Había una vez,... o no. A lo mejor, no. Quizás solo se trataba de un espejismo. Bueno, supongamos que había una vez... una chica que se pasaba el día tejiendo y destejiendo una enorme pieza de lana. No sabría decir cuántos días y noches, semanas, meses y años llevaba con aquella tarea, pero esta crecía y crecía en piezas, colores, dibujos y simetrías. Comenzó por ocupar parte de su sala de estar. Después tuvo que ir extendiéndola por toda la habitación. Por el suelo, doblada en partes, enrollada,... Tan grande era la labor que a veces se perdía en su propia forma y la única solución era deshacer parte de lo avanzado. Clavar las agujas de nuevo y retroceder hasta que la obra tomase otra vez un aspecto definido. Formar y reformar. Durante un tiempo nadie se atrevió a preguntar qué era lo que estaba tejiendo con tanto afán. Simplemente lo sabían, la observaban y esperaban que algún día revelase algo que aclarase la cuestión. Pero nada. Jamás sucedía. Continuaba y continuaba, y ni la labor parecía llegar a término, ni ella parecía estar nunca satisfecha del todo. Y tampoco abría la boca para explicar qué estaba tratando de hacer, por qué, ni para qué. Era todo un misterio. O quizás no, porque no olvidemos que a lo mejor era todo un espejismo. La cuestión es que el tiempo iba pasando y ella comenzaba a tener un humor extraño. Se complacía en su día a día, pero se revolvía en sí misma al no encontrar el modo de... ¡el modo, y punto! Y una mañana enérgica, y harta de hacer y deshacer sus labores decidió quemar todas las madejas de hilo y de lana que tenía. "Así son las cosas y así se van a quedar", se dijo. De pronto todo le pareció perfecto, adecuado, completo y suficiente. ¿Y su labor? Mirándola bien era una manta de buen abrigo y colores brillantes, cálida, suave y ligera. Se la lió a la cabeza y aparcó las agujas de por vida. Había llegado el tiempo de abrigarse y disfrutar de su calor.
AÑO NUEVO: 0 PLANES y 6 PROPÓSITOS
By María García Baranda - diciembre 30, 2016
En unas treinta horas termina el año. ¿Tengo planes para el nuevo? Absolutamente ninguno. Así, como lo cuento. Y que me lleven a juramento, que saldré absuelta. Que no me da la gana, que no quiero, que eso de planear para no cumplir ya está muy visto, y que estoy en otra onda.
Me la trae completamente al pairo que mañana sea 31 y que sea diciembre. Que podría ser 5, 12 o 23, del mes que sea, y de tener planes serían igualmente lícitos en cualquier fecha. Que como ya comenté, el esoterismo lo dejo a un lado y lo sustituyo por hechos tangibles y fehacientes. Que el movimiento se demuestra andando y que, por tanto, la fe la dejo para las religiones. Y que los planes que haya de llevar a cabo no son más que la prolongación de los que hoy ya tengo en marcha y/o en mente. Y... ¡vive Dios que los tengo en la cabeza! Que lo que ha de avanzar es porque ya lo inicié -que bastante trabajo puse ya en ello-, y lo que ha de ultimarse o acabarse es porque no hay forma humana de impedirlo. Que quienes están en mi vida es porque tienen que estar, porque bien saben y mil veces les hice saber que yo los quiero conmigo y me quiero con ellos; y, naturalmente, porque ellos hacen por quedarse y demostrarme que quieren también. Lo demás va a rodar. Y que el tiempo haga también su labor.
No tengo planes para el nuevo año. Al menos no planes novedosos o neonatos. Lo que sí tengo es algún que otro propósito, también con ciertas dosis de continuidad. Y me digo:
- Uno: Cuenta solo con el día de hoy, que mañana puede cambiar todo, incluida yo.
- Dos: Ama profundamente -yo ya sé cómo-, y comienza por ti.
- Tres: No pierdas el tiempo, aprovecha cada segundo y déjate de castillos en el aire.
- Cuatro: Valora (y valórate), en su justa medida; ni escatimando, ni regalando.
- Cinco: Pon en práctica la idea de que la vida te da (a ti) oportunidades y que no eres tú quien ha de darle ciento y mil a ella.
- Seis: Todo pasa por algo.
Treinta horas para el año nuevo.
