EL GRAN TEATRO DEL MUNDO I. La mayoría silenciosa
By María García Baranda - octubre 26, 2017
Palomitas |
Me rondaba este artículo, de tema y de discusión omnipresentes para algunos, y finalmente me pongo a ello, a encarar la cuestión de que lo que vivimos cada día es una pantomima creada por aquellos a quienes les excita poderosamente controlar a las masas. Desde el nacimiento de las primeras civilizaciones y a lo largo de prácticamente todas las etapas de la historia, la eterna lucha por discernir la verdad de las cosas y por librarse de la manipulación ha estado ahí, frente al ser humano responsable y reflexivo, entrando en eterno conflicto con lo establecido. Para una mente mínimamente pensante y emocionalmente desarrollada resulta casi imposible no lamentarse de los muchos hilos que mueven sus miembros y que son manejados por seres invisibles que ostentan el poder social, político, económico,… del sistema del que forman parte. La maquinaria se puso en marcha, toda vez que el hombre se convirtió en un ser social. Así, la naturaleza humana tendente a la búsqueda constante del bienestar y la acumulación de poder, y su necesidad de organizarse socialmente entraron en reacción química y produjeron un sistema de funcionamiento basado en que unos manden y otros obedezcan. A los primeros les interesará siempre mantener el poder y se encargarán de embelesar a la masa con pan y circo para que no proteste. A cambio de tu alma te ofrezco un decorado perfecto en el que te sientas cómodo y satisfecho. Ese mundo azucarado hace que el obediente se mantenga más o menos tranquilo, sin saber nada o casi nada de cuanto de verdad ocurre. Ya se han creído la mentira. Y ya está el dispositivo en marcha por los siglos de los siglos. Nada nuevo.
Por mi parte, la observación de cuanto me rodea me ha llevado inevitablemente, como ¿a cualquier? individuo adulto, a preguntarme en numerosas ocasiones cuán irreal puede llegar a ser la vida que representamos, el papel -o papeles- interpretado, y el enorme e invencible interés en que así sea que sobrevuela nuestras cabezas. Tenía que llegar, como nos llega a… ¿todos? Pero no suele ser eso lo que más me preocupa. Tal vez tenga asumido que el circo es así, que siempre hay quien tiene y quien no tiene, quien manda y quien obedece; a pesar de no estar resignada a cruzarme de brazos ante ello sin al menos rebelarme. Lo que en mayor medida me hace girar una y otra vez sobre mí misma es el hecho de que la mayor parte de la sociedad de este planeta no se mueva, no proteste, no reaccione. Que no se quite la venda de los ojos. Que no quiera. Que no sepa. O que no pueda. Esa sensación se me hace difícil de sobrellevar. Conozco y entiendo las causas -viejas también como el propio hecho-, a poco que hurgue en la conducta humana, pero no las comparto. Como muchos millones de seres a lo largo de los siglos, sí, en efecto, pero salto sobre mi silla al sentirlo.
MANIPULACIÓN: Un estado a asumir
¿Revelo algo nuevo si afirmo que cualquier sociedad es manipulada por quienes tienen el poder en sus manos? Lo dudo. Al tiempo que yo he ido descubriendo estratagemas y tentáculos, muchos contemporáneos han ido sido conscientes de esa realidad. Y, desde luego, mucho antes que yo ya se han quemado miles de hogueras por el tema. Es sencillo: el ser humano nace, comienza a vivir en el sistema que le ha tocado por nacimiento y circunstancias relacionadas con tal hecho, crece, experimenta, cae y se le levanta,... y llega a un punto de su vida en el que, no sin desencanto, percibe su condición de elemento manipulado por los ejes que mueven el cotarro. Así, sin más. Y sin menos. Por eso, el hecho de que yo afirme que siempre ha habido quienes han controlado a la mayoría es una obviedad. Solo así es posible continuar con el teatrillo, poner en marcha economías que enriquecen vertiginosamente a determinados sectores y/o a individuos concretos mientras la gran mayoría -que es quien normalmente trabaja para ello-, ni lo huele. Mediante estudiados placebos y golosinas se les contenta: bienes materiales y entretenimiento. El pan y circo que antes mencioné, y que hoy tiene forma de bajo con jardín hipotecado y vacaciones de verano en un resort con todo incluido. ¡Nunca hemos vivido mejor!, nos decimos. Tal vez. O tal vez no y asumirlo sea tremendamente doloroso. Tal vez vivir mejor es algo muy diferente, con menos ceros y más sentido común. Tal vez vivir mejor es no pasar por encima de nadie para lograr ese pan y ese circo. Tal vez es pasar los días con menos para dedicar tiempo y energía en ser más y mejor. Y tal vez es saber que en las manos tenemos la verdad y no queremos venderla por un billete al Caribe. Apego a la verdad, al fin y al cabo.
