¿QUIERES TERMINAR CON LA CULTURA DE LA VIOLACIÓN?

By María García Baranda - noviembre 22, 2017

 


   SERIE:  ♀ Fémina

      ¿Me servirá de algo encontrar las causas? De tanto odio entre sexos, desigualdades, reproches cotidianos y normalizados,… Y aún peor, de los variados abusos íntimos o públicos, de faltas de respeto a lo esencial y eminentemente humano. No lo puedo evitar, me lo pregunto y mucho. Me pregunto los porqués como si con ello la solución viniese dada. Y tal vez, en parte. ¿Por qué se humilla?, ¿por qué algunos se creen con derecho a disponer de otros para su satisfacción?, ¿por qué se abusa sexualmente?, ¿por qué se viola?, ¿por qué se inquiere y juzga al agredido?, ¿por qué se enseña a ser víctimas, a defenderse, en lugar de al agresor a no agredir? Fundamentalmente porque se puede. Sí, lamentablemente se puede. Porque “las cosas siempre han sido así”. Porque la estructura social en la que vivimos así lo ha establecido, permitido y fomentado desde que… ¡desde que nació como tal! Porque mucho más allá de razas, etnias u otras razones antropológicas, existe desde siempre la división entre ciudadanos de primera y de segunda por razones de sexo. Porque la puesta en escena de lo que habrá de ocurrir si eres hombre o si eres mujer se tiene interiorizada por unos y otras. Porque cuando el abuso sucede no se hace el ruido necesario, sino que hay que guardar las formas y las apariencias. Y se le buscan causas hasta justificarlo. Y agravantes. Y no solo por todo lo anterior. Junto a ello, o a causa de ello, o al calor de ello, el sexo no se entiende. De hecho no se tiene ni pajolera idea de lo que son las relaciones sexuales y, en su espantosa categorización y caracterización, son vistas como moneda de cambio y símbolos de negociación y de poder. Y es que no iban a ser estas una excepción, si ningún tipo de relación personal es entendida sin asociarse a un sistema de jerarquías. 