Que ya me encargaré yo de que sea fructífero.
El otro día me preguntó una amiga si no me siento insegura, si no dudo de los pasos que doy. Contesté rápidamente con un no. Y lo argumenté diciendo que me avalan las reacciones que tienen conmigo aquellos que me rodean. ¡Qué pagada de mí misma! Me carcajeo. A ver, matizo y contextualizo. La conversación tuvo lugar en mi ámbito laboral, y se refería a los pasos que doy cada día con mis alumnos. Lo que enseño y cómo lo enseño. El vínculo que establezco con ellos. Lo que exijo y cómo lo exijo. Ahí, hasta cuando patino, me siento segura y firme. Y es que soy plenamente consciente de que cometo errores, pero del mismo modo de que cada paso que doy no es en absoluto arbitrario, sino que es producto de la reflexión y tiene una causa y una finalidad que siempre, siempre, se basan en mi concepto de la educación ideal. ¿Acertado o erróneo? Pero bien fundamentado.
La mencionada conversación trajo consigo, como no podía ser menos, la correspondiente vuelta de tuerca. Y es que la cabra siempre tira al monte, ya lo sabemos. Acto seguido entré en la reflexión de cuánta seguridad o inseguridad siento, no ya en mi vida laboral, sino en mi vida personal. Y esa inseguridad de la que siempre hablo descubrí que es un tanto relativa. Acabo de acotarla y remarcarla en el lugar que le corresponde. Sí estoy segura de mis pasos. Sí estoy segura de lo que siento y cómo lo siento. Sí estoy segura de mis deducciones y mis argumentaciones. Lo que me provoca inseguridad, mi punto débil al respecto, son las reacciones ajenas. El cómo se encajen las cosas, cómo (cor)respondan los otros y cómo entiendan mis actos. Ahí sí puedo sentirme insegura. Será que el que el otro me comprenda y no dude de mis porqués me resulta esencial para mantener una relación sana. Será por eso.
No soy insegura sobre mí misma. Sé quién soy, dónde piso y con qué fuerza. Tengo las cosas clarísimas y las que no, las destripo hasta limpiarlas. Y es sobre esa base sobre la que me apoyo. Y tiro hacia adelante, porque en la vida no queda otra. Sin dudar de mí. Pero me tambaleo cuando veo a quienes veo dudar es a quienes quiero. Dudar de mí, se entiende. De mis razones, de mis decisiones, de mi fuerza, de mis objetivos. O de si sería capaz de hacer tal o cual cosa. Eso ya deberían saberlo. Quizás peque de exigente con ello. Y ahí sí. Ahí puedo llegar a desmoronarme. Y tal vez haya quien me diga que eso es inseguridad precisamente. Inseguridad por necesitar la revalidación de los demás, lo cual tiene cierto sentido y un considerable grado de verdad. Pero como dije al inicio, acabo de extraer la esencia de la citada inseguridad. No soy infalible, ni tengo la verdad absoluta, pero no suelo actuar al tuntún, aunque improvise o me guste ser anárquica cada vez más a menudo. Ni sin sentimientos. Jamás lo hago. La más dulce o la más ácida, pero movida siempre por la certeza de lo que siento y de lo que defiendo. ¿Que cómo soy, pues? Inseguramente segura.
RELATOS ENCRIPTADOS (XIII): Palabras desaparecidas
By María García Baranda - diciembre 27, 2016
Le preguntaron en clase por qué las cosas se llamaban así y quién decidía sus nombres. Y ella les explicó que se trataba de un asunto un tanto arbitrario, pero que el lenguaje lo creábamos los hablantes a fuerza de usarlo. Sonó el timbre y los alumnos abandonaron el aula. Ella se quedó recogiendo y pensando en la clase que acababa de dar. "Las palabras nacen gracias a nosotros, a nuestro uso de ellas. Y mueren de igual modo. Cuando algo, un nuevo concepto toma vida, rápidamente hay que acudir a darle un nombre. Y cuando algo se pasa de moda y se va apartando en un rincón, deja de ser nombrado. Y con ello va muriéndose la palabra y tras ella el concepto".