Conocer esa verdad, pues, supone admitir el hecho de que somos manipulados desde el mismo momento en el que nacemos y hasta nuestro hálito final. Sin tregua. Si, por ejemplo hoy día, somos miembros de una sociedad de consumo, se nos empujará sin demasiadas opciones a contribuir con ella, a alimentarla y a sostenerla. A necesitar, comprar y gastar. A trabajar con el objetivo de cubrir ese gasto. A desear que la economía continúe albergando ese sistema. A votar a los políticos que velan por ese sistema. A dar preponderancia, por encima de lo meramente humano, a lo material que sustenta ese sistema. Evidentemente el precio a pagar para ello es desprendernos de una gran dosis de libertad de acción y de decisión -aunque nos parezca que somos libres-, y el ser privados del conocimiento de lo que realmente se esconde detrás del sostenimiento del mencionado sistema. Y es gracioso, porque a pesar de que el ser humano sea un ser curioso por naturaleza, a pesar de tender a volvernos recelosos con el paso del tiempo, hay una parte de nosotros que es tremendamente crédula. O que al menos pretende serlo, acaso para lograr un poco de tranquilidad. La calma del que no sabe demasiado. Y por otro lado, en honor a la verdad -nunca mejor dicho-, se encuentra el hecho de que quien manipula suele saber cómo hacerlo y cuenta con las herramientas y los medios precisos para ello. Existe una antigua y practicada fórmula para ello que resulta infalible: desinformar. Esto es, bien elegir y dirigir qué informaciones vamos a tragar los usuarios como gorrioncillos hambrientos y cuáles es mejor callar; o bien informar ajustando los asuntos y su dosis a los tiempos, necesidades y a conveniencia de quien corresponda. Vivimos en la era de la comunicación, pero precisamente en el pecado llevamos la penitencia, porque así saltemos de publicación, emisora de radio, cadena de televisión,… será difícil encontrar un espacio limpio que no responda a unos determinados intereses. Manipulación. Miles de imágenes por minuto plenas de belleza, de lo que se nos ha dicho que es belleza, claro. De estímulos para querer mantenerla. De trucos para poder hacerlo. De enganches para seguir adentro. Y ya estamos atrapados de lleno el cepo. ¿Cómo no va el colectivo, poderes incluidos, a querer mejorar la vida de todos, si esa vida es preciosísima, elegante, atrayente? Una vida estéticamente hermosa diseñada para cautivar a propios y extraños. Pero diseñada no significa real.
ESA MAYORÍA SILENCIOSA
El hecho está ahí, sí. Y la primera cuestión es detectarlo, naturalmente. Pero desde siempre ha existido esa mayoría silenciosa que George Orwell señalaba en su 1984. Esa masa de población, dominante en grueso, que no en poder, que no movía un dedo por dejar de ser controlados y por averiguar la verdad detrás de cada acto que le salpica. Ya sea a titulo personal y privado, ya a título colectivo. La mayor parte de nosotros viaja por esta vida, sí, quejándose a veces, pero tragando con los condicionamientos impuestos. Pedimos cambios a gritos, de lo que sea. Protestamos si se nos quita algo y pedimos que se nos dé lo que requerimos, en efecto. Tras eso sale a la palestra quien tiene a bien concedernos una parte de ello y así nos baña una agradable sensación de saciedad y satisfacción que nos deja tranquilos por una temporada. Santificamos al responsable de esas dádivas. Y lo idolatramos hasta que sus pies de barro comienzan a hundirse en el fango para nosotros y lo crucificamos. ¡A por el siguiente! Y muy por encima de ellos, más aún de nosotros, quienes de verdad juegan la partida de cartas. Esos que se sirven de nosotros y de estos ídolos de medio pelo para que la noria continúe girando. ¿Somos acaso estúpidos para no darnos cuenta? ¿En exceso cómodos? De todo hay.
