CADA PALO QUE AGUANTE SU VELA

By María García Baranda - enero 28, 2017

   Hablando de malas costumbres. Tenemos una mala, malísima. Y la tenemos todos, en mayor o menor medida. Cargar fuera lo que ha de ser cargado dentro. Cuando somos niños es más que lógico, comprensible y lícito pretender que nuestros mayores nos solucionen los problemas, nos alivien, nos liberen.  Lo material es fácilmente asumible a esas edades, y lo emocional suele tener fácil remedio tan solo con un beso, una caricia y una palabra de aliento. Pero crecemos y obviamente nos damos de bruces con la imperiosa necesidad y, al tiempo, la exigencia de ser resolutivos. Con todos y con todo. Lo material se encuentra fuera de todo derecho a queja. Hemos de saber capear temporales, remediar entuertos, quitar hierro y quejarnos lo mínimo. Y de lo emocional se espera más o menos lo mismo. De pronto, en cuatro días como quien dice, tenemos que habernos convertido en superhéroes y no padecer ni sucumbir. ¿Me puede decir alguien eso cómo se hace, dónde se enseña, dónde se aprende y cómo se logra? Porque me matriculo, ¡palabra!, en curso intensivo y con postgrado para completar. No sabemos, ni podemos, ¡por favor! Y es machacante el saber que no es factible. Y ahí creo que nace esa necesidad de desviar hacia fuera los requerimientos internos.  La propia responsabilidad se deriva, se expulsa, en un intento inconsciente y desesperado de obtener un cierto alivio. 
   Existe el hecho de tirar balones fueras y de culpar al prójimo por lo que nos ocurre. Existe el no querer asumir lo que hacemos mal, o nuestros gestos infantiles o egoístas. Es muy común defender entonces que ese comportamiento fue causado por fulanito o por menganito, o que fue consecuencia de acciones ajenas previas. Debe de ser que en ese momento algo nos abduce y roba la voluntad, porque actuamos como autómatas manejados por ese otro. Existe también el caso de pretender que otros nos calmen cuando nos sentimos mal por algo íntimo, cuando tenemos cuentas individuales por resolver, o algo propio nos disgusta especialmente. Ni el resto puede recomponer lo que hemos de restaurar nosotros mismos, ni curar nuestros traumas, taras, heridas,… o lo que sea que nos haga padecer. Pero sí. Ahí anda esa mala costumbre que todos tenemos y que por lo que a mí respecta, suele darme bastante rabia cuando la identifico en mí. Y sí, ya sé que es natural o humano ansiar el alivio externo sobre las pesadas cargas de uno mismo, pero no es posible. Algo se puede hacer, sí, pero la labor es propia. Y el resto del mundo no tiene la culpa. Mis heridas mías son y,… a mí me duelen, a nadie más. Cada palo que aguante su vela, también lo sé. Y más aún cuanto mas avanzo en el descubrimiento de que mi propia mochila de vida pesa más de lo que yo creía, y de que tengo más cosas que solucionar de las que pensé. Autoconocimiento, dice. ¡Una jodienda, digo yo! Pero así es la vida y así hemos de tragar con este tipo de cosas. Cuanto antes lo acepte, mejor para mí y menos dolores de cabeza para los que no tienen la culpa.




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