LAS VAN A SEGUIR MATANDO, SI TÚ NO TE MUEVES

By María García Baranda - noviembre 28, 2017


Para ELLA. 
Por su valor, su tesón y su enorme belleza interior.

SERIE:  ♀ Fémina

PRÓLOGO

     No podría meter letras a este asunto sin comenzar por el principio. Esto va de violencia machista. No de violencia de género, ni de violencia doméstica,… sino de violencia machista. Concreta y específicamente. Que no es decir lo mismo, ni sus términos precisan igual. Durante algún tiempo abordé este tema tratando siempre de mencionar que junto al espanto de la violencia machista hacia las mujeres, existían también casos de malos tratos de mujeres a hombres y que no era mi intención volverles la cara. Me esforzaba tremendamente en remarcar que mi repulsa era idéntica en ambos casos, independientemente del sexo, del número de víctimas o de las muy distintas cifras de seis hombres asesinados a manos de sus parejas o exparejas (mujeres u hombres), por cada sesenta mujeres. Siempre he pensado que una víctima ya es única de por sí, y que una ya es demasiado. Del mismo modo, señalaba, a quienes me lo mencionaban, lo mucho que me indignan los casos de denuncias falsas, por cuanto son tanto un daño irreparable a los hombres implicados, una afrenta a las mujeres víctimas de violencia machista y un flaquísimo favor para la lucha en contra de esta causa. Me esforzaba mucho en ser absolutamente equilibrada en mis exposiciones y al ofrecer mi opinión del tema, puesto que no quería herir susceptibilidades masculinas ni no ser ecuánime. Pero evolucioné.  
     Hoy sigo manifestándome en contra de las conductas anteriores, naturalmente, pero he aprendido que es de justicia que me centre, que nos centremos sin rodeos, en los casos de violencia machista. La primera razón es la dimensión inabarcable de este mal, sus enormes tentáculos y su profunda gravedad. La segunda razón es que se trata de violencia estructural, y por ello la gravedad a la que me refería, dado que está implantada hasta el tuétano del sistema social que habitamos y es alimentada a diario por todos, hombres y mujeres, hasta en los más mínimos detalles. Todo ello, cocido en un caldo espeso que lleva miles de años con nosotros: el machismo, como sistema cultural e ideológico por el que el hombre oprime a la mujer. Machismo estructural, sí, del que por viejo y anquilosado ya no sabemos cómo despegarnos. Así que por eso digo que evolucioné porque, sin restarle importancia a otros casos de malos tratos y de violencia, aprendí a ver la diferencia, a analizar causas y modos de enfrentarlo y a reflexionar sobre que nuestra mayor energía debe ahora centrarse en la violencia machista. Urge. La violencia machista tiene su origen en el patriarcado, en la idealización del amor y el concepto tradicional y precocinado de amor romántico, en el sentimiento de posesión hacia la mujer y en el androcentrismo. Por su parte, los casos de violencia ejercida sobre los hombres son fruto de conductas reprobables, denunciables y punibles sin que nos tiemble la mano, por supuesto, pero no están asentadas sobre la base de nuestro sistema social. No son estructurales, pues, no se basan en conductas sexistas, como tampoco los otros tipos de violencia doméstica, ejercidas contra niños o ancianos. En estos últimos casos la fórmula para combatirlo es muy diferente. No hay que reeducar a una sociedad entera para ello, ni rehacer otros aspectos conductuales tan diversos como en la violencia machista. Ni muchísimo menos. Y por lo que se refiere a los casos que antes mencioné, a esos casos de mujeres que lanzan contra sus parejas o exparejas denuncias falsas por malos tratos (0,0015 % de las denuncias por malos tratos durante el pasado año, por cierto), no dejan de ser un reflejo de la problemática que nos ocupa. Las denunciantes aquí se sirven de las lagunas legales y los estereotipos de sexo del sistema patriarcal en el que vivimos. ¿El resultado? Un hombre doblemente victimizado, a manos de su denunciante y a manos de la sociedad que lo juzga y lo tacha, me temo, de consentidor y pusilánime. Pero aún así, no es justo ni preciso que lo usemos como argumento atenuador o equilibrador del asunto. Esto no es una competición para ver quién es el más afectado. Aquí hay un problema serio, muy serio. Tremendamente serio. Con miles de mujeres -una de las dos mitades de esta sociedad que formamos- destrozadas de múltiples maneras. Muchas en silencio. Y algunas ya asesinadas. Aquí hay un problema serio, porque si el maltrato es la punta del iceberg, lo que se encuentra bajo la superficie es un espectro ingente de actos de desigualdad contra la mujer y por el simple hecho de ser mujer. 