Precisamente ayer leí un interesante artículo que recomiendo, El show de Truman, que reflejaba la sempiterna lucha entre verdad y realidades ficticias. El título procede del de la película homónima de Peter Weir (1998), que plantea que el mundo real es falso. Recogía el artículo cómo ya Platón, con su "mito de la caverna" (La República, 380 a.C.), reflejaba que la tierra la habitaban quienes pasaban su existencia alimentados por imágenes ficticias de lo que era la vida, proporcionadas por quienes habían decidido manipular esa verdad en beneficio propio. Y que había asimismo quienes llegado el momento optaban por escapar de esa mentira e ir en busca del conocimiento. Decía Platón que esos seres relegados al fondo de una cueva se encontraban demasiado desinformados para ver que se les estaba manipulando. Aceptaban así el sistema como correcto, como el único posible, como inmutable. Adolecían por tanto de ignorancia. Esta misma idea, recuerda también el artículo, es modernizada casi veinticinco siglos después y llevada al cine bajo el título del largometraje Matrix, de las hermanas Wachovsky (1999-2003). La idea de una vida real, árida, dura, tristemente gris, aunque auténtica, frente a una vida de mentira, bella, plagada de sabores y olores y a todo color. El contraste de los que conocen que todo es un engaño frente a los que viven felices en su desconocimiento. Alegoría perfecta de lo que nos ocupa. De nuevo la ignorancia como motor de esa manipulación. Y también de nuevo como causa, la propuesta por el anteriormente mencionado Orwell en 1984, el miedo. Un individuo atemorizado llegará siempre a creer que el mundo en el que vive lo protege, le mantiene a salvo, y que cualquier cambio sustancial o irrelevante lo colocará en posición de inminente peligro.
Leí atentamente ese artículo y comparé ideas que comparten un nudo esencial. Di con las distintas posibilidades que dan respuesta a mi gran pregunta, a esa de cómo es posible que la gente no reaccione y provoque una rebelión contra la falacia, el engaño y la manipulación. Y me centré en tres posibles motivos que hacen el silencio de esa mayoría. Existe quienes han vivido ya tanto tiempo dentro de ese sistema ficticio que ya no saben abrir los ojos a la verdad. Necesitan ese sistema que les reporta bienestar como si de una droga se tratara, y harán lo que sea por que el entramado no caiga. Necesitan algo en lo que creer, algo a lo que aferrarse para llevar adelante una vida tranquila. Están tan imbuidos por los aspectos que circundan y posibilitan su desarrollo externo, su microcosmos diario, que desconocen o no asumen que es posible cuestionar las cosas, que es posible evolucionar su interior hasta lograr esa apertura que les haga no venderse al menos sin poner las cosas bajo la lente del microscopio. La ignorancia como motor de la pasividad. En segundo lugar se encuentran quienes no quieren moverse de su posición. Saben, o como mínimo sospechan, que el sistema es el que es, porque hay interesados en que así sea. Y en que continúe. Y saben igualmente que es abusivo y falso, pero no quieren abrir sus ojos a la verdad. O tal vez no se atreven porque se encuentran atemorizados. Se les ha convencido de que cualquier cambio haría caer el castillo de naipes y que eso sería el caos, por lo que vencer al engaño supondría ir en busca de un sistema diferente en el que fuese preciso pensar desde cero, crear unas normas nuevas y muy diferentes. Si es que estas fueran precisas. ¿Y si no sabemos hacerlo? ¿Y si damos al traste con todo y nos equivocamos? Miedo a pensar. Miedo a equivocarse. Miedo a no ser capaces de saber cómo vivir. Miedo a perder lo conocido por ir en busca de lo desconocido. Y en tercer lugar están aquellos que residen en una zona de confort y que parecen estar afectados de una indolencia un tanto obscena. No suelen salir en busca de la verdad escondida, ni hacerse demasiadas preguntas incómodas, pero seguramente porque su posición en todo este juego no es del todo incómoda. Su comodidad