Se quedó sentada en su silla, con la mente concentrada en sus propias palabras y de pronto se sobresaltó. "Si los conceptos mueren cuando dejan de ser nombrados, ¿qué pasa con todo aquello que no se dice?, ¿qué pasa con las cosas que da miedo nombrar?, ¿y con lo que da vergüenza?, y... ¿qué pasará con los sentimientos ahora que la gente parece tan reacia a mencionarlos?" Se alarmó de veras. Le vino a la cabeza el término "espejarse", tan necesario hoy día. Y comenzó a pensar en cuanto no se dice o se solapa. Pensó en todos aquellos que sonríen a personas a las que ya no soportan porque no son valientes para decir lo que realmente piensan. En los miles de silencios causados por orgullo y cabezonería, por temor a entregarnos, por inseguridad en nosotros mismos. Silencios que ocultan amor, ternura, cariño, y hasta reproche. Pensó en el sufrido dolor escondido tras la hiperprotección, pero nunca mencionado. En el rencor oculto en palabras amables y en el deseo vestido de pudor y apenas nombrado. De hecho, pensó en toda clase de sentimientos que desaparecerían de no ser nombrados. Y acto seguido meneó su cabeza en un gesto de "no puede ser" al recordarse que era una batalla diaria el que la gente se abriese por dentro. "Con los tiempos que corren", se dijo, "en cuatro días nos quedamos sin amor, sin deseo, sin miedos, sin rencor,... sin sentir. Supo de inmediato que no había remedio y comenzó a buscar un modo de ponerse a salvo. Quizás el fenómeno dejaría algún superviviente y si era así, quería estar entre ellos. Buscó y buscó un modo de hacerlo, y dio con él. En realidad se dio cuenta de que llevaba tiempo practicando ese método y eso le hizo soltar un suspiro de cierto alivio, al menos relativo. Palabras usadas, conceptos salvados. Seguiría sintiendo porque ella sabía cómo. Pero, ¿y el resto? Ella, ¿y quién más? Y... ¿durante cuánto tiempo? Volvió a inquietarse y sus ojos se quedaron mirando a un punto fijo. Han pasado días desde entonces. Aún sigue allí sentada, en su silla.
Es la mañana de Navidad y observo. Tantas navidades como tipos de vida existen. Celebraciones estándar. Celebraciones especiales. Celebraciones neutras. Celebraciones por compromiso. No celebraciones. Observo. Y pienso. Los acontecimientos me certifican unas sensaciones que han estado conmigo de manera intermitente, pero que cada vez han ido tomando mayor sentido. Nada es previsible, nada es como nos contaron y existen combinaciones infinitas de formas de vida. Yo misma he asistido a mi paso desde el orden y la lógica de lo considerado como convencional y habitual, a la aceptación de que existe un cincuenta por ciento -si no más-, de vida nada establecida. Y ahí viene la readaptación. Yo misma llevo ahora una vida que nadie a mi alrededor imaginó. Ni siquiera yo misma. Pero es mi vida y llegar hasta aquí ha sido,...
Tantas navidades como vidas. Tantas vidas como circunstancias. En efecto eso es lo que hay ahí afuera. Puede que haya quien, dentro de lo que cabe, ha visto como cada paso planeado le llevaba al siguiente. Y ese al siguiente. Un ritmo armonizado que reporta satisfacción por las cosas bien hechas. Y en efecto, las cosas se hicieron bien. Y funcionaron en esa concreta frecuencia. Planeó su vida y encajó. Y hoy por hoy tiene sus esquinas protegidas y sus cabos bien atados. Cuando uno se esfuerza por ello, estudia, se forma, trabaja, lleva sus relaciones con inteligencia, forma una familia responsable, cuida de su casa,... pone sobre el mantel un esfuerzo patente, nada sencillo, pero tremendamente fructífero. La recompensa está ahí y el orgullo del propio éxito. Pero también puede que haya quien, tras haber hecho exactamente lo mismo, ha visto sus pasos truncados o virados a izquierda o derecha. También hizo cuanto estuvo en su mano y más, pero como dije antes, la vida es imprevisible en numerosas facetas y no le quedó más remedio que contemplar opciones diametralmente opuestas a eso que he llamado convencional, planificado, habitual,...
