LA MALA EDUCACIÓN (I) - No sin mi mesa
By María García Baranda - agosto 27, 2010
No se trata de la peli de Pedro Almodóvar. Se trata de un
continuo que me encuentro a cada paso y cada vez más frecuentemente: la mala
educación. Numerosas ocasiones en las que me topo todo género de despropósitos
de este pelo. Y de entre todas ellas hay una, que, si no fuera tan
lamentablemente absurda, daría –y dio– para reír. ¡A carcajadas!, y que me hizo
decirme: “la ocasión la pintan calva y mañana sin falta a este tema le va un
articulazo de tomo y lomo”.
Situémonos, 23 de julio. Comenzaban las fiestas de Santander. Desde primera hora
la calle era un auténtico hervidero de gente: santanderinos y no santanderinos,
visitantes de numerosos puntos de España, estudiantes que se encuentran en los
cursos de verano de la UIMP, guiris y veraneantes… La noche prometía
ambientazo –excesivo quizá para el habitante común de la ciudad–, y no
defraudó. Así, tras la cena entre amigas, nos dirigimos a la Plaza Cañadío, que
con el buen tiempo tiene el encanto de vivirse en la calle. No cabía un
alfiler, y entrar a por una copa a cualquiera de los locales habituales se
convertía poco menos que en una hazaña épica. Elegimos local y elegimos bebida. ¡Chicas, a por unos mojitos! La primera parte ya estaba hecha. Lo que venía a
continuación ya era más complicado y consistía en hacerse con uno de los huecos
exteriores de la plaza, y más aún, con una mesa. El conseguir ya algún que otro
taburete era el triple salto mortal, pero todo podía ser. Oteamos y… ¡voilà! Entre la multitud se dejaba ver un amplio hueco en una mesa en la que sólo se
encontraba una pareja esquinada. La chica, epítome de nuestro siempre amable y
sociable Santander, rondaría los veintitantos. Él, extranjero y de una edad
similar, chapurreaba algo de español.
Ubicados ya en el espacio-tiempo, paro aquí un momento la narración para
hacer una reflexión de los hábitos y costumbres sociales. De todos es sabido
que, en ocasiones como la que cuento de alterne y gentío, no es nada extraño el
compartir hueco, mesa e incluso conversación con quienes te rodean. Es momento
para la cortesía y, por qué no, para las relaciones sociales, para conocer
gente. Costumbre ésta vieja como el hombre. No hay más que viajar para darse
cuenta de que es esto un hábito por el que nadie se rasga las vestiduras. Más
bien al contrario. Es frecuente encontrarte incluso con el ofrecimiento de
alguien para sentarte a su mesa, sin que por ello piense que vas a inmiscuirte
en su conversación ni atentar a su privacidad. Quizás en España –o
especialmente en el norte–, pueda ser algo más común esa tendencia a cerrarse
en uno mismo y en su gente, y a tratar de preservar la intimidad del momento.
Sin embargo, el hecho está ahí y se da cada vez con más frecuencia.
Volvamos entonces a la historia, Santander y Plaza Cañadío, a eso de la
una de la mañana. Nos dirigimos a la mesa discretamente y la cara de la
mencionada chica comienza a tornarse en una mueca en absoluto amable. Una de
nosotras, Emma, con una amplia sonrisa y discreta prudencia, se dirige a ellos
y les dice distendidamente, entre pregunta y afirmación: “compartimos mesa”. He
de suponer que en ese momento la chica en cuestión –porque él ni hablaba ni se
movía–, sintió una cuchillada fría en el estómago. Tuvo que ser eso, tuvo que
sentirse agredida, acosada, herida en lo más profundo de las entrañas. ¿Cómo
era posible que unas completas desconocidas apoyasen su copa en el extremo
opuesto de “¿su mesa?” Sí, no tengo la menor duda de que debió de sentirse como
Boabdil al perder Granada, a juzgar por la expresión y color de su cara. Su
tono iba tomado un color rojizo, su expresión… encolerizada. Y su voz, ¡ay, su
voz! Agria, brusca, seca, pronunció unas palabras que no olvidaré mientras
viva. Esas palabras pasarán a formar parte del bruto de expresiones que han
pasado a la Historia: “¡No, ésta es nuestra mesa, hemos llegado antes!” En ese
preciso instante el tiempo se detuvo, la cara de Emma, la mía misma, eran
auténticos poemas. Nos habíamos perdido un episodio. No sabíamos de qué, pero
algo faltaba. Y, sin embargo, Emma, sin perder su sonrisa, dio otra oportunidad
al momento y explicó que nos quedábamos en un rinconcito sin molestar. Pero no
hubo suerte, la chica enrojecía y enrojecía. Sin duda, ¡pobrecita mía!, se
sentía de nuevo agraviada, vulnerada y como respuesta vocalizó con perfecta
rotundidad y antipatía local un “no” que por poco provoca un cataclismo. Ahí
sí, ahí nuestra perplejidad cambió de sentido y de nuevo Emma, aunque atónita,
levantó la espada y con un gesto definitivo le dijo: “Pues ahora es cuando nos
quedamos”. Pensé que era el final, mi vida entera pasó ante mis ojos. El resto
de nosotras nos aproximamos a la agredida víctima, haciéndola saber que no era
nuestra intención molestar, pero que al mismo tiempo su actitud nos resultaba
desmedida e incomprensible. Su respuesta no tardó y se tradujo en tres gestos:
el primero consistió en dirigirse al nuestro grupo para reprobar nuestro
comportamiento, según ella impropio de “nuestra edad”; el segundo fue contestar
a las palabras de Patricia con un “y con usted no quiero hablar”; el tercero
fue asirse fuertemente al extremo de la mesa y moverla hacia ella, cual niño
que hace saber que su juguete es suyo. Eso fue bonito, muy bonito. ¡Qué
capacidad defensiva!, ¡qué arrojo!, ¡qué bravura!, ¡qué bien y pronto se
habría resuelto la supuesta Reconquista de haber contado con heroínas de tal porte! Pero
nos hemos olvidado del acompañante foráneo. Él, que curiosamente no perdía una
tímida sonrisa, acertó tan sólo a articular unas palabras: “Yo es que no hablo
mucho español”. Marta dio entonces nuestra respuesta unánime: “Mejor, mucho
mejor que no hables casi español”. Y lo era, porque el suceso fue, además de
absurdo, incomprensible, lamentable, vergonzoso, pero sobre todo humana y
sociológicamente desolador. Y allí nos quedamos, cada uno en lo suyo. Después
de un rato, ellos habiendo terminado su copa, partieron a su siguiente destino.
Sin embargo, al marcharse, ella, la chica, la víctima del suceso, la heroína…
olvidó llevarse consigo “su mesa”.