pasa por volverle la cara a las víctimas más agudas del espectáculo y por no revolver demasiado, por cuanto a ellos no les afecta gravemente. A mi entender este tercer tipo de mayoría silenciosa son usuarios de una explosiva mezcla de miedo e ignorancia. Ovejas de camino al matadero, pero contentas de ir puesta. Su “no me afecta” es al final una forma intermedia de no darse por aludido y de negar lo que sucede. Por cobardía, por incapacidad, por ignorancia, y por un poco de las tres en algún caso. El verlo en los demás minimiza los daños y facilita que se pueda pasar de largo y negar lo que hay alrededor, aunque sea a costa de engañarse a uno mismo. O al menos de jugar a que se engaña uno. Suelo tildar de absoluto egoísmo y de enorme mezquindad esa actitud. De un ejercicio de maldad, maldad por indolencia. Pero llego a preguntarme en cuántos de esos casos la gente no se inmuta, no levanta un dedo, por miedo a verse afectado y de que les priven de su “lo malo conocido”. Sí, ya sé que de nuevo es egoísmo al final, y como tal lo condeno. Pero la verdadera y gran pregunta es ¿a qué se debe una equidistancia de tales dimensiones? ¿A qué se debe, por poner un ejemplo cercano en el tiempo, que apenas nadie se inmute por el atentado que ha sesgado la vida de 315 personas en Somalia esta semana y si es aquí cerquita busquemos a los culpables directos e indirectos hasta debajo de las piedras, aunque solo sea para tener a alguien que colocar en el cadalso y quedarnos saciados? Culpa a los cristianos de quemar Roma y los romanos se quedarán tranquilos, pensó Nerón.
DESPERTANDO EL ESPÍRITU CRÍTICO: POR QUÉ y PARA QUÉ
Pretender huir de ser manipulados en mayor o menor medida resulta hoy día tarea imposible, seamos realistas. Nos encontramos rodeados de cientos de enganches que nos mantienen dentro de un cerco dirigido por absolutos desconocidos con un poder mucho mayor del que podemos imaginar. No son los políticos, pobres marionetas. Tampoco los grandes empresarios que copan las portadas. Es una élite mucho más discreta y con mayor concentración de poder que deciden qué, cómo, cuándo y dónde hay que vivir. Si tras la bonanza -falsa por lo que a nosotros se refiere-, ha de venir una crisis famélica, y si tras esta una recuperación. Guerra o paz. Conservadurismo o progresismo. Austeridad o derroche. Democracia o dictadura. Capitalismo o comunismo. Riqueza o pobreza. Esa y no otra es la auténtica realidad de todo esto.
Si miro a mi interior me doy cuenta de que en toda esta vorágine con forma de Saturno se come a su hijo, el único recurso que me queda es el de pensar. No dejar de pensar en un solo momento y no dar absolutamente nada por sentado en esta vida. Mi única herramienta, y no pequeña, es la de fomentar mi espíritu crítico e intentar no creerme todo cuanto me cuentan. Yo que siempre me hice mil preguntas, pero que siempre tendí a pecar de crédula de buena voluntad. Y es que tras esa historia, provenga de quien provenga, siempre habrá una visión sesgada, una idea inocente, una conclusión salida del miedo o un asunto asumido sin preguntar porque así se lo han vendido. Y a su vez, detrás de cada una de esas posibilidades se encontrarán los hilos de lo que manejan todo esto. Todo cuanto llegue a mí, pertenezca a la esfera pública y colectiva, o se desarrolle en mi mundo particular habrá de pasar por el cuestionario del por qué y del para qué.
A todo el que comparte conmigo un mínimo rato de debate suelo proponérselo. A los míos, a mis alumnos a quienes procuro ese desarrollo de espíritu crítico, a mí misma para que no se me olvide: Pregúntate siempre por qué hace alguien lo que quiera que haga, su causa, sus motivaciones. Eso te permitirá entender sus actos. Pero sobre todo, después de eso, pregúntate siempre para qué lo hace, qué busca, qué beneficios obtiene o si simplemente hace las cosas por hacer. Eso te permitirá valorar esos actos de forma crítica y, por ende, ser un poco menos manipulable.
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