PRIMERA PARTE: ELLA

CAPITULO I. Nadie te cuenta cómo empieza

    Ella es preciosa. De veras lo es. Vivaracha. Despierta. Es tan bonita por dentro como lo es por fuera. La recuerdo a sus dieciséis años, en mis clases, sentada junto a la ventana, en ese equilibrio constante por avanzar en la materia y charlar sin parar con quien se sentaba junto a ella. Hacía un par de años que no la veía a diario, aunque algo sabía de sus cosas a través de las redes sociales. Y un día alguien me dijo, me comentó de forma muy privada, preocupada y respetuosamente. Y yo no lo podía creer. “¿Qué?”, ¿cómo?, ¿quién es ese hijo de puta?, ¡pero si es preciosa!” Por mi boca salían expresiones compulsivamente, ante el desconcierto, la impotencia… Me vino a la cabeza el caso de mayor cercanía que yo había conocido hasta entonces. Pero era distinto en contexto. Era el de una mujer maltratada a lo largo de sus cuarenta años de matrimonio. Una mujer de otra generación. Una mujer de barrio, obrera, sin estudios,.... Distinto en contexto, sí. Pero igual en todo lo demás. 
     Me dijeron que ella le había puesto punto final a aquello, que había saltado de la sima, y que ahora empezaba la segunda parte de la historia. ¡Casi nada! Llegué a casa y la busqué en la red social en la que estábamos conectadas. Y lo supe. Vi sus ojos en dos fotos y lo supe. Supe que todo eso había ocurrido y le había dejado rastro en la mirada. Me sentí orgullosa de ella por querer salir, por saltar, por haber podido y haber sabido saltar. Me sentí orgullosa de que hubiera llegado su momento, porque de eso se trata, de que un día llegue el momento. Antes o después, pero de que llegue. Ninguna sabe cómo, ni cuándo. Ninguna sabe cuándo detectará el primer indicio, cuándo se sentirá atrapada, cuándo estará preparada para largarse, ni cuándo reunirá las fuerzas necesarias para ello. Tampoco sabe cuándo encontrará la rendija por la que marcharse. Y es que nadie entra en una historia sentimental con malos tratos sabiéndolo. Nadie inicia una relación que se caracteriza por ser controlada, anulada, abusada, utilizada, violada o golpeada. Creo que es obvio, por si a alguien le genera duda alguna. Porque al principio no es así. El principio, como el comienzo de toda relación, es precioso. Dedicado, romántico, emocionante. Idílico, como todos los procesos de conquista, como todos los ligues, como todas las seducciones, como todos los enamoramientos. Y desde luego ningún maltratador pone de inicio las cartas sobre la mesa de cómo será el día a día con él. Su conducta es gradual, es paulatina, se alimenta de la cotidianidad que nutre su sentido de posesión sobre ella. Y a ellas,… a ellas nadie les cuenta cómo empieza todo. 
    Nadie se lo contó a ella, no, desde luego. Nadie le dijo que no es normal, ni bueno, ni sano que él tenga en sus manos el poder de decisión de todo cuánto concierne a ella, y que eso no es amor. Nadie le dijo cómo empieza todo, a fuego lento, forjando una relación basada en el más absoluto control y que desembocará en dominio. Físico, psicológico y sexual. Pero poco a poco y sin demasiadas pistas iniciales. Tan solo él y ella. Él reclama tiempo juntos, necesita estar con ella. Y ella anula quedadas con sus amigos, porque él, romántico y amoroso, cree que todo el tiempo a solas es esencial. Han de crecer como pareja. Él la acompaña, caballerosamente, al instituto, a sus actividades, a sus cosas,… a todas. Todos y cada uno de los días. Aunque últimamente ella las ha plantado bastante porque él necesitaba estar con ella. Así se lo dijo. Está muy enganchado a ella y teme perderla, a pesar de que ella lo quiere mucho. Y es que hay a su alrededor mucho tonteo y muchos buitres, y las redes sociales lo ponen fácil para ligar. Ella sabe que él no tiene por qué preocuparse, pero aún así le ha dado sus claves de acceso para que no desconfíe más. Y él, por su parte, entra en sus cuentas y vigila que nadie se pase de comentarios ni de exceso de “me gustas”. Es que es hombre, le dice, y sabe de sobra lo que ocurre entre tíos y cómo babosean. De hecho, últimamente se ha dado cuenta de que no es muy buena idea que ella use ciertas prendas de ropa cuando están con sus colegas. Se pasan de miraditas a escote, piernas o formas ceñidas. Ella lo tiene en cuenta y deja esa ropa aparcada en el armario. Al final es un signo de respeto, piensa. Y él le hace saber en todo momento cuánto la quiere y cuánto la necesita. Todo el tiempo del mundo es poco, así que los mensajes de WhatsApp cuando no pueden estar juntos no paran. Ella suele contarle dónde y con quién está en cada momento, y es que a él le deja mucho más tranquilo saberlo, conocer su hora de última conexión, no verla en línea sin saber con quién. Se lo pregunta, se interesa por esas cosas. Es como estar con ella al lado. Y además hay por ahí gente con ganas de comerle el coco, y quién sabe, ponerla en su contra. Por envidia, ¡seguro! Envidia de tener a alguien que la quiera tanto. Y para ejemplo su amiga, esa que ha insistido tanto en ese viaje de fin de curso que llevan esperando toda la Secundaria. Pero ella no va a ir. Antes le hacía ilusión, pero ahora tiene novio y ya no es lo mismo. No va a dejarlo solo durante toda una semana y menos después del viernes en el que salió el tema y a él se le desencajó la cara. Pasarán la semana juntos, todo el tiempo. Él quiere dar más pasos en sus relaciones sexuales, trata de hacerle entender que ha de avanzar y practicar más cosas porque es muestra de amor. Si lo quiere lo suficiente ella se va a entregar a hacer lo que le pida, ha de ser así. Y así se lo hace ver. Y ella lo hace. Satisfacerlo sexualmente a pesar de los nervios o de no estar suficientemente preparada le hará saber que lo quiere mucho. Al fin lo sabrá. Pero él no lo sabe. Nunca lo sabe del todo. Siempre duda. Y eso le hace enfadarse a veces, frustrarse. Como el otro día en el que le gritó. Fue temperamental, pero todo el mundo lo es cuando está enamorado. Si no le importara no lo haría. Tampoco la zarandearía, ni la sacaría del brazo de aquel local el sábado para protegerla de esos dos compañeros de clase que al hablar con ella se la comían con los ojos. Él lo detecta enseguida. Y ella ese día, se pasó un poco de tonteo. Y él no se lo merece. La quiere. Sabe que a veces es muy impulsivo, pero va a intentar controlarlo. Solo necesita que su relación avance y sentirse seguro. Lo conseguirá. Ella sabe que lo conseguirá. Y que cambiará. El amor lo puede todo. Logrará templar los nervios y cumplir su promesa. No volverá a haber broncas como la del otro día. A él se le fue de las manos y a ella..., a ella aún le duele el muslo del puñetazo que le propinó. Pero no volverá a pasar nunca más. Se lo ha prometido. Ya es la tercera vez y es demasiado. Él está destrozado, destrozado de verdad y roto en llanto. Dice que le duele a él más que a ella y a la vista de cómo le ha pedido perdón, es posible. Tiene miedo a perderla, le recuerda. La quiere. Tanto, que no podría vivir sin ella. Sería capaz de hacer cualquier locura y ella solo de pensarlo se echa a temblar. Él la necesita de veras.


