Quien juega con fuego se acaba quemando. Suena a broma macabra que utilice esta expresión después del artículo que precede a este y con lo que está sucediendo en mi Norte actualmente. Pero nada más lejos. Del fuego real al menos. Me ocupa ahora la sensación de ver una y otra vez, constantemente, a los hombres jugando a la ruleta rusa con la vida. Columpiándose de una cuerda muy fina hasta caer. Para entonces lamentarse de que duele. Como niños. ¿Qué creíais? Y como a niños se nos advierte de eso precisamente, de que quien juega con fuego termina prendido en llamas. Todos nos colocamos en el borde del precipicio más de una vez. Todos nos arriesgamos absurdamente en varios momentos de nuestra vida. Haciéndonos los remolones. Vacilando hasta el límite. Estirando la cuerda de la paciencia de quienes nos quieren hasta casi terminar con ella. Vagueando asuntos de trabajo. Excediéndonos en noches locas hasta que son ya días. Se me ocurren mil ejemplos, todos humanos. Comprensibles. Necesarios. Para centrarse hay que haberse descentrado antes y eso es indiscutible. Todo el mundo merece y necesita caer en la más absoluta locura del desorden para sacudirse después el polvo y buscar su posición adecuada. La suya. Única, propia, individual e intransferible. Pero suya, al fin y al cabo, y fruto de un aprendizaje a costa de encender la mecha hasta saber por donde prende. Ejemplos asumibles, como digo. Todos excepto uno. Porque verdaderamente hay uno con el que no transijo. Hasta el punto, además, de volverme una auténtica vengadora del asunto. Y es que no tolero bajo ningún concepto que las personas adultas y con un cierto grado ya de sensata madurez se columpien respecto a los sentimientos de quienes los rodean.
Sentir, en el modo que sea, es el acto más espontáneo, bello, natural y limpio que existe. Quienes me conocéis sabéis que mi micromundo viaja siempre en torno a esa estrella central que todo lo mueve y, del mismo modo, sabéis que entro a cuchillo con quienes mercadean con el mundo sentimental de cualquiera. Por lo tanto, si bien creo, como he dicho, que sentir es la acción más pura, es al tiempo un enorme acto de responsabilidad. Por espontáneo no ha de conllevar relajo de espíritu, ni total improvisación. Tampoco vale todo en ello. Ni se va a salto de mata. Se siente hacia alguien, y ese alguien también siente. Fin de la causa. No valen aquí las estrategias, los trucos, ni las oscilaciones de frecuencia, intensidad, ni voluntad. Y de no ser así, de poner todo ello en práctica, aténganse ustedes a las consecuencias. Porque en efecto el columpio termina partiendo sus arneses. Y no hay reparación posible.
Las personas adultas atravesamos al cabo de una vida un considerable número de etapas sentimentales de relevancia. Tanto si se refiere a sentimientos de pareja, como de familia o amistosos, el número de encuentros, vínculos y pérdidas es el suficiente como para aprender que la lealtad es el principio básico en todas ellas. Ideal sería que dicha lealtad estuviese siempre sujeta a la estabilidad, aunque bien sabemos que un ser humano no es en absoluto inmutable, por lo que estará expuesto a determinados cambios emocionales que le afecten. Tampoco pasa nada por ello, cuando se sabe a qué hogar se pertenece. Ahora bien, desde el mismo momento en el que establecemos una unión concreta con alguien, firmamos un compromiso de protección a esos sentimientos. Propios y ajenos. Mutuos y compartidos. No vale el “ahora te quiero y ahora ya no te quiero”; “o… ¡es que no sé, jolines!”. Tampoco el “te necesito, pero a ratos”. No sirve un “lo tienes todo para mí, pero “te falta algo”. Ni “te llamo cuando yo quiera y te necesite”. Ni el "siempre está", "nunca se enfada" o "al final se le pasa". Un amigo no siempre estará ahí. Y un amor tampoco. Y si pensamos eso es que además de tener la cara un tanto dura somos bastante gilipollas. No somos niños tontos. O no deberíamos. Aunque a decir verdad, un niño sabe bien qué siente, cómo, cuándo, por qué y por quién. No nos engañemos. Por lo tanto, lo pueril, ya lo siento, pero lleva una alta penalización. Ahora bien, muy por encima de todo eso coloco el plantearse los asuntos sentimentales como si de una guerra a la desesperada se tratase, donde todas las armas a nuestro alcance sirvan a tal efecto. Toda herramienta para reblandecer al otro. Toda excusa y motivo de descargo y justificación. Toda virtud que adorne como si tuviéramos que colocarnos todas las joyas encima para deslumbrar y aturdir al contrario. Toda escena a lo Madame Bovary en la que amenazamos al otro con adioses definitivos, que duran dos cuartos de hora, con desgarros y enfados perpetuos, con automutilaciones del alma o con golpes de gracia cada día y medio. Y es que bien podría todo ello ser similar al chantaje emocional. Y por ahí sí que no paso. Pero ni un solo milímetro de mí. Porque desde el mismo momento en el que detecto -y lo hago, creedme, lo diga o no- que alguien está poniendo en funcionamiento esas armas de destrucción masiva, para mí la guerra está servida. Diferencio sin problema entre ir con todo nuestro ser, con lo bueno y lo malo, lo dulce y lo emotivo, hacia lo que queremos y poner en marcha todo el teatrillo aun cuando no es ético hacerlo. Y a partir de ahí, ¡ay, señores!,… el respeto se me evapora por completo. Y la confianza. Y la credulidad. Por no hablar de la empatía y del sentimiento. Terrorismo emocional, no gracias. Y por supuesto, queda fuera de todo juego eso se darse cuenta muy, muy a posteriori de lo que se siente cuando ya no hay nada que hacer al respecto, así como de que nos equivocamos al practicar la guerra sucia. Porque aquí sí que, como comencé, quien juega con fuego se acaba quemando. Las personas se cansan. Dejan de creer. De confiar. De estar disponibles y a la carta. De aguantar cambios de marea y vientos desde todos los puntos cardinales. Las personas se enfrían, agarran la maleta y se largan. Por compromiso incumplido. Por no respetar. Por no saber poner en lugar predominante el hecho de que cuando alguien te da su más absoluta dedicación y lealtad lo hace sin horarios, sin fechas, sin dudas y sin oscilaciones. Sin pedir nada a cambio y con honestidad. Y sobre todo por considerar que los seres humanos somos cheques en blanco sin fecha de caducidad.
Cuidémonos hoy para que haya un mañana.
Cada día.
Cada día.
0 comentarios