Maquillar la vida es contarle a la gente que te va de fábula, cuando por dentro no darías ni un céntimo por muchos de los momentos de tu día a día. Es copar las redes sociales de imágenes de vida apasionante, de momentos divertidos, de cientos de amigos, planes y vivencias,... cuando solo es una puesta en escena. Es contarle a la gente que te sientes tremendamente orgulloso de cómo has enfrentado todos y cada uno de los retos de tu vida, cuando muchas circunstancias te han tirado por los suelos. Es ofrecer una imagen de todoterreno, cuando en realidad eres de azúcar y te vas en un mar de lágrimas. Es pisar con orgullo, seguridad, y hasta con prepotencia, cuando te consideras el ser más imperfecto del mundo. Maquillar la vida es no querer fallar jamás, ni demostrar un defecto, y lo que es más, temer mostrarte mundano y llano ante la idea de que eso ahuyentará al prójimo.
Todos lo hemos hecho, lo hacemos y/o lo haremos. Enseñar lo más bonito. Esconder por pudor lo más feo. Decir lo que pensamos que se quiere oír. Esforzarnos y esforzarnos por ser mejores, por alejar nuestras normalidades, por no pasar desapercibidos, por ser especiales. Y yo no soy una excepción. Tendente a ello. Portencialmente adicta. Y desde luego que me he preguntado muchas veces el por qué. Sea a mí o a quien sea, ¿qué nos mueve a maquillarnos? El miedo. El miedo a decepcionar, a escuchar lo que no nos gusta y duele, el miedo al rechazo y al abandono. Pero la luz aparece de vez en cuando y nos hace salir de un nebuloso estado de vigilia en el que valoras mucho más lo terrenal que una imagen maravillosa. En ti y en el resto. Hace tiempo, años ya, juré que no volvería a tratar de complacer a cualquier precio tratando de hacer ver una perfección de la que carezco. Me juré que solo me rodearía de aquellos que permaneciesen tranquilamente a mi lado a pesar de y por mis imperfecciones. Me juré que haría lo propio con el resto, aceptar y deleitarme incluso con las peculiaridades más chocantes de quienes me rodean. Tal juramento me llegó tras despertar de una pesadilla vital, larga en el tiempo, y de la que abrí los ojos con la premisa de vivir ya siempre tranquila envuelta en la seguridad de saberme querida y aceptada por lo que soy. ¿Logré mantenerla? A veces sí y a veces no. Estados de vulnerabilidad hicieron que se me olvidara tal voto y caí puntual e intermitentemente en la tentación de sobreesforzarme en mi mejor versión, para no decepcionar. O eso creía yo. En mi cabeza. En mis tormentos. Que decepcionaba y eso sería causa de fuerza para espantar a quienquiera que fuese. Pero afortunadamente la cordura también va y viene para hacerme saber que las cosas no funcionan de ese modo, ni son tan superfluas, para decirme que quizá el resto me prefiere más imperfecta que yo misma, para apreciar lo auténtico y para darme la fuerza de entregarme tan solo a aquello y aquellos que están ahí a pesar de y con lo que soy. En todos los sentidos. Valorar los actos más sencillos, los actos sin dobleces. Lo demás son espejismos que no duran. Que no valen. Que no llenan. ¿Seré valiente para ser leal con tal principio? La reflexión ya es un paso, creo. Y el resto es cosa de hechos y no de palabras.
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