CAPÍTULO II: ¿Por qué me hace esto? 

        Ella no tiene un pelo de tonta, naturalmente que no. De haber visto en inicio cómo han llegado a ser las cosas no estaría donde está. Que nadie se lleve a engaño. Y ahora, muchos meses después, ha visto en qué se ha convertido todo. No lo puede creer. De hecho fue percibiendo, sintiendo, notando poco a poco que algo no iba bien. Cada semana un problema, una pelea, un enfado. Y ella envuelta en lágrimas. No hay cosa que más le duela que verle enfadado con ella. Se rompe en dos. Pero ella es una luchadora y él el chico al que quiere. Y sigue ahí. Arreglando cada bronca y entendiéndolo. Él tiene muchos problemas en la cabeza y es impulsivo, no lo puede evitar. Si ella no le da la oportunidad, nadie se la dará. Y él ha prometido que no volverá a pasar. Ella aprieta dientes, sí. Y sigue ahí. Aunque no sabe por qué le hace eso. Se lo pregunta cada día, cada noche antes de dormir: “¿por qué me hace eso?”. Tras cada enfado, cada grito y cada golpe. Y no acierta a saber la causa. Y se recuerda a sí misma que él la quiere. Y ella a él, aunque esté más triste cada vez y los momentos de intimidad le hagan menos ilusión. Aunque tema que él se enfade esa tarde y todo empiece de nuevo. Se pregunta si todo va a cambiar. Se pregunta si con amor, cubriendo sus carencias, él dejará de reaccionar de ese modo. Pero sigue sin saber por qué, haga lo que haga, si él la quiere, le hace eso. Debe de ser por lo que él dice siempre: le aterra perderla, la necesita.
    Y tiene razón. Él la necesita de veras. Sí, en efecto. La necesita para no sentirse solo. Para no sentirse menos. Para poder desahogar su frustración. Para sentirse alguien. Para sentirse al mando. Para controlar una parcela de vida, aunque no sea de la suya sino de la de ella. Para enfocar su ira. Para ser dueño de algo. Ella es ese algo. … algo.



CAPÍTULO III: ¿Por qué no sales?