Choca. Choca tomar decisiones que nos despeguen del terreno conocido. Choca hacer cosas que a "a la gente" le puedan resultar extrañas. Choca sacar los pies del texto e improvisar. Nos choca a nosotros y al exterior, aunque lo realmente difícil e importante es prescindir no ya de las opiniones ajenas, sino de la sempiterna duda que llevamos dentro. Cuando todo se sale de lo que conocíamos, de nuestro control, nos sentimos extrañísimos. Abatidos y deprimidos incluso, porque eso que hemos de hacer no es lo que nos hacía sentir bien y en confianza.
La cuestión es que ciertamente hay vidas tremendamente distintas y no siempre es sencillo encajarlas. Ni por nosotros, ni entre nosotros. Y es aquí cuando afirmo que para aquellos que viven en el seno de una cierta tradición resulta raro o cuestionable aquello que se sale de lo habitual. El no haber visto -o sufrido en propias carnes- que la necesidad obliga y que a veces hay que rehacer sobre la marcha provoca que suelan acogerse a ese "las cosas se hacen de otra manera". Y en efecto yo les digo que sí, que las cosas se hacen "también" de otra manera. Y que siempre hay razones y opciones de ello y para ello. Y son igualmente válidas. A veces, más. Y necesarias. E incluso imprescindibles para subsistir, para seguir adelante y para ser feliz. Y les digo que las cosas se hacen como se puede, como se sienten, como se necesitan, como nos hacen felices. Y que eso es realmente lo único que importa.
No sé si seré Mahoma predicando en el desierto, pero simplemente lo sé. Que aquellos que habitan a ese lado entienden con dificultad la otra orilla. Que los que abandonamos aquel lado aprendimos a marchas forzadas y percibimos rápidamente, y sin remisión que recibiríamos la incomprensión y la crítica -más o menos grave-, por ciertos gestos. Que echárselo a la espalda y que no nos duela es muy, muy difícil. Y que las cosas, las relaciones, las emociones, los sentimientos,... han de ser mucho más naturales, fluidos y desencorsetados. Lo sé ahora, claro que lo sé. Y vivo con ello.
Yo no odio las navidades. No, no las odio. Nunca lo hice. De hecho me encantaban. Realmente me entusiasmaban. Ahora, digamos, que soy más contenida al respecto. Y mucha es la gente a mi alrededor que me dice detestarlas. Están deseando que estas fechas pasen de largo y vuelva la supuesta normalidad. Y me dan mil razones para ello: lo ficticio, el consumismo, la hipocresía de desear el bien solo en estos días,... Pero pocos, muy pocos se atreven a darme la verdadera razón de su malestar. Diría que he podido oírlo tan solo de un par de personas, que en un momento de apertura me confiesan que en Navidad se sienten tristes. Y es que, en efecto, las navidades pueden resultar las fiestas más tristes del año, porque nos recuerdan que hay quienes ya no están. Las ausencias se notan más que nunca, y tendemos a fijarnos más en lo que no tenemos, en lo que antes estaba y ahora ya no, en lo que no logramos y en lo que hemos perdido, más, mucho más, que en lo que tenemos la suerte de tener y disfrutar. Los seres humanos somos así. Estúpidos. Toda vez que hemos conseguido algo, toda vez que nos hemos acostumbrado a ello, dejamos de prestarle la atención y la valoración precisas, y ponemos los ojos en las carencias o supuestas carencias. Y yo me pregunto, ¿de verdad que te crees que ahí, en esa situación, si obtuvieses eso que lamentas, te sentirías pleno y eufórico? No me lo trago. Hoy por hoy, ya no lo harías. Y no lo hago porque esa felicidad o infelicidad está dentro de ti y no fuera. No se encuentra en nadie más y ahora ya no eres el mismo que en el escenario de hace años, por lo que nada ni nadie -salvo clarísimas excepciones-, te hacen el mismo efecto. Cuando el "no" se instala en uno, se pone muy, muy cómodo y no deja que nos relajemos ni nos sintamos a gusto, nos lo pinten como nos lo pinten.