PRIMERA PARTE: VIAJANDO AL PASADO PARA ENTENDER

1.   Costumbres sociales: guardar las apariencias.

       Recuerdo que para mi abuela era importante, tremendamente importante, no dar qué decir a la gente extramuros. El hecho de no ofrecer motivos para que hablaran de una se había convertido en leitmotiv de cualquiera de las acciones que llevara a cabo. De la más relevante a la mayor de las insignificancias. “Pase lo que pase en casa, que no se vea el humo por la chimenea”, decía. Y no solo lo repetía, sino que cualquier cosa que hiciésemos quienes estábamos a su alrededor era rápidamente sometida a tal juicio. Le salía solo. “¿Qué va a decir la gente?”, preguntaba acongojada. Y enfadada, muy enfadada. Tensa y bastante obcecada. Hasta el punto de ponerse en guerra frente a cualquiera de sus seres queridos por haberle provocado el disgusto de hacer algo supuestamente impropio y el de habernos colocado en el ojo de la opinión pública. A su criterio siempre, claro. Curiosamente, los suyos, con sus sentimientos, miedos y necesidades, pasaban de inmediato a un segundo plano, y su protagonismo era sustituido por cualquier desconocido o cuasi conocido que pudiera lanzar cuatro palabras que enjuiciaran lo que quiera que fuese. Siempre me llamó la atención el hecho de que un acontecimiento vital pudiera convertirse en peso y contrapeso en una balanza absurda de opiniones ajenas. Pero más me escandalizó siempre que se borrase del panorama a esa persona, su capacidad y libertad de decisión, sus sentires más íntimos, sus sufrimientos -llegado el caso-,… por y para no defraudar a nadie erigido como argumentador mayor de calle. Por y para tapar el sol con un dedo y evitar darle carnaza a nadie. El protagonista de la historia, buena o mala, estaría supeditado a partir de ese momento al agrado o desagrado de los demás, a las malas lenguas o al juicio sin saber. Y lo que es peor, sus quebraderos de cabeza se verían agravados por la incomprensión de quien se encuentra en estrecha intimidad y debería, en cambio, ofrecer su incondicional apoyo. Muchas fueron las ocasiones en las que me enfadé con mi abuela por esa razón, por negar a los suyos o presionarlos, cuando yo sabía de sobra que éramos lo más importante para ella. Aún me enfado a veces. Y por fortuna, mis padres no continuaron, en absoluto, con ese sistema de apariencias, sin duda alguna por haber sido víctimas directas de esas actitudes. También por apertura de mente y por sentido común, no me cabe duda. Y en cuanto a mí, tres cuartos de lo mismo. Aún más radical en la defensa total de las libertades para que cada uno de nosotros se sienta siempre dueño de las decisiones y pasos tomados en su vida, que suya es y a nadie más pertenece.
       No obstante, no siempre ha sido ni es un camino fácil. El caso de mi abuela no es en absoluto aislado. Es más, era una tendencia generalizada en esos tiempos en los que las morales humanas se forjaban a base de un equilibrio de buenas conductas aconsejadas y fallos imperdonables. El qué dirán era tan solo el azote y el símbolo público de lo que los individuos llevaban bien tatuado a fuego en la piel. La lección de cómo se debe ser y qué se esperaba de ellos se convertía en su engranaje de vida, del cual dependían todas y cada una de las decisiones a tomar. Pero,… ¿es cosa del pasado o aún se da esta conducta? Tanto la generación siguiente a la de mi abuela -la de mis padres-, como la mía y la de mi hermano, han reaccionado puntual e inconscientemente sujetas a parámetros de este pelo. Podría hacer memoria y ser capaz de reconocer las veces en las que hice o dije algo, no por mí misma ni mis sentimientos más sinceros, sino fruto inconsciente de esas reminiscencias del “se debe” y lo socialmente correcto. Lograr despegarse del todo de ello se convierte en quimérico cuando es algo que se ha mamado desde la cuna e impregna la calle en la totalidad de los contextos. Y además, por su parte, el enorme miedo que sentimos a ser criticados alimenta la tendencia a salvaguardar todo aquello que nos ocurre, por malo que sea y por nocivo que resulte el callárnoslo. El miedo, sí. Pero no solamente. Docenas de veces me he formulado la pregunta de qué mueve a un ser humano a callar o a pretender que alguien querido calle un dolor, cuando el hacerlo supone un daño irreparable, y el motivo inmediato es que nadie diga ni mu al respecto ni nos juzguen. ¿Y el mediato? Obvio,… mantener las apariencias. Inevitablemente me viene a la cabeza la máxima: “La mujer del César no ha de ser solo la mujer del César, sino parecerlo”. Así cualquier extremo sentimental, cualquier muestra emocional ha de evitarse a fin de cortarle el paso a los rumores. Elegancia máxima y a ser intachables. Nos haya ocurrido lo que nos haya ocurrido. Y otra teatral expresión me viene al recuerdo ahora, esa en la que en la escena final de la obra, Bernarda sentencia: “Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”

Concluyendo: llevar a gala esa salvaguarda de las apariencias alimenta el mal y supone ser cómplices de las conductas abusivas por razón de sexo. 


2.   ¿Qué se espera de nosotros y de nosotras?

