DESAPRENDIENDO LA CANCIÓN APRENDIDA
By María García Baranda - octubre 08, 2017
Supongamos una existencia que alcanza la esperanza media de vida, aquí en España, de unos ochenta y pico años de edad. Imaginemos que todo va bien, que lidiamos con aceptable índice de éxito con las correspondientes enfermedades, achaques, caídas de todo género,… y que al final llegamos a la frontera de la octava década. Dividamos el pastel, pues, en ocho partes, una por cada diez años de vida, y pensemos en quiénes somos, en cómo vivimos y en qué es lo realmente importante de cada momento vital. No por pasarnos de rosca, no, sino por reparar durante un momento en todo ello y darnos cuenta de lo mucho que aprendemos y desaprendemos una y otra vez.
Partiendo de la base de que creo firmemente en que, a poco espabilados que seamos, la vida es un continuo aprendizaje aun en las malas experiencias; partiendo de la base de que no eliminaría (casi) ninguna de las vivencias que he atravesado -y esta vez hablo únicamente por mí-; y de que podríamos sacar beneficio de (casi) todos y cada uno de los caminos recorridos, de (casi) todos y de cada uno de los laberintos en los que hemos estado inmersos; partiendo de todo ello, defiendo que las épocas y periodos de aprendizaje y de desaprendizaje alternan su posición preponderante. Me explico. Dejemos a un lado a los seres de tipología planta de interior y a los productos cárnicos sin ojos para ver lo que tienen delante de los morros. Cualquiera con un mínimo de cordura irá sumando siempre conocimientos adquiridos a través de cada una de las experiencias que atraviesa, naturalmente. Condición humana esta sine qua non hay vida. Pues incluso ahí, incluso siendo imposible de que nos despeguemos de esa suma, para que esta sea efectiva, se vuelve imprescindible que aprendamos a restar, y eso es algo de lo que ni podemos ni debemos librarnos. Para aprender es fundamental empezar a desaprender. Y para eso hay edades y etapas a favor de obra, y otras en las que esa tarea se torna imposible.
La labor de despegarse de lo que hemos interiorizado día a día, año de vida tras año de vida, se me antoja de una dificultad muy superior a la de la labor inicial de absorber conocimiento. Desde que nacemos nuestros días se convierten en una constante adquisición de hábitos y costumbres, necesarios para no perder la cabeza, pues nos anclan a la tierra, pero también programados de base sin habernos consultado antes. Aprendemos a comer, a andar y a hablar. Pero también a ser. A ser responsables con nuestros horarios y deberes. A comer a la hora, a andar lo necesario y a hablar cuando nos toca. Durante prácticamente nuestros primeros veinte años de vida todo se concibe como una suma constante y sin descanso, sin cabida para cuestionar, más que de boquilla rebelde, lo que no nos cuadra. Lo vemos, tontos no somos. O empezamos a verlo. Pero nadie quiere ni puede bajarse por completo del tiovivo, y al final todos aprendemos el modo en el que hemos de actuar para formar parte del sistema impuesto. Obedecemos y estudiamos. O equivalente. Y preparamos, azada en mano, la tierra para el futuro. Y llegan los treinta. Y trabajamos. Porque hay que vivir y para ello ganarse la vida adecuadamente. Y nos buscamos pareja, porque hay que compartirse y a nadie le gusta ni un pimiento saberse solo en casa al caer el día. Y vamos a por los niños, aunque no todos sientan ni experimenten de igual modo ese sentir tan único. Y cuando nos damos cuenta, nos hemos comido las tres primeras partes de las ocho porciones que forman el pastel. Aprendizaje constante. Pero ojo con el momento en cuestión, porque la treintena se convierte en una etapa en la que todo lo dado por supuesto se rearma y comienza a provocarnos un tintineo en la cabeza, mediante el cual ya no todo se da por correcta y única opción. Lo que defendíamos con beligerancia se vuelve menos urgente. Los ámbitos en los que no nos casábamos ni con San Pedro se van esfumando; o al menos pierden fuelle. Y en cambio comenzamos a mirar con curiosidad y necesidad hacia otros anclajes que nos sujetan a nuestras vidas. Empezamos a practicar lo que es desaprender, y con ello a dar los primeros pasos, sin saber muy bien cuáles, cómo, ni a dónde conducen, para ese ejercicio de despojarnos de todo lo asumido y absorbido porque nos convencimos de ello un tanto a ciegas. Y mucho de oídas. Y así, sin darnos apenas cuenta, llegan los cuarenta. La mitad del camino. Esa que tuvo fama de periodo crítico en la peor de sus acepciones, pero que lo es desde el punto de vista de momento de cambio. Sin más negatividad que esa. Y hacemos balance, importante, importantísimo además, por cuanto contamos con los elementos esenciales para, esta vez ya, poder procesarlo de veras: aprendizaje almacenado en nuestro disco duro, buen conocimiento de nosotros mismos, experiencias suficientes en nuestra mochila, muescas de momentos en los que dejamos los dientes en el suelo, nivel de hartazgo suficiente acumulado como para dar un puñetazo sobre la mesa, deseos auténticos de vivir ciertas cosas que aún no pudimos,… y alguna que otra peculiaridad de cada uno que nos lleva hasta el borde del precipicio para cuestionarnos todo lo que somos y todo lo que hacemos. Media tarta comida, parte de ella engullida sin hambre ni completo sentido del gusto. Y vuelta a la moviola, pero en sentido inverso. Es la hora de quitarse parte de las ropas que nos echamos encima, de desaprender que hay que ser absolutamente rígidos con nuestras responsabilidades, implacables con nuestras debilidades, sordos con nuestros caprichos. Desaprender que se come a la hora y se va uno a dormir temprano, aunque no tengamos ni pizca de sueño. Desaprender el modo de amar que practicábamos, de entregarnos al otro, de mirar al futuro. Desaprender del pudor y de la sensación de no decepcionar al resto. Y empezar a aprender nuevas lecciones. Que no importan tanto los bienes ni los proyectos amasados como hacendosas hormiguitas, sino el componente humano que lo acompaña. Que más que la adrenalina a tope de un planazo absoluto, hay momentos que antes pasaron desapercibidos y hoy nos ponen la piel de gallina. Que el mirar hacia afuera se convierte en mirar hacia uno mismo y a nuestro entorno más inmediato. Que no hay ternura más bella que la de ese abrazo dado como lo dan niños. Totalmente felices. Totalmente entregados. Solo por compartirse sin esperar nada a cambio. Por el único y enorme placer de hacer feliz al otro. Y alimentarse ambos. Desaprendiendo la canción aprendida.
A partir de aquí no sé qué vendrá. He de vivirlo aún. Pero intuyo que tras una etapa de reconstrucción y aprendizaje como si de novatos se tratase, vendrá de nuevo un querer quitarse el peso de encima ya definitivo. Olvidándose de todo. Acordándose de nada. Pero con todo en mente.
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