PROFUNDIZAR DUELE. LA CULTURA DE LO BANAL

By María García Baranda - noviembre 07, 2017


Milos Rajkovoc "Sholim"


      ¿Por qué resulta tan caro profundizar?, ¿quién ha puesto un coste tan alto a entrar de lleno en los asuntos que nos son fundamentales, que nos resultan relativamente importantes, o que simplemente nos rodean? Observo alrededor, presto atención a cualquier detalle, y encuentro banalidad por doquier. No quiero decir con esto que no sucedan hechos de enjundia, ni que una vida común, elegida al azar, esté estructurada con muros de papel. Me refiero a que tengo la sensación constante de que hay un exceso de vidas ahogadas en vasos de agua, preocupadas y ocupadas por aspectos cotidianos en absoluto relevantes y haciendo girar su mundo alrededor de superficialidades. La cosa en sí no tendría nada de malo, si se tratase de una parcela necesaria para el desahogo y la relajación de mente, cuerpo y emociones. Nadie puede vivir veinticuatro horas al día y siete días por semana con el alma atenazada y la mente activa como si estuviese resolviendo problemas de física cuántica sin descanso. La vida es también disfrute, apagado voluntario del sistema, distracción y, claro que sí, banalidad. Y aún así, frunzo el ceño y me disgusto porque mucho me temo que la balanza se encuentra en desequilibrio, y que aquella, la distraída banalidad, se ha convertido en placebo, sucedánea y sustituta de la correcta afectación por las cosas que importan. 
     Un día normal en la vida de un ciudadano de a pie cuenta con abundantes momentos de baja gravedad. Seguramente la mayor parte. Vamos a trabajar, charlamos con conocidos, preparamos la comida, hacemos la compra,… Tales actividades no conllevan un alto esfuerzo, pero intercalamos en ellas conversaciones, opiniones, sensaciones relacionadas con lo que sucede a nuestro alrededor. El mundo se mueve. Podemos estar atravesando un momento sin sobresaltos en nuestra vida personal, uno en el que más o menos tengamos todo bajo control -sí, a veces ocurre-, pero es inevitable que dicha tranquilidad se vea acompañada de escenas y noticias de personas cercanas o de nuestra realidad social mediata que requieran de nosotros un grado de profundización mental y emocional considerable. Tales momentos nos llevarían a pararnos a sentir, a reflexionar, a interesarnos por conocer en mayor medida qué sucede y a ofrecer nuestras conclusiones con pausa. Con pausa y con información suficiente. ¿Lo hacemos?, ¿somos capaces de mojarnos y tomar conciencia de lo que se cuece ahí afuera, si no nos salpica o nos da en la cara y de lleno? No lo creo. Estoy un tanto cansada de escuchar a diario opiniones cada vez más superficiales a cerca de asuntos de actualidad y de cierta relevancia, pero vestidas de dogmas de fe. Estamos bombardeados por expresiones estándar, aprendidas sin saber muy bien lo que hay detrás del tema a opinar, sin haber rascado bajo la epidermis, sin conocer más detalles sobre las causas y las consecuencias de tal o cual suceso, y sin ponernos en la piel de quien opina lo contrario. No se profundiza, no. Y no hacerlo es una opción como otra cualquiera, en efecto, nos guste más o menos. Me guste más o menos. Pero sí he de decir que me saca realmente de quicio observar bocas llenas de opinión que se escuchan a sí mismas y que no tienen, en la mayoría de los casos, ni pajolera idea de aquello de lo que están hablando. Opinar es libre, faltaría más. Y necesario. Y defendible con uñas y dientes. Pero volverse un terrorista argumentativo a favor o en contra de un asunto, sin haberse molestado en leer una página sobre él, sin haberse documentado un poquito o sin haber preguntado al respecto, me exaspera hasta ponerme de color verdoso. Si el tema es ciertamente de importancia, se me cae ya el alma a los pies y me hace perder la fe, el idealismo quizás, en que el aborregamiento de masas pueda extinguirse algún día. Estulticia a toneladas, me digo. Como siempre.
     Retrocedo en la Historia, cosa que hago prácticamente siempre que me planteo los porqués de un comportamiento humano cualquiera, y soy consciente de que la práctica de hablar sin saber siempre ha existido. No solo eso, se ha cultivado y mimado a conveniencia. Convencer a las mayorías de aquello que interesa dándoles cuatro frases para repetir y entreteniéndolas para no pensar un poco más allá es la historia de la política, de los grupos sociales y hasta del propio ser humano como individuo antropológico. Mi esperanza se desvanece, pues. Pero me pregunto, sí, continúo haciéndolo. Y le doy vueltas a las posibles causas de que lo permitamos, pero sobre todo de que nos entreguemos con gusto a ello. Me pregunto el porqué de que cueste tanto, tantísimo, profundizar en las cosas. Introducirnos en el interior de lo que sentimos, gastar un tiempo equis en contextualizar algo que está sucediendo en el lugar el que vivimos o bien en la otra punta del planeta, en reposar nuestras ideas antes de aventurarnos a soltar una máxima y sentirnos orgullosos de ella aun cuando no da ni en el mapa. Pero sobre todo antes de pasar de todo porque lo banal nos hace la vida más fácil y estamos aquí cuatro días. ¿Por qué? Siempre llego al mismo punto en mis conclusiones: profundizar duele. Duele bastante, sí. Y duele en múltiples maneras. Duele de mente gastada, de insomnios varios, de cargos de conciencia, de sentimientos de culpabilidad, de complejos de inferioridad, de deseos inconfesables, de reconocimiento de egoísmos, de preocupaciones por incapacidad para cambiar ciertas cosas,… Duele. Profundizar obliga a pensar, y a pensar mucho, y pretendemos una vida un tanto más fácil y sencilla. Es comprensible. Lo que no me lo resulta tanto es el ver cómo el evitarlo se convierte en una constante y lo superficial aparece como el leitmotiv existencial de la inmensa mayoría, cuando hay una imperiosa necesidad de tomarse en serio muchas de esas cotidianidades que nos rodean día a día. La tendencia ha ganado por goleada, para mi tristeza. Y no es tan caro hincarle un poco el diente al epicentro de las cosas. Ni nadie ha muerto en el intento. Solo hay que saber calibrar cuándo, cómo, cuánto y sobre qué profundizar. Y especialmente no mirar hacia otro lado cuando no nos toca de cerca. 

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1 comentarios

  1. Unamuno hablaba de estos asuntos y hacia referencia a ello adjudicando una expresion que es fantastica... " el natural rebañego"

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