     A las mujeres eso siempre se nos dio muy bien. Aún hoy a muchas. Cumplir con lo esperado. Sufridas nosotras, podemos estar pasando las de Caín que… nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. O no mal, al menos. Y ellos,… ellos tienen lo suyo, también, no lo olvidemos. Que aquí viene muy al caso recalcar que el terreno de las emociones está aún más terrorífica e injustamente prohibido para los hombres que se visten por los pies, así se les esté saliendo el hígado por la boca. Pero de nosotras, -y a eso me refiero ahora en este texto y por imperiosa necesidad-, se espera una discreción máxima en todo campo. No me refiero a leves quejidos de asuntos banales, esto es, a los despotriques tradicionalmente tildados de conversaciones de marujas, compartidos a la puerta del cole de los niños, en el café, en el trabajo, ni con las copas del sábado entre amigas. Eso son hojarasca de bastante mal gusto y contraproducente, a mi entender. Para lo que yo pido atención es para todo aquello que asumimos casi sin cuestionarlo por venir impuesto por un rol no elegido, esto es, el papel a cumplir a la perfección por cuestión de sexo. Y entre todo ello, mantener la imagen y las apariencias que tan férreamente les metieron en la cabeza a mi abuela y a sus coetáneos. Y antes, mucho, mucho, mucho antes. Bastante a rajatabla lo han venido cumpliendo las mujeres, porque de no ser así,… ¡tormenta, rayos y centellas! Lo contrario, el exponerse demasiado, patalear, decir no, no cuestionar a las otras, supondría dar al traste con ese principio de que nadie sepa y nadie diga. Y todos a opinar. Sin filtro ellos e insultantes ellas. Así que si para eso hay que obedecer, asentir, complacer, quejarse poco y lamentarse menos,… ¡pues se hace! ¿Y las risas?, con encanto. ¿Y disfrutar sin mesura?, resta gracia natural, ¡fuera los orgasmos! ¿Y soportar?, se soportará lo que sea preciso. Suena anticuado, pasado de rosca ya, y hasta oportunista –según he leído por ahí-, ¿verdad? Pero existen a diario muestras a punta pala, momentos en los que hemos de pensarnos, y mucho, qué decir, cómo y con qué intensidad. Nosotras, sí. Las mujeres. Por favor, lector hombre, te ruego hoy que no acudas a la comparativa y al “y nosotros también”. No es el tema ahora, aunque se deba a las mismas causas. Dejadme que me centre hoy en nosotras, que la cosa pinta mal, pero muy mal. Y es que todo lo que hagamos o digamos es objeto de crítica en la guerra de sexos, venga esta de hombres o… ¡de mujeres! Si en un día normal y corriente nos lamentamos por estar cansadas, somos unas nenazas blandurrias, que ni podemos abarcar aquello de lo que presumimos ni estamos a la altura de la igualdad que exigimos. Si reivindicamos derechos y ponemos límites a ciertos comportamientos irrespetuosos o agresivos, somos unas feminazis, intolerantes e hipócritas, entregadas a sacarle punta a todo con tal de atacar al hombre. Si no queremos sexo, somos unas estrechas. Y si vamos a por ello, somos unas putas. Si no nos gusta un piropo, somos unas amargadas extremistas. Y si en un ámbito formal o laboral ponemos límite a una apreciación personal con tintes de tonteo, es que vamos de divinas. ¿Y si nos violan?,… -¡atentos!-, si nos violan y denunciamos, es por despecho, por descoloque postcalentón y/o por vergüenza y miedo a reconocer que lo estábamos deseando y quedar mal. Porque las apariencias siempre hay que mantenerlas, y mostrar en la calle que seguimos esbozando una enigmática media sonrisa giocondiana, pero sin estridencias; no vaya a ser que se malinterprete. De nosotras se espera que no hagamos, pero que consintamos. Y asimismo que si hacemos, si es por propia voluntad, sea sin darle bombo, sin protestar por nada o disimulando sensaciones. Oír, ver y callar. 

