¿Sabes qué? Que los días se componen de un inmenso mosaico de miedos y de sueños de toda suerte de rugosidades, tamaños y colores inimaginables. Ambos por igual. Los sueños dan paso a los miedos. Y a su vez estos aparecen en los sueños. ¡Oh! Se encadenan entre ellos. Suelen mantener luchas cruentas y ácidas para obtener el poder de la mente, tratando de abrirse paso a codazos y turnándose en la victoria. Según. Pero eso es la vida y esta, con todo, es inmensamente hermosa. Así que no le temo al miedo. Me hace pequeña, por un rato, pero no le temo. ¿Contradicción tal vez? Podría parecerlo. Y sin embargo, aunque consiga sobrecogerme a ratos, el miedo me recuerda que estoy viva, que siento, y que me importa y mucho cuanto tengo frente a mí. Por eso temo, precisamente. Para mantener en ebullición mi sangre. Y no hay cuita en ello. Y así, podré despertarme en mitad del sueño mordida por los perros, notando la presión de una leve punzada de sus dientes. Justo la suficiente. Mientras miro alrededor midiendo la amenaza y escucho el retumbar de mi propio latido. El mío. Y podré asimismo tratar de zafarme de ellos, sin éxito. Enganchan hasta doler si tratas de alejarte. Y no permiten vivir en paz, si les prestas demasiada atención. Así que, lo importante es emplear una serena dosis de inteligencia y entender que son precisos. Emociones necesarias. Aunque sin poder de decisión. Tampoco de acción. Que son el simple recordatorio de que he vivido y de todo aquello que aprendí. La señal de que cuanto se halla recogido en las cuencas de mis manos es un valioso tesoro que cuidar y proteger precisamente de esos miedos. Porque son mis sueños. Mis sentimientos más nobles. Y el sentido de mi propia existencia.
Mordida por los perros recuerdo que estoy viva.
Y que siento. Y que amo.
Y el valor de los días contigo.
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