DE CHONIS Y QUINQUIS ORGULLOSOS DE SERLO

By María García Baranda - noviembre 09, 2017






     En todos los trabajos se fuma, se dice. Y el mío no iba a ser una excepción. Cuando tengo la suerte de contar con un ratillo libre suelo escaparme a un pequeño y muy coqueto salón de té que hay junto a mi instituto. Decorado como una acogedora casita de aire provenzal, el olor a repostería despierta la glotonería de cualquiera. Su propietaria, Ana, es una artista del buen gusto, la delicadeza y las buenas maneras. Y sus dulces son palabras mayores. Así que cuando necesito un rato para estar conmigo misma y retomar fuerzas voy a visitarla. Allí, con una suavísima melodía musical de fondo que invita a la tranquilidad de mente y alma, me tomo un gran café con leche, acompañado de galletas cookies recién horneadas, de esas que saben a mantequilla de la de verdad. Y revivo. Ni una voz más alta que otra, ni un sobresalto. Ni un ruido. Y mientras tanto leo algún artículo, curioseo mi teléfono, o,  si procede, charlo amigablemente y en buen tono.  Pura paz y buenos alimentos. Excepto hoy. Hoy ha resultado misión imposible. El local estaba abierto. Había música. Había café con leche. Y había unas riquísimas galletas, entre otras muchas delicatesen. Lo que no había era paz, ni tampoco tranquilidad, porque a mi lado se encontraban dos chicas de no más de treinta años que mientras tomaban sus respectivos cafés impedían sin esfuerzo alguno que los demás disfrutáramos de nuestro deseado momento de sosiego. Nada. No charlaban, voceaban. No reían, se carcajeaban estridentemente. No opinaban, criticaban. Y todo ello con un afán absoluto de buscar que el resto del reducido y apacible auditorio fuese partícipe de sus ingeniosas conversaciones, que por cierto eran absolutamente cutres. 
     Tal vez sea que me hago mayor. O tal vez que voy siendo más celosa de mis momentos de calma y de descanso para mi mente, pero cada vez tolero menos escenas como la que acabo de describir. De todo lo narrado lo que más me llamó la atención fue que un comportamiento así, excesivo y ordinario, nada empático y menos educado aún, procediese de unas chicas tan jóvenes. Me cuesta bastante asimilar que, con todos los medios que tenemos a nuestro alcance para formarnos y tomar tierra de la vida y del mundo, exista gente a la que le resbale cualquier gramo de elegancia. No es preciso tener un trabajo de postín, ni una formación superior exquisita, basta con ser persona y saber estar entre semejantes. Basta con ser mínimamente prudentes. Y educados. Y me cuesta disculpar -salvo en casos muy determinados y extremos-, estas tendencias. Me cuesta tragar con “chonis” y “quinquis”, sí, especialmente cuando han nacido después de 1995 y su indumentaria me demuestra que no pasan precisamente necesidades económicas. De eso se trata. De que no lo puedo soportar. 
    Ya sabemos que la educación lo es todo en esta vida. Y no hablo de formación, que por supuesto es uno de los principales bienes que se pueden atesorar. Hablo de guardar la compostura cuando nos relacionamos con los demás, de respetar al entorno, y de tratar de mejorarnos a nosotros mismos. Observaba a estas dos chicas y, absolutamente obligada por ellas, escuchaba su conversación. Comentaban que venían de dejar a sus niños en el colegio y que tras su café conjunto, irían a sus casas a encargarse de las labores del hogar. Tres lavadoras y preparar la comida eran los culpables de hacer que refunfuñaran. Respeto absolutamente su libre opción de dedicarse a lo que estimen oportuno y a lo que les haga más felices. ¡Solo faltaría! Pero no puedo evitar que me llame poderosamente la atención que sus inquietudes terminen justo en esa frontera, que no les despierte curiosidad nada más allá que el límite de su micromundo y de las cuatro cosas cotidianas de las que charlar día sí y día también, y de las que por cierto puede enterarme: su horario de ir al gimnasio, los modelos de sus teléfonos móviles y de los de sus amigas, y las novedades del programa Gran Hermano. Eso era todo. No hablo de humildad, ni de sencillez, ni de presencia o ausencia de refinamiento o sofisticación. No van por ahí mis tiros. Hablo de quien se regodea en lo zafio y presume de ello en un afán de dejarle claro al mundo que ellos son como son y que por encima de ellos no pasa nadie. Este era el caso de estas chicas y todos pudimos oírlo a la perfección. Eso sí, sin mirarlas demasiado para no animar el cotarro y evitar al tiempo tener que ver cómo una de ellas se subía constantemente el escote de una camiseta cuyos elásticos rebotaban sin un atisbo de finura. Y todo ello, como digo, con menos de treinta años. Con posibilidades no aprovechadas de ir un poquito más allá de esa isla en la que se han quedado voluntaria y gustosamente a vivir, y que se vanaglorian de habitar: la isla de las chonis y de los quinquis orgullosos de serlo.




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2 comentarios

  1. Yo estuve allí. Y lo padecí estoicamente. A menudo me dirijo a esas personas hablándoles bajito con la tonta esperanza de que capten su estridencia, pero es una misión imposible... hablan alto porque creen que a los demás nos interesan sus cosas pero sobre todo porque no tuvieron la suerte de ser educados en el respeto y la delicadeza... y eso, lamentablemente, tiene mala solución. Un abrazo, María.

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    1. Absolutamente de acuerdo contigo. La educación recibida puede suponer la mayor de las suertes o la más amarga de las desgracias. Agradezcamos pues lo que se nos dio, con todo valor. Y vivamos.
      Mil gracias por leer y por comentar. Un abrazo grande.

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