguemos y mucho. Y dada la omnipresencia del tema es cuando retomo el inicio de mis letras: ¿hay hipocresía en las personas cuando dicen darle importancia o no al tema? Creo firmemente que sí. Que la hay. Todos miramos de reojo. Todos resoplamos si nos vemos en el espejo de un baño. Todos quisiéramos ese otro aspecto que pasa por mitad de esa plaza. Todos.

   Pero aún más importante es que en una conversación seria, en un debate, en un abrirse al resto afirmamos convencidos de que no es lo más importante en nosotros. ¿Por qué? Porque lo más no es, obviamente. Pero su presencia está ahí. Y reconocer una importancia mayor es políticamente correcto. Este es uno de los casos, relacionado además con lo personal, lo íntimo, la autoconfianza. Pero aún más grave me parece la hipocresía relacionada con el decir que no sucumbes ante determinados rasgos físicos, que no te son tan importantes aunque te agraden, que no te llenarían, etc… cuando eso no es del todo cierto.

   Siendo mujer he oído cuestionarme mil veces por qué me arreglo, por qué empleo el tiempo que empleo, por qué busco matizar tanto mis defectos,… A continuación he oído decirme o insinuarme que hay pistas de inseguridad en mí misma tras ello y en no gustarme del todo. Tras ello, suele salir a la palestra el tema de que somos nosotras quienes nos autoexigimos tanto. Que descargamos la responsabilidad en que la sociedad nos lo exige y en que son los hombres quienes lo reclaman, cuando en realidad somos nosotras mismas las que competimos, criticamos y exigimos. Voy a cegarme un momento y a decir que pudiera haber algo de todo ello. Voy a admitir sobrevolar algo. Así, sin pensarlo. Pero tras esa lectura de que un hombre no exige eso de una mujer, o no sucumbe, o no lo prefiere… etc, etc, etc,… bla, bla, bla, bla,… no tengo más remedio que contestar: ¿la cara de tonta, desde cuándo empezaste a vérmela? Mil veces he oído eso. Mil veces he reflexionado y hasta me he flagelado por pensar así. Mil veces he tratado de simplificar las cosas y de buscar esa sencillez que al fin y al cabo es la que deleita. Y mil veces he visto a quien se ponía esa bandera maravillosa de no ser de la manada, no secarse su propia la baba ante la aparición de una mujer pintada como un Velázquez, permanentada y lacada hasta el mismo hueso, embutida en neopreno y con un escote que muestre unas tetas de hermosa talla. Hasta ahí bien. Es natural y espero que un hombre mire, sería ciego si no. Independientemente del tópico que acabo de poner, lo de fijarse y que te agrade lo que ves no es el fondo de mi crítica. Yo también miro a un tiazo impresionante si me lo cruzo, ¡vaya que sí1, ¿estamos locos o qué? Mi malestar no va por ahí, sino que reside en comportamientos posteriores, no solo en fijarse y decirle a sus amigos: ¡impresionante! (el resto lo dejo a la imaginación), sino en que la misma persona que nos tacha de pesadas y de poco naturales en cuanto a estética se refiere es la que luego pasa a mayores y se deja llevar por esos cantos de sirena. Para mayor o menor implicación. Eso ya me da igual. De veras. He llegado a un punto en el que no discrimino. Pero pasa a otra actitud, se autoconvierte en actor de la película y más allá de mirar, tontea, fantasea, interactúa o incluso se enrolla con ella. Y es solo una relación física. Solo sexo. Naturalmente. Y bien sabe quien me conozca que no pienso que tenga nada de criticable el hecho en sí. Pura atracción. ¡Por favor! Pero sí lo tiene para mí el no reconocer ante uno ni ante el mundo que las cosas son así. Que todos somos capaces de ser profundos y de ser más superficiales. Sí es criticable el que se nos presione por esclavizarnos estéticamente y solo con volver la esquina estés haciendo un feo por dirigir tu atención hacia ese perfil femenino. Hipocresía pura. Y no me lo nieguen, porque lo veo a diario. Veo miles de me gusta y corazoncitos monísimos ante una tiaza despampanante con nueva foto en el perfil de su red social. Veo conversaciones que fuera de contexto me resultan ya patéticas. Veo como hombres y mujeres, hechos y derechos, hacen el indio de la peor manera.  Y sigo viendo que si yo me paso de la raya, según su criterio, y cuelgo fotos, me arreglo, me maquillo,… me cruzaré por la calle con miradas a las que solo le falte decir: ¡frívola! Así que sí. Lo sé bien. Y lo siento en mis carnes. Y no admitiré una negación de ello. Tan solo es que hay quien no lo muestra abiertamente y hay quien lleva un cartel colocado a modo de peineta. Y es que yo las ruedas de molino nunca las vi demasiado aptas para comulgar con ellas. Bobadas mías.



            No le vengan con cuentos a esta mujer, no. Ha visto ya un poquillo. Admitido. Analizado. Comprendido. Rechazado. Aceptado. Digerido. Y muy, muy llorado. Me he tragado conductas así de un solo sorbo y hasta sin agua. He visto hacer mamonadas con cara de poker, mientras al tiempo escuchaba los discursos más dignos en cuanto a valores que proclamaban la no superficialidad. Y aun dañados, mis tímpanos siguen ahí. Por tanto, mi propósito es el siguiente. Voy a seguir siendo al respecto como soy. Me gusta lo que ya describí antes, disfruto buscando estar guapa. Me gusta gustar. Me agrada si me dicen que estoy guapa. Añoraría tener determinados rasgos que no tengo y estoy muy satisfecha con otros que sí. Trato de luchar contra lo que me vuelve insegura al respecto. Pero me gusta ponerme guapa. Y no pienso justificarme por ello. Por varios motivos: no me da la gana. Ese el principal. Voy a seguir haciéndolo porque me gusta y punto. Y no me justificaré, porque tampoco se me pide explicación de todo lo demás. ¿Suena contradictorio que alguien de vida e inquietudes intelectuales se deleite también con ese tipo de cosas? Mentes obtusas. Así que, ya que me da la gana, ahí continúo. Y tras esa razón se sitúa otra también muy poderosa. No voy a justificarme porque después de desgastarme en ello voy a ver como toda esa gente se gira y lleva acabo comportamientos absolutamente opuestos. Y la cara de tonta se me va a quedar a mí. Y por ahí ya no paso más.

            A mí también me encanta un hombre atractivo. Sonrío, pero limpiamente, cuando veo que se gusta, se mira en el espejo, quiere mejorarse, se muestra o está contento de sentirse guapo. Yo también puedo sentir deseo ante alguien despampanante. Pero soy muy clara. No critico esos hábitos cuando se trata de gente muy llena de las cualidades que para mí son fundamentales. Elijo y selecciono. Pero sé muy bien quién me llama la atención y por qué. Y algo es seguro: será por aquello que afirmo desde el primer impacto. Por auténtico y profundo. Y será sobre todo porque no se venda al mejor postor.


(Y ahora os dejo, porque me voy a un Spa a relajarme y a ponerme muy mona. Totalmente verídico).





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