    Lo lleva muy en secreto, pero hace un tiempo ya que a ella se le viene a la cabeza cómo sería todo sin él. Hay una parte de ella a la que le gustaría de veras, necesita salir de esa tristeza, pero se siente culpable solo de pensarlo. Tampoco sabría ni por dónde empezar. ¿Sería capaz de estar sin él?, ¿quién la iba a querer a ella?, ¿cómo le va a contar a nadie lo que está pasando?, ¿esto es denunciable?... ¡es su novio!, ¿puede denunciar sin que lo sepa nadie más? No sabe por dónde empezar. ¿Y él?,… ¿lo soportaría?, ¿y si se hace algo?, ¿y si le hace algo? Y es que él ya le ha hecho algo. Algo fundamental para que ella no sepa cómo salir. La ha dejado sin fuerzas, sin autoestima, sin capacidad de reacción. Casi nula. La ha dejado sin visión de futuro, porque la mayoría de los días no se imagina una jornada normal sin él y sin los hábitos que él ha marcado. La ha dejado con miedo al dolor, propio y de él. La ha dejado con un miedo atroz a que se sepa y cualquier cercano haga una barbaridad. La ha dejado avergonzada. Muy avergonzada. De pensar solo en la posibilidad de tener que contar que su historia de amor no es historia porque no es construcción, sino destrucción. Y que ni mucho menos es de amor.
    Ella no sale porque ni puede ni sabe salir. Aún. Porque la chica que es hoy ha perdido un alto porcentaje de ella misma y está malita. Muy malita del alma. Ni piensa, ni decide, ni siente como ella sabe hacer, porque está en estado de shock permanente. Y en vilo. Ni siquiera se reconoce. No se encuentra en plenas facultades. Nadie se encontraría. No es posible. Y es que no es posible enfrentar indolentemente una ruptura, de asumir que nuestro amor, esa persona en la que confiamos nos ha fallado y es capaz de lo impensable,… Todos (nos) negamos un desprecio, un abandono, una infidelidad, una falta de respeto,… procedente de la persona a la que queremos. Duele, duele mucho. Y la aceptación es solo la fase última del proceso. Así que si esto ocurre así a diario un contextos sin malos tratos, ¿cuán difícil no será para ella? Para ellas. Para todas. Así que ella no sale porque no es tan fácil de buenas a primeras. Aunque lo hará, estoy segura. Pero no de un arranque sin más. Y muchísimo menos sin apoyo. No se sale sola. Sale ella, por sí misma, por su propia decisión y voluntad. Y a ella pertenece ese movimiento. Pero a ella hay que apoyarla, agarrarla de la ropa y tirar hacia afuera. 

CAPÍTULO IV: La equidistancia de los de afuera

   Habrá quien le brinde la mano y le dé fuerzas. Siempre lo hay, a pesar de que a priori no se sepa quién. Ella piensa en nombres concretos a los que acudir. Y acude. Ha intentado ya un par de veces contar aquello por lo que está pasando, pero esta vez será la definitiva. Y lo hace. Esa tarde ha quedado y en un instante de fuerzas ha roto a hablar. Y a llorar. Ya está hecho. Pero ahora que está a solas, se le ha quedado una sensación muy extraña, la verdad. Tal vez para ella esto sea un mundo y la cosa no sea tan grave, pero se esperaba una reacción mayor. O tal vez se deba a que son amigos comunes, de ella pero también de él y él es siempre un tío muy legal con ellos. Les costará asumirlo. Se queda triste. Triste y con la sensación de que no la creen. Y en efecto no la creen. Nunca han aprobado mucho el mal rollo de pareja que ha habido entre ambos, idas y venidas, y esto sea posiblemente una falta de respeto mutua más. O celos de ella, sí, tal vez celos. O revancha. Pero no les cuadra demasiado la idea de que él le haga todas esas cosas. ¿Cómo va a ser un maltratador él, por favor, si es un sentimental? Vale que con su novia anterior hubo cosas y tuvieron unas cuantas enganchadas en las que a él se le fue la pinza y le arreó un par de hostias, pero es que ella era de traca. Un poco calientapollas. Y además ha pasado tiempo desde entonces. Él ahora ha madurado. Desde luego, ¡vaya mala suerte tiene con las tías! Y es que no saben o no quieren saber que quien la hace repite. Que la gente no cambia así sin más. Que las enganchadas no tienen justificación y las hostias menos. Que llamar a una mujer calientapollas es fomentar el machismo. Y que con su actitud están siendo cómplices de los malos tratos que ella recibe.
   Habrá quien brinde su mano. Lo hay, de hecho. Y no precisamente quien ella pensaba en inicio. Y esa mano resulta esencial. Porque lo que a ella le ocurre no le afecta al dueño de esa mano, pero no se la lava ni se aparta por el hecho de no es cosa propia. Además no pregunta. Ni por ropas, ni por terceras personas. Tampoco pregunta por redes sociales, celos o relaciones sexuales. Solo está ahí. No la juzga. Y es firme en su postura: sal, sal y denuncia. 
  

CAPÍTULO V: ¿Y después qué?