Nadie está obligado a sentirse bien en días como estos. Lo creo así y lo respeto. Y pienso además que todo se confabula para empujar a ello, así como que el hecho de no sentirse feliz en Navidad está mal visto. Pero del mismo modo, diré algo: hay que hacer un poder. Y no ahora por ser Navidad, sino siempre. Da lo mismo ahora, que en marzo, que en pleno verano. Hay que hacer un poder siempre que la angustia trate de apoderarse de nosotros. Y ese poder no consiste ni en fingir, ni en ocultar cómo nos sentimos, sino en purgarlo. En asumirlo y en tener el amor propio suficiente para no autocompadecernos. Y aún más. Consiste en observar alrededor y ver que a veces todo es diferente, raro incluso, pero es así y punto. Y al menos es. Existe. Sucede. Y es preciso asimilarlo y darle vida.
Para mí, sentarme a la mesa en Navidad ha tenido todos los colores del mundo. He padecido insomnio por la ilusión y los preparativos previos. He puesto en marcha logísticas de cenas, regalos,... para dos decenas de personas. Me entregado en cuerpo y alma a árboles, belenes artesanos, regalos para todos, juegos sorpresa, cenas sofisticadas,... He apretado los dientes con una fuerza que nadie se imagina. Me he hinchado a llorar para después lavarme la cara, maquillarme y presentarme ante el resto. He mirado a mi alrededor y me he sentido extraña. Aprendí a sentarme a la mesa sin uno de los dos pilares fundamentales, sin mi padre. Nunca más. Aprendí a tomar el relevo y hasta a tratar de coger las riendas en algunos momentos en estrecha cooperación con mi madre. Aprendí a estar junto a alguien para quien las navidades eran como describía al principio de este texto, ausentes de ilusión y recordatorio de lo que no va bien. Aprendí a sentirme sola, tremendamente sola en cuanto a proyecto personal se refiere. Aprendí a apretar los puños y a compartir los días con los míos, aun cuando me sentía en la más profunda oscuridad. Y, ¿hoy? Hoy tampoco son mis navidades idílicas, sinceramente. En algunos aspectos apretaré dientes de nuevo y sentiré por dentro ciertos desvelos importantes, pero haré un poder. Porque el cuadro es el que es y quizás no me he fijado bien en todos sus matices. Podrán no ser, pues, mis idílicas fiestas, tal y como puede haber imaginado hace tiempo. Pero no voy a dar razones, ni porqués. Sería obsceno por mi parte, y un desprecio hacia las personas a las que quiero y que me quieren sinceramente. Y eso no tiene perdón alguno. Estoy con ellos y cualquiera de nosotros podríamos no estar nunca más. Estar a su lado me nutre, me alimenta el alma, luego no importa nada más. Y por otro lado, cada día soporto menos el victimismo y el regodeo en desgracias que no lo son tanto. No solo lo rechazo para mí, sino que lo detesto en los demás. Aprieto dientes, sí. Del resto,... qué sabe nadie cómo atravieso año tras año el camino, hasta llegar aquí...
FELIZ NAVIDAD A TODOS
Nadie está obligado a sentirse bien en días como estos. Lo creo así y lo respeto. Y pienso además que todo se confabula para empujar a ello, así como que el hecho de no sentirse feliz en Navidad está mal visto. Pero del mismo modo, diré algo: hay que hacer un poder. Y no ahora por ser Navidad, sino siempre. Da lo mismo ahora, que en marzo, que en pleno verano. Hay que hacer un poder siempre que la angustia trate de apoderarse de nosotros. Y ese poder no consiste ni en fingir, ni en ocultar cómo nos sentimos, sino en purgarlo. En asumirlo y en tener el amor propio suficiente para no autocompadecernos. Y aún más. Consiste en observar alrededor y ver que a veces todo es diferente, raro incluso, pero es así y punto. Y al menos es. Existe. Sucede. Y es preciso asimilarlo y darle vida.