Concluyendo: no salirse de los roles de sexo, responder a lo que se espera de vosotros por ser hombres y a lo que se espera de nosotras por ser mujeres, alimenta en mal y supone ser cómplices de las conductas abusivas por razón de sexo. 


3. Cuestión de jerarquías

    Algo tiene el ser humano cuando necesita, sea como sea, posicionarse por encima de alguien. “Mi padre manda a mi madre, mi madre me manda a mí, yo mando a mis hermanos y todos mandamos aquí”. Observe donde observe dudo mucho que encuentre un solo espacio en el que no haya alguien situado por encima de otro ser humano. Más o menos respetuosamente, pero estableciendo una jerarquía. ¿Las razones? Desde las más “lícitas”: autoridad y sapiencia, experiencia, edad,…, hasta las más inmorales: carácter más débil, raza, etnia, nivel económico y clase social, religión,… y sexo. Pero jerarquías por doquier. Herencia animal, por un lado, y necesidades de organización, por otro. 
      La primera jerarquización de la historia se fundamentó en razones de sexo y a nosotras nos tocó en la parte baja de la pirámide. Justo por debajo de los hombres y por encima de los animales. A veces. Que en incivilizadas civilizaciones hay prácticas de aberrantes torturas a las mujeres consistentes en ponerlas a disposición de ciertas bestias. ¿Y por qué a la mujer, a todo un colectivo que supone la mitad de la humanidad, le tocó estar por debajo? En primer lugar siempre se ha acudido a la explicación basada en la supervivencia del más fuerte y, en reglas generales, el hombre lo es. Pero existe otra razón aún más poderosa y es el reparto de papeles en la sociedad al que me refería antes, la respuesta a eso que se espera de nosotros y de nosotras. Sin embargo, no siempre se tuvo la sensación de estar conformando una jerarquía. Dicha conclusión nace muchos siglos después. De hecho, algunas de las culturas más ancestrales, de las organizaciones sociales más primitivas, llegaron a colocar a la mujer en un lugar preponderante, debido a su esencial labor para la humanidad: la preservación de la especie. También es cierto que ese rol traía consigo la obligación moral y social de encontrarse siempre disponible para procrear, para mantener relaciones sexuales. No había responsabilidad mayor. Y tampoco negativa posible, ni sensación de obligación. El hombre, por su parte, asumiría el papel de cuidar, proteger, organizar y disponer. Y,… de aquellos polvos, estos lodos. Porque ciertas creencias comenzaron a cambiar, pero unilateralmente. El sexo comienza a considerarse como una práctica per se, natural, placentera y necesaria, y no únicamente asociada a la procreación. Y por ende, la disponibilidad de la mujer para el sexo ya no es de imperiosa necesidad. O no debería serlo, porque en la práctica se sigue actuando como tal. Del mismo modo que se continuará otorgando al hombre en exclusiva la labor de dirigir la vida de su prole y de su mujer. Reparto de papeles y jerarquía basada en una supuesta especialización de tareas y capacitación para ello.
Así que sí, tan en serio se tomó el hombre antiguo su papel de director de orquesta que aún hoy nos cuesta un triunfo a las mujeres el meterle al prójimo en la cabeza que nos dirigimos perfectamente a nosotras mismas, o que incluso no vamos a actuar en el concierto. Nosotras nos rebelamos y ellos se indisponen. Y en los casos como el que hoy me ocupa, los de abusos de índole sexual, también disponen. A su antojo. 
Concluyendo: no entender que entre seres humanos no existen jerarquías vitales, ni roles prestablecidos alimenta el mal y supone ser cómplices de las conductas abusivas por razón de sexo. 
     