    Ella sale de todo esto. Afortunadamente sale y comienza un camino que no tendrá nada de fácil. Ni de breve. Más bien lo opuesto. Él no lo va a aceptar de buen grado, eso desde luego. Habrá llamadas, visitas a casa, insultos, amenazas y muchos momentos de miedo. Todavía los hay. Y de dolor. Este horror es algo con lo que ella aprenderá a vivir, simplemente eso. Vivir sabiendo que eso le ha ocurrido a ella. Y se le despertará de vez en cuando, cada vez que haya de relacionarse con alguien nuevo de quien no sabrá si le espera alguna desagradable sorpresa. Nadie asoma al principio, se dice a sí misma. Se le despertará cada vez que oiga hablar del tema en la televisión o en la radio sin profundizar lo suficiente o solamente en fechas señaladas. Se le despertará cada vez que escuche expresiones sexistas entre sus amigos o conocidos, cada vez que vea a otra chica que se deja controlar por su novio mínimamente o cada vez que un hombre le diga a ella cómo hacer algo. Se le despertará cada vez que observe cómo el día a día está lleno de leños echados al fuego de ese machismo sin el cual no habría dicha violencia. Por todas partes y por parte de todos. Con la mayor de las irresponsabilidades. ¿Y volver a amar? Antes tiene que volver a amarse a ella misma. Ha oído tantas veces que es una mierda, que no es lo suficientemente guapa o lista, que no puede ni sabe estar sola, que nadie la va a querer,… que se lo ha creído. Si un chico la mira y le hace ver que le gusta, ella piensa que quiere un rollo y nada más, que después de follársela no la tomará en serio, que mañana se irá con cualquiera mucho más guapa y que no llegará a ser nunca lo suficientemente espabilada como para que a él le interesen sus conversaciones. Al fin y al cabo eso ya pasó una vez. Pero finalmente ella sale de todo, sí, pero le queda camino. Aunque no importa. Lo recorrerá y merecerá la pena. Cuando se dé cuenta que no era ella la de las taras, sino él. Que ella no solo va a recuperar quien era entonces, antes de él, sino que va a añadir, junto a las marcas de las heridas, lo aprendido hasta ahora. Aunque ojalá no hubiera tenido que aprenderlo. Cuando pase el tiempo suficiente. Y está pasando. Vuelven a brillarle algunos de los rasgos que yo veía cuando se sentaba junto a la ventana de mis clases. Aunque no sea la misma. Vuelve a proyectar y ahora, eso sí, con muchísima garra. Muchísima fuerza y ganas de futuro. Aunque tenga todo ahí presente y piense en las demás.
    ¿Las demás? Hay muchas, muchísimas. Muchísimas más de las que nos imaginamos. Que callan o que deciden hablar. Que siguen dentro o que se marchan. Que denuncian o que no se atreven. Que son controladas. Que son controladas y manipuladas. Que son controladas, manipuladas y anuladas. Que son controladas, manipuladas, anuladas e insultadas. Que son controladas, manipuladas, anuladas, insultadas y humilladas. Que son controladas, manipuladas, anuladas, insultadas, humilladas y abusadas. Que son controladas, manipuladas, anuladas, insultadas, humilladas, abusadas y violadas. Que son controladas, manipuladas, anuladas, insultadas, humilladas, abusadas, violadas y golpeadas. Que son controladas, manipuladas, anuladas, insultadas, humilladas, abusadas, violadas, golpeadas y… asesinadas.
    

SEGUNDA PARTE: YO

     Esta semana he hablado con tres mujeres jovencísimas que me ofrecían su visión sobre la violencia machista. Vivida cerquísima o en propia piel. El enorme valor que le doy a que se confíen a mí solamente lo sé yo. Y ellas, espero. Su edad hace que me afecte aún más el hecho y al tiempo me refuerza en mi necesidad de moverme al respecto. Decir que tengo el tema entre los dedos es poco decir. Vivo, siento, experimento vivencias personales. Soy mujer consciente de serlo y cada día salgo a pelear contra gestos que me llenan de impotencia, aunque no me rindan. Soy, he sido y seré -me temo, lamentablemente- víctima de machismo en múltiples formas y maneras. En mis contextos laboral, académico y personal. Podría identificar, sin menoscabo de todo lo padecido por las víctimas profundas de malos tratos, conductas puntuales con las que se vertían contra mí gestos con retazos de machismo. Más o menos acusados, según. De ese que en otros casos fueron a más y llegó a ser violencia de la cruda, esa que tanto urge aniquilar como primer paso. Pero sí, en mi día a día y sin exagerar, puedo decir que me he sentido cosificada, utilizada, minusvalorada, acosada, controlada, cuestionada,… por el hecho de ser mujer. Y lo que viene detrás me puede pasar a mí. Y no por estadística ni cálculos de probabilidad, sino porque, ya lo dije, la olla en la que vivimos contiene un caldo que lo alimenta constantemente. Y yo lo peleo. En la calle, en casa y en el aula. Comparto pensamiento, fomento, educo, repito, pataleo y me dejo la piel en tratar de que todo este despropósito mejore. Así que no escucho, vomito discursos y ya. Cuando termino mis clases, me sacudo el polvo de tiza de la ropa y salgo a la calle. En el aula, junto a la docente está la mujer, siempre, con bastante presencia además. En la calle, la docente no se va del todo, nunca se va, pero la mujer ha de caminar como cualquier otro individuo y fijarse muy bien en todo cuanto fluye a su alrededor. Y ahí, especialmente ahí, es donde se encuentra mi campo de acción. Ahí me fijo en las conductas humanas, en los comportamientos aprendidos, en los jóvenes que luego se sientan en mis clases pero que ahí son espontáneos, en lo que se considera normal por el hecho de ser habitual -craso error, puesto que no por común ha de ser normal ni correcto-. Ahí, es donde lo veo claro. Mi labor no puede ser única. Ni la de los padres de los jóvenes. Ni la de los psicólogos. Ni siquiera la de los políticos, si se decidieran a hacer algo en serio por fin. Y mi labor tampoco es puntual, ni tiene fechas ni horarios. Es perpetua y continua. Hasta mi último día. Y como la mía, la tuya. Métetelo en la cabeza.



