Yo no sé si algún día me quitaré la razón a mí misma. Pudiera ser. A lo largo de una vida lo hacemos cientos de veces. Cambios de opinión, descubrimientos, caídas del burro, redescubrimientos,… Así que seguramente dé unos cuantos bandazos, todavía, en línea desdibujadamente recta, pero como ahora me encuentro en mi cota más alta de experiencia, bien puedo afirmar el estado de mi evolución personal. Vivo en sentido opuesto a las agujas del reloj. Dicen que con los años uno se hace más inmovilista. Que se aburguesa. Que abraza el conservadurismo, la quietud de lo conocido, el orden. Pero lo cierto es que yo ya nací vestida de todo ello. Sobre mi frescura de niña y mi felicidad eterna, portaba un traje de lo bien hecho bien parece, y respondía rauda y veloz, sin ser llamada a veces, a lo correcto. Sin imposiciones externas, sin presiones, sin obligaciones que no correspondieran. Tan solo era como yo creía que tenía que ser. Para bien. No fue un error. Pero expiró. Porque el error estaba en que uno no puede ser como cree que debe, sino como lo siente. Y eso es algo que se aprende con la edad y cuando son unos cuantos ya los kilómetros de camino pedestre recorridos. Así que sí, vivo al revés.
Bromeo con el asunto muchas veces, jugando con conceptos de moda espiritual. Me estoy haciendo hippie, digo. Budista, chica mindfulness, un poco chill in y un mucho chill out. La cuestión es que sí, que espiritual siempre he sido y espero seguir siéndolo. Ir a más y alimentar mi foco más íntimo. Y en todo ello, en mi camino hacia el humanismo más auténtico, fui despojándome de los lastres que no nos permiten volar libres, esto es, que no nos dejan ser quienes realmente somos. Y empecé a intentar enfrentarme a mis miedos y a reconocer los más duros de roer. A decir no a quien deba decírselo sin obsesionarme porque lo que pueda pensar. A no atormentarme por las obligaciones materiales, para entregarme a cambio a lo que solo compete a las personas. A comer cuando tengo hambre y dormir cuando tengo sueño. A no dar más explicaciones de las debidas a quienes no son mi entorno más directo y han de oírlas. A no dejar nunca de estar con la gente a la que quiero por algo que no es tan imperioso y bien puede esperar. O quedarse a medias. A decir, aun cuando meto la para, lo que siento; por si algo hiciese que se quedase sin decir. A hacer el loco y bromear a carcajadas sin pudor. A parlotear a todas horas, si es que tengo ganas, o a apagar el teléfono y quedarme muda, si el mundo me retumba en los oídos. A reírme de mí y tratar de minimizar mi sentido del ridículo. A que no me agobie el desorden. A ser espontánea y a no sentir vergüenza cuando no sé de algo. A amar sin pensar en que mañana… ¿qué? A construir vida y no solo proyectos. A sentir mucho. A crecer más. Y a saber que la verdadera responsabilidad de vida no es la que creía en un principio, sino la que siento con el alma cada mañana al despertar: ser feliz. Hippie, muy hippie, sí. Felizmente espiritual y hippie. Y las únicas señales que de verdad escucho son los llantos y las risas. Ni una más.
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