SEGUNDA PARTE: EL SEXO, AQUEL GRAN DESCONOCIDO, AQUEL GRAN MALTRATADO.

1.   La demonización del sexo

    El sexo tiene todo para ser algo prohibido. Así de incongruentes resultamos. Es el epítome del placer por el placer, trae consigo disfrute inmediato, sin esperas, no conlleva un mayor esfuerzo,… ¿Dónde se vio que pueda obtenerse satisfacción buena, bonita y gratuita? Algo malo tiene que tener. Y sí, lo tenía. A criterio de algunos era demasiado atractivo de practicar y aun más peligroso una vez que se entiende como actividad en sí misma, y no únicamente como medio de procreación. Mentes y cuerpos distraídos pueden llevar a una considerable disminución de la población, por no hablar de los consiguientes cambios en los repartos de responsabilidades hombre-mujer y la posibilidad de que se desmantele todo el entramado jerárquico instaurado. A partir de ese instante y ante semejante amenaza el sexo por el sexo es algo sucio, prohibido, demoníaco y un enemigo a combatir. Y para ello hay un objetivo a trabajarse sin que flaqueen las piernas: la mujer. Si esta continúa entendiendo su sexualidad como elemento eminentemente unido a su papel de madre, se habrá salvado el sistema social tal y como se concibe. Pero si esta evoluciona junto al concepto del sexo, y comienza a entregarse a su práctica como fuente propia de placer y sin más objetivo que ese, -o no en su mayor medida-, estaremos asistiendo a la llegada de un nuevo concepto: las relaciones sexuales pactadas. Acordadas, habladas, compartidas. Igualitarias, disfrutadas, curioseadas. Pero por igual, sin diferencias por ser hombre o mujer. 
    No hay sexo malo si se respeta todo lo anterior. Y desde luego no hay sexo malo por el hecho de no pretender tener descendencia. La sexualidad tiene suficiente fuerza de por sí como para ser práctica esencial y autónoma en todo desarrollo humano. No estereotipa, no categoriza, no anula,… No por sí misma. Y, desde luego, no es pecado -¡qué daño han hecho las religiones!-. Pero por encima de todo, no es algo para esconderse ni que haya de provocar vergüenza, así como no es algo para practicar envuelto de unos tintes turbios y oscuros. Esa dinámica no hace más que potenciar su materialización y, perdonadme, pero no hay nada más vivo -humano o animal- que el sexo. Como lo es alimentarse, respirar, dormir,…. Son, por tanto, los aditamentos o su mala praxis los que convierten la experiencia en algo negativo. Pero exactamente igual que ocurre con todo lo demás. Así, utilizarlo como moneda de cambio, como objeto de chantaje, como instrumento de negociación o como elemento para recordar que se tiene poder,… es lo que realmente resulta turbio, oscuro y vergonzoso. No el sexo. Y es que tales prácticas representan rasgos humanos verdaderamente reprobables y desde luego en absoluto aplaudibles, puesto que se construyen sobre una conducta de abuso del más débil. 
     Y es que las necesidades humanas básicas, precisamente por ser necesidades, pueden llegar a dibujarse como fácil objetivo de quien pretende el abuso. Como el niño que amenaza al otro con quitarle el bocadillo, esto es, que acude a su necesidad de alimentarse, el adulto amenaza y recurre a abusar sexualmente y a violar. La diferencia está en este caso en el que primero entregará sin rechistar -o no mucho-, su bien más preciado, su comida. Y tras ello correrá a contarlo, aunque se sienta un tanto avergonzado, en busca de consuelo y justicia. Pero el segundo, casi siempre la segunda, no solo se sentirá terriblemente avergonzada, sino sucia y culpable de ello. Porque en esta ocasión se trata de sexo, de eso que solo se practica en el contexto de hembra procreadora o hembra complacedora. Algo que tenía que haber protegido con su vida para no pasar automáticamente al otro lado, al lado de las que lo practican sin moral alguna. Ha traicionado su rol femenino y ha fallado socialmente. Y esa es la punta del iceberg, porque huelga decir que el verdadero daño reside en la humillación de haberle privado de su más absoluta, íntima e intransferible libertad: elegir practicar sexo o negarse a hacerlo. Cosificación en la privación del derecho a decidir y cosificación al convertirla en un objeto de placer sin sentimientos, ni voluntad.
    Así que cada vez que llevamos a cabo hasta el más nimio gesto que aleje a la práctica sexual de su expresión más natural y limpia, estamos poniendo nuestro granito de arena en la red de abusos sexuales que rodean nuestro día a día. Con ello, echamos más leña al fuego de la cultura de la violación, en su más amplio espectro, y le ponemos una soga al cuello a cada individuo susceptible de ser cosificado. Pensémonos mucho, pues, el criticar absolutamente nada que tenga que ver con la sexualidad en libertad. Cosámonos la boca antes de pronunciar el siguiente “puta” o “maricón”. Guardémonos mucho de mirar mal e insultar a la zorra que se ha llevado los favores del chico que nos gusta, y de engrandecer al tío que ha conseguido tirarse a tal o cual. Cada vez que hacemos algo de lo anterior estamos contribuyendo a otra violación más. Así de crudo. 