Para mí, sentarme a la mesa en Navidad ha tenido todos los colores del mundo. He padecido insomnio por la ilusión y los preparativos previos. He puesto en marcha logísticas de cenas, regalos,... para dos decenas de personas. Me entregado en cuerpo y alma a árboles, belenes artesanos, regalos para todos, juegos sorpresa, cenas sofisticadas,... He apretado los dientes con una fuerza que nadie se imagina. Me he hinchado a llorar para después lavarme la cara, maquillarme y presentarme ante el resto. He mirado a mi alrededor y me he sentido extraña. Aprendí a sentarme a la mesa sin uno de los dos pilares fundamentales, sin mi padre. Nunca más. Aprendí a tomar el relevo y hasta a tratar de coger las riendas en algunos momentos en estrecha cooperación con mi madre. Aprendí a estar junto a alguien para quien las navidades eran como describía al principio de este texto, ausentes de ilusión y recordatorio de lo que no va bien. Aprendí a sentirme sola, tremendamente sola en cuanto a proyecto personal se refiere. Aprendí a apretar los puños y a compartir los días con los míos, aun cuando me sentía en la más profunda oscuridad. Y, ¿hoy? Hoy tampoco son mis navidades idílicas, sinceramente. En algunos aspectos apretaré dientes de nuevo y sentiré por dentro ciertos desvelos importantes, pero haré un poder. Porque el cuadro es el que es y quizás no me he fijado bien en todos sus matices. Podrán no ser, pues, mis idílicas fiestas, tal y como puede haber imaginado hace tiempo. Pero no voy a dar razones, ni porqués. Sería obsceno por mi parte, y un desprecio hacia las personas a las que quiero y que me quieren sinceramente. Y eso no tiene perdón alguno. Estoy con ellos y cualquiera de nosotros podríamos no estar nunca más. Estar a su lado me nutre, me alimenta el alma, luego no importa nada más. Y por otro lado, cada día soporto menos el victimismo y el regodeo en desgracias que no lo son tanto. No solo lo rechazo para mí, sino que lo detesto en los demás. Aprieto dientes, sí. Del resto,... qué sabe nadie cómo atravieso año tras año el camino, hasta llegar aquí...
FELIZ NAVIDAD A TODOS
ENTRE LOS CADÁVERES DE OTRO HOLOCAUSTO CONSENTIDO
By María García Baranda - diciembre 22, 2016
1923. Fin del conflicto bélico en Armenia. Iniciada la Gran Guerra, comienzan las agresiones que desembocarán en el Genocidio de un millón ochocientos mil armenios a manos de Turquía e Imperio otomano.
1945. Fin de la Segunda Guerra Mundial. En los seis años que dura el conflicto, el Genocidio nazi deja seis millones de judíos y medio millón de gitanos asesinados.
1994. Genocidio de Ruanda. Casi un millón de ciudadanos Tutsis asesinados en poco más de tres meses.
1995. Guerra de la ex-Yugoslavia. Genocidio de Srebrenica. Ocho mil musulmanes bosnios son asesinados en tan solo diez días.
2010. Firma de la tregua en la Guerras Civiles de Sudán. Tras doce años de conflicto, el Genocidio de Darfur deja cuatrocientos mil asesinados de sudaneses de raza negra.
2016. Tras cinco años de guerra en Siria, el Genocidio de Alepo eleva su cifra ya a medio millón de musulmanes a manos de una coalición eslavo-chiita.
Imperio Otomano, Adolf Hitler, Gobierno Hutu, Radovan Karadkic, Baggaras, Coalición eslavo-chiita. Territorio, raza y religión, poder económico, lucha contra el terrorismo islámico,... Execrables crímenes contra la humanidad, contra niños y ancianos, hombres y mujeres inocentes, desprovistos de protección y defensa, a manos de perturbados verdugos, nigérrimos iluminados y grandes potencias consentidoras.
Que el hombre tropieza siempre en la misma piedra es ya contenido recogido hasta por las expresiones populares. Que el hombre está condenado a cometer siempre el mismo error es asimismo asumido. Que peor que la maldad es la inoperancia es cuestión ya archidemostrada. Así que torpeza, recurrencia y pasividad son los tres grandes males que provocan que el ser humano se destruya sin compasión y repita por quinta vez en menos de cien años un espantoso holocausto.