TERCERA PARTE:  TÚ, VOSOTROS, NOSOTROS,…

CAPÍTULO I: Sin bajar la guardia

    La violencia machista no es problema de las mujeres que la padecen, ni de los hombres que la ejercen. O no solamente. Tampoco es un fenómeno contra el que luchar al calor de esa moda o tendencia de nueva creación que es el feminismo en un inexistente patriarcado ya, como acaban de decirme para mi estupefacción. La violencia machista existe desde que existe nuestra sociedad antropocentrista, por cuanto se cimenta en la superioridad y dominio del hombre sobre la mujer y en la adjudicación cerrada de roles por razón de sexo. Así que es problema de todos y la solución está en la mano de todos. De quienes la padecen, la ejercen, la ven, la pasan por alto,… de todos. Y no hay otra forma de eliminarla, creedme. Solo existe un camino: educar y frenar en seco todos y cada uno de los comportamientos de tinte machista, por mínimos y leves que parezcan, sin dudarlo. El objetivo es señalarlos y enrarecerlos de tal grado que llevarlos a cabo se convierta en acusable a los ojos de cualquiera. No queda otra opción que la no permisividad. Hemos de educar en contra de la violencia machista, pero al tiempo es indispensable no pasar por alto ni un comentario, ni un gesto, ni un hábito aprendido, ni un chiste, por leves que estos parezcan. Así como no podemos permitirnos el lujo de alentar a quienes los lleven a cabo. Ni reírles las gracias. Ni quedarnos callados. De nada serviría si no la acción de unos pocos centralizada, por ejemplo, en las aulas, en charlas y conferencias de concienciación. Cambiar una sociedad es asunto de enjundia, de tiempo y de paciencia. Pero también de movimientos fuertes y decididos, en los que no hay tiempo ni espacio para paños calientes ni para tibiezas. ¿Y lo indispensable? Ser capaz de ver y reconocer que existe el problema, que está ahí, y que su onda expansiva abarca todo cuanto alcanza nuestra vista. 


CAPÍTULO II: Pero, ¿de verdad hay tanta desigualdad y tanto machismo hoy día?