Concluyendo: la más mínima acción que se oriente hacia la materialización de la sexualidad conlleva convertirse en cómplice de las conductas abusivas por razón de sexo. 


2.  El sexo bien entendido

     El sexo bien entendido es aquel practicado en libertad e igualdad. Punto. No tendría por qué añadir nada más a esta definición, pero mucho me temo que es tan farragosa la cuestión y tan nocivo su mal entendimiento, que resulta imposible quedarse ahí. Cómo ha de ser?, ¿cómo practicarlo? Libre e igualitariamente. 
     Exacta y ajustadamente así. Así es y así debe ser cualquier relación sexual. Sin excepción. Siempre pactada, que no consentida, ¡ojo! El sexo no se consiente, por muy de moda que esté el vocablo. Tampoco se cede o se concede. Las relaciones sexuales se mantienen porque se quieren mantener, porque apetecen y porque gustan. Desde la misma idea y decisión de tenerlas en ese momento, hasta todas y cada una de las prácticas llevadas a cabo. Y metidos en ello, podemos y debemos -es hasta recomendable-, expresarle al otro que tal práctica nos gusta y nos apetece, ya que conocernos sexualmente es avanzar en su calidad; pero tal información será exacta y únicamente un ofrecimiento que el otro elegirá llevar a cabo o no, según le resulte atractivo o apetecible. Que nos quede muy claro a todos que esto no es un concurso en el que gana el que más puntos consiga. No se trata de ir logrando metas, ni conquistando ni consiguiendo. Se trata de compartir absolutamente todo. Así que nada de tratar de convencer a nadie para hacer una cosa u otra. Y nada de aguantar la cantinela de que traten de convencerte. En el momento en el que el discurso, los gestos, y la actividad vayan por ahí, ¡sal huyendo! ¡Ni pajolera idea de lo que es el sexo! Como tampoco la tiene la cultura del porno, si sus imagenes se ven como reto a alcanzar, a imitar, y no como herramienta puntual de uso y disfrute, -aunque discutiría su tratamiento, dado que se basa en la cosificación-. Y desde luego tampoco tienen ni remota idea pseudo novelas o películas infumables como la aplaudidísima Cincuenta sombras de Grey, etc, etc,... que explican ciertos gustos y prácticas sexuales como la respuesta o la reacción directa ante ciertos problemas psicológicos. ¡Acabáramos! No es en el sexo en donde reside la perturbación, pero es ya otro asunto. Otro día.  
    ¿Es preciso decir pues, llegados a este punto, que el sexo bien entendido no conlleva abuso? Tristemente sí. Es preciso decirlo y mucho. El sexo mueve el mundo. Ni el dinero, ni el poder,… el sexo. Y aquellos se encuentran al servicio de intentar obtenerlo sin problemas y en cantidades. Y la causa no es otra sino todo lo que llevo tratando aquí hoy. El sexo no se entiende y no se sabe practicar en absoluto, y tal nivel de ignorancia nos ha llevado a una hecatombe de tal magnitud que ha desembocado en la absoluta degeneración del ser humano: el chantajista, el abusador, el violador. Pero también el que aprovecha su puesto privilegiado para obtenerlo, el que paga por ello, el que comercia con las necesidades ajenas o el que juega con los sentimientos del contrario. No hay mayor depravación que esa. Y mucho me temo -nos consta a todos-, que lleva instalada entre nosotros desde hace miles de años. Y no es animal, permitidme que os diga. El animal no mantiene sexo por placer. Es humano, y al tiempo en tales casos, una de las prácticas más inhumanas posibles. Me pregunto si podría ponérsele fin algún día…
    Indiscutiblemente terminar con el concepto material del sexo, y por ende entenderlo, pasaría obligatoriamente por tres acciones obligatorias. La primera consiste en dar portazo definitivo al binomio sexo-procreación como idea única y cerrada, y asimismo a los roles de sexo. El único destino al que nos llevan esas consideraciones es a tener profundísimamente interiorizadas, de manera más o menos consciente, ideas como la de que el hombre es más sexual que la mujer, que necesita mayor cantidad de sexo y más frecuentemente que la mujer o que tiene mayor dificultad para frenar sus impulsos sexuales. ¡Fuera absolutamente tales barrabasadas, por favor! La segunda es dejar de potenciarlo, ¡y esto va especialmente para vosotras, chicas!. Mordámonos la lengua y cortémonos las manos antes de llevar a cabo usos, comportamientos o frasecitas que aluden a lugares comunes tremendamente tóxicos. Eso de creer y decir que todos piensan y buscan únicamente sexo; eso de enviar al hombre a dormir al sofá, “castigándolo” con estar a palo seco, si no se porta o comporta como una quieres; eso de correr a llamar zorra a esa chica que tontea con tu pareja o que mantiene frecuentes relaciones sexuales sin compromiso sentimental. La tercera es no restar importancia a ni una sola actuación que abra la más mínima brecha al respecto. Nada de emitir ni escuchar piropazos de índole sexual, nada de imágenes hipersexualizadas en las que hombres o mujeres se retraten como trofeos, nada de colocar las relaciones sexuales como objetivos en lugar de como medios, nada de minimizar o normalizar las faltas de respeto, nada de bromear con los tópicos, estereotipos o con esta gravísima situación. Esas son las tres vías para normalizar el sexo. 

Concluyendo: frivolizar las conductas sexuales irrespetuosas conlleva convertirse en cómplice de las conductas abusivas por razón de sexo. 



DIAGNÓSTICO CLÍNICO

    Seguiremos disimulando y quitando hierro a los comportamientos que mutilan derechos esenciales, mientras sigamos dándole esa obscena importancia a la opinión ajena. Seguiremos alimentando a la bestia cada vez que hablemos de fulano o mengana, cada vez que por nuestra boca salga la más mínima expresión cimentada en los roles de sexo. Seguiremos nutriendo los abusos mientras no entendamos que el sexo es algo limpio, positivo, libre y siempre igualitario. Seguiremos dando cancha al la discriminación sexual cada vez que pronunciemos una sola palabra tintada de machismo o hembrismo. Seguiremos abrillantando la cultura de la violación mientras consintamos una sola de las prácticas anteriores, mientras creamos que la mujer debe complacer al hombre por disponibilidad, y el hombre a la mujer por instinto imparable. Seguiremos... ¿O quieres terminar con la cultura de la violación?








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