     Pero no todos ven. No todos tienen puestas las gafas de quien sufre. Habrá quien no reconozca el problema como tal, por lo que buscar su ayuda para combatirlo se me antoja casi misión imposible. De entre ellos algunas son mujeres lejanas al tema, por un lado aisladas a los casos de violencia machista extrema y por el otro inmunizadas a la violencia camuflada que solapadamente se ejerce contra todas las mujeres. Ellas negarán el hecho y en la mayoría de las ocasiones ni siquiera entenderán la idea de lo que es el feminismo. Su ceguera se debe, pues, al uso de unas gafas de sol tan opacas que les impide ver más allá de su mundo más inmediato. Otros serán hombres macerados en una cultura machista recalcitrante, de estos que han mamado la idea de que la mujer es un ser inferior al hombre y de que este tiene el cometido de velar, organizar y gestionar la vida de ambos sexos. Estos son ciegos totales y con patología congénita además. El tercer grupo de invidentes es el de aquellos que se proclaman a favor de la igualdad y en ningún momento se declararían machistas. Naturalmente que no, eso sería caer en la autodefinición de un estereotipo no deseado contra el que se lleva luchando vehementemente durante más de un siglo. Sin embargo, practican la negación: negación del problema y de actitudes propias bastante alejadas de la igualdad. La ceguera de estos últimos es parcial, tuertos de un ojo, bien debido a un desconocimiento real de la problemática, bien a la conveniencia. Lamento tener que decirlo, pero en este último caso nos encontramos ante unas nuevas y reformuladas representaciones de machismo: el neomachismo, o lo que llega a ser “negar la mayor”.
    Por lo tanto, el problema existe. ¡Vaya si existe! Pero mientras haya quien no quiera o no sepa reconocerlo como tal, derribarlo va a seguir siendo agotador y costosísimo. Comienzo diciéndole a muchos hombres, especialmente a mis conocidos -esos que saben si soy o no honesta en mis consideraciones-, que negar lo que nosotras vivimos y sentimos en nuestra propia piel cada día es una osadía y un signo de prepotencia, de afán de superioridad y de ignorancia supina. Yo sé perfectamente cuándo soy discriminada por razón de sexo, señores, cuándo soy víctima de un comportamiento machista y cuándo se ejerce sobre mí violencia machista. Desde luego sé distinguir también cuándo esta última no se debe a un ejercicio espontáneo o visceral neutral, sino que se sustenta en mi condición de mujer y la posición de superioridad del de enfrente. Negar que a mí, y a millones y millones de mujeres en el mundo nos sucede esto es negar un holocausto mientras enterramos a sus víctimas. Aún así, hay quien reconoce que la violencia está ahí afuera, pero no admite que la razón de sexo sea la causa en los casos que nos ocupan, más allá del hecho de que vivimos en una sociedad eminentemente violenta. Eso sería como aducir que la violencia ejercida en los Estados Unidos contra la población negra, especialmente hasta los años 60, responde a una sociedad violenta y desigual, y no se debe a cuestiones raciales. Tal afirmación me resultaría una falta de respeto imperdonable y no imagino a nadie con sentido común defendiendo esa idea. Así que de igual modo, negar que las mujeres sufren discriminación, agresiones o violencia por razón de sexo es asimismo una absoluta falta de respeto a todo el sexo femenino, además de un signo se absoluta estupidez. Conlleva también el negar, por tanto, que la sociedad en la que vivimos es aún machista y se rige por un sistema patriarcal. Y, ¡palabra que he de oír cada día que el patriarcado hace ya tiempo que acabó y que hemos alcanzado la igualdad! Cuando vivan en la piel de una mujer, quizás debata con ellos la cuestión.  
  Verdaderamente se me escapa cómo es que resulta tan difícil percibir que el sistema en el que nos ha tocado vivir deja en muchos aspectos a la mujer en un segundo plano, la cosifica o la encasilla en estereotipos tremendamente nocivos de los que no se le permite salir. Me cuesta un enorme trabajo creer que haya quien no se da cuenta de ello, dado que está por todas partes. Desde luego abundan las muestras generales de que nuestra sociedad continúa siendo patriarcal y orientando la gestión del mundo hacia los hombres. Observar el ensamblaje mundial hace que a muchos menos les cuesta reconocer signos como la escasez de mujeres a la cabeza de un país, la consideración de la mujer como ciudadanas de segunda y como objetos propiedad del hombre en diversas culturas o que sigue habiendo un mayor número de mujeres que de hombres al cargo de sus casas y de sus familias. (Aprovecho para señalar aquí que la supuesta discriminación positiva hacia las mujeres en perjuicio de los hombres en el derecho de familia no es tal, sino que se trata un signo más de una legislación también machista, ultraconservadora y patriarcal, que sigue considerando a los hombres menos aptos para el cuidado de sus hogares y sus hijos. Y del mismo modo, el correspondiente comportamiento en la sociedad civil). Así pues, tal vez por lejanía unas veces, tal vez por abstracción en otras, resulta sencillo reconocer aquí la existencia extendida y espesa de machismo. El problema surge cuando observamos nuestro día a día, nuestra vida de ciudadano de a pie, porque es aquí donde el neomachismo niega habitar un mundo en el que los hombres continúan teniendo muchos más derechos que las mujeres, donde el patriarcado campa aún a sus modernizadas anchas y donde las mujeres padecemos el continuo azote de las conductas machistas. “Todos trabajamos igual, estudiamos igual, mandamos igual, vivimos igual ya”, dicen. “Ellos pegan y ellas pegan. Ellas cuidan a sus hijos y ellos cuidan por igual”.  Pues no, señores míos. De nuevo, no. Presten atención, verdadera atención a lo que sucede a su alrededor. Bastaría con escuchar y no escucharse, o en este caso leer. 
   Tengo la fortuna -aunque no he de agradecérselo más que a mis antecesoras- de trabajar en un gremio y ámbito en el que no existe la brecha salarial. Como miembro del sistema educativo sería poco menos que un escándalo que esto sucediese así, pero no nos confiemos. Solo en España, la brecha salarial es de más de un 23%. El campo en el que se da en mayor medida es el de la empresa privada, naturalmente, a excepción de sectores como el de la Educación o la Sanidad. Dicha brecha no siempre viene en forma de desigual salario en nómina a fin de mes, sino en la ocupación de puestos de trabajo en los que no se accede a incentivos, a mejoras y, por supuesto, a ascensos a puestos de mayor responsabilidad. Se considera que las mujeres son menos rentables, por cuanto atravesarán momentos vitales que pueden alejarlas de la vida profesional a pleno rendimiento. Desigualdad profesional.
     Parte de mi ocio no me deja tampoco olvidarme de que soy mujer. Y es que salir a la calle supone que por mi sexo tendré que superar una gymkana de gestos, miradas, frases, gritos y voceos aludiendo a mi físico, mi ropa, y mis posibles gustos, apetencias y necesidades sexuales en opinión del desconocido que me cruce. Basta con ser mujer, sí, no hay que ser una supermodelo para ello. Aunque quizás sí, porque ya se encargarán ellos (y ellas), machistas y también neomachistas, de establecer en los medios -cine, televisión, publicidad, moda,…- los cánones de belleza a cumplir al respecto. Unos viven de ello y otros viven con ello, aunque no lo reconozcan en voz alta. El piropo está en la calle, solo que no es un piropo. Este se caracteriza por ser una palabra amable de un ser conocido y con confianza, y no de un “señor” a quien jamás he visto y que me hace sentir mercancía a catar y a aliviar. Consigo llegar a mi destino con el respeto un tanto golpeado. Hoy me reúno con amigos en un local de moda. En su puerta un cartel: “Ellas gratis. Ellos diez euros”. ¿De nuevo discriminación positiva? Hay quien me señala que no solo hemos alcanzado la igualdad, sino que… ¡se nos está beneficiando mediante la discriminación al hombre! Y yo, humillada de nuevo, me pregunto cómo es posible que no vean que bajo ese gesto hay aún un poso de machismo más espeso y sórdido aún, en el que nosotras somos el objeto sexual usado como cebo, el reclamo para clientela masculina, y ellos son tratados como borregos que, una vez saqueadas sus carteras y manipulados, acudirán al engaño. Más patriarcado del de toda la vida. Desigualdad social.
    Determinadas actitudes y acciones cotidianas siguen sin evaluarse ni juzgarse por igual si eres hombre que si eres mujer. La sexualidad de una mujer se pone mil veces más en entredicho que la de un hombre, concretamente en lo referente a la frecuencia y número de relaciones sexuales mantenidas con parejas no estables. Las puertas de los baños públicos, los comentarios en redes sociales y foros, los cuchicheos de pasillo rezan y pronuncian a diario miles de “putas”, “zorras” o “comepollas”. ¿Se lee, escucha o dice igualmente respecto a los hombres? ¿Existe acaso equivalente? Por no hablar del cuestionamiento a una víctima femenina de violencia sexual y de la cultura de la violación (¿Quieres acabar con la cultura de la violación?), agresiones diarias, en sus distintas y graduales magnitudes, que todas sufrimos. Repito, todas. Desigualdad sexual.

   Así que no me digan, señores, que existe la igualdad, no me nieguen el patriarcado, cuando yo lo padezco y vivo en él. A no ser que sean ustedes neomachistas, en cuyo caso todo casa. Y tampoco se preocupen, que nadie va a pedirles cuentas pasadas, ni que paguen el pato de lo que no son culpables y no llevan a cabo directamente. Tan solo que si lo hicieron, no vuelvan a hacerlo, así como que no lo consientan si lo detectan en los demás. 



CONCLUSIÓN: AQUÍ, HOY Y AHORA


    Las van a seguir matando. Las van a seguir maltratando. Física, psicológica y sexualmente. Pero también social, política, profesionalmente. Así que, sí. Métetelo en la cabeza: las van a seguir matando. Y nos van a seguir discriminando y agrediendo. Mientras tengan que demostrar que han sido golpeadas, a pesar de los hematomas visibles. Mientras tengan que justificar que se encuentran mentalmente secuestradas, a pesar de que parezca que sus actos cotidianos son elegidos voluntariamente. Mientras tengan que probar que no querían mantener relaciones sexuales, a pesar de haber mantenido contacto con su violador. Mientras sigas creyendo que esto no es cosa tuya y volviendo la cara a una violencia estructural de la que tú también formas parte. Mientras pasees sin pararte a pensar que eso que hiciste, y aquello, y eso otro arroja ingredientes a la olla de la violencia machista. Mientras sigas dispersando tu atención en otras variantes y mitos existentes en torno a la violencia machista. Mientras sigas diciendo que el patriarcado hace años que acabó y que apenas queda machismo. Mientras sigas afirmando que ahora ya hay igualdad porque las mujeres estudiamos y trabajamos, y algunos hombres ya se ocupan de sus niños. Las van a seguir matando y tú vas a seguir siendo cómplice de ello. 

    







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2 comentarios

  1. Me ha encantado tu artículo. La cultura patriarcal está demasiado arraigada en esta sociedad nuestra que tanto presume de ser abierta y plural. Y lo peor es ver a las nuevas generaciones repitiendo patrones de conducta que deberían estar ya más que desterrados. Mi única esperanza es que la educación en igualdad sea capaz de cambiar las cosas de una vez por todas.

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    1. Muchísimas gracias y me alegra que te haya gustado el artículo. Yo voy oscilando entre la esperanza y la desesperanza al respecto. A veces fallan las fuerzas. Pero, los grandes cambios sociales nunca fueron fáciles, ¿no? De todos modos, sabemos que aún queda un mundo por hacer. Es mucha la gente que niega la existencia de la sociedad patriarcal o que aún haya machismo, aduciendo que ya hay igualdad en todo plano.

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