El fatídico turno es ahora de Alepo, Siria. Bajo una supuesta causa loable, la lucha contra el terrorismo islámico, la comunidad internacional, los grandes líderes políticos y religiosos, la opinión pública y el ciudadano de a pie condenamos la masacre terriblemente conmovidos y apenados. Y no hacemos absolutamente nada por impedirlo. Y diré que ojalá fuese "únicamente" motivo de vergüenza eterna, porque mucho me temo que el silencio práctico de la todopoderosa y benevolente ONU, así como de la Unión Europea, de EEUU, y de otras grandes potencias mundiales tiene más de interesado negocio y de saqueo, que de hipócrita diplomacia y de cómoda pasividad. El cazo está puesto y los grandes estados no solo observan cómo se desintegra una nación y se aniquila a cada inocente, sino que contribuyen con toda su artillería -real y metafórica- al exterminio. EEUU bombardea. Francia bombardea. Reino Unido bombardea. Arabia Saudí desgarra. Israel vende armas y observa... Y así una larga lista. Porque hay negocio más rentable que el de una guerra. Que, ¿por qué? Porque en primer lugar, y en la etapa previa, engorda al negocio armamentístico vendiendo material a ambos mandos. Una vez bien dispuestos, proporciona contratos millonarios sobre los terrenos robados en el conflicto y sobre las tareas de reconstrucción de un país, antes incluso de que este sea arrasado. Tras ello, campo abonado para que se instalen las grandes empresas de los invasores y con ello monopolio del mercado. Y por supuesto, limpieza. Limpieza de seres humanos, así, en general, porque somos muchos y de vez en cuando hay que aligerar. Y limpieza de cualquiera que pueda hacer sombra, reivindicar o entorpecer el festín. Limpieza de ciudadanos de segunda, porque sí, claro está que lo son. Lo son porque nadie hace nada por ellos. Lo son porque son considerados únicamente daños colaterales. Lo son porque han sido etiquetados de mercancía sacrificable en pos de un bien -material- mayor. Lo son porque son negros, judíos, musulmanes,... minorías. Lo son porque además son acusados de los siete males de la humanidad con el fin de justificar lo injustificable ante cuatro paranoicos, pero lo que es aún peor, ante nosotros mismos.
Vivían demasiado al Norte. El frío era tan sumamente espantoso allí que a partir de treinta grados bajo cero ya no miraban ni los termómetros. Aunque pensándolo bien, habría dado lo mismo, porque el mercurio se congela en esos extremos. Aquella gente calculaba a ojo la temperatura tan solo mirando alrededor. Y no solamente no miraban el tiempo, sino que habían dejado de mirarse entre sí. Caras serias, tremendamente serias. Abominablemente serias. O al menos lo parecían porque todo el que trataba de sonreír espontáneamente acababa sucumbiendo y veía frustrado su intento. El rictus de su cara se congelaba antes de lograrlo. También caras aburridas, soporíferamente aburridas. Terriblemente aburridas. Y es que hablar tampoco era una opción allí. Todo aquel que quería charlar un rato o incluso simplemente saludar sufría la espantosa sensación de notar cómo se le congelaban las palabras en la garganta, los labios y hasta la punta de la lengua. Así que serios y mudos. Todos. Siempre. Las relaciones de aquellas gentes se habían convertido en invisibles, hasta el punto de no saber ya cómo tratar entre sí. Habían olvidado cómo ser cordiales y amables, cómo expresarse y cómo escuchar. Cómo sentir. Cada uno iba a lo suyo, sin ganas, sin esperanza, sin motivación. Así hasta que llegó ella. Había tomado, creo, tres trenes, un par de autobuses y un taxi que la llevó hasta la misma puerta de su casa. Pagó, dejó propina y saltó desde la puerta del taxi hasta la del portalón de madera. Se coló dentro y de un portazo cerró a su espalda. Rápidamente y casi sin pensar. Estaba irreconocible, envuelta en un abrigo de pelo blanco que la tapaba hasta los pies, traía además las manos cubiertas por un grueso y suave manguito beige, y la cabeza por un gorro que la cubría hasta los ojos. Recorrió el trayecto completo sin dejar asomar sus manos, sin mostrar ni un centímetro de piel, sin mediar palabra y sin apenas mirar nadie. Habría de guardar calorías, si no quería convertirse en un habitante más de aquel lugar. Subió a pie los tres pisos que la separaban de su domicilio. Poco a poco y uno a uno recorrió los peldaños de madera de la escalera. Sin prisa, pero sin pausa. Se detuvo en el descansillo, llamó al timbre y esperó. La puerta se abrió y sutilmente se coló hasta adentro con el hábil movimiento de un gato. Él la siguió con cara de susto y sin saber quién era el extraño ser que se había colado hasta adentro, enfundado en aquellos enormes ropajes. Ella se detuvo en medio del salón y con un leve, pero decidido movimiento se despojó de sus prendas con un solo gesto. ¡Zas, al suelo! Y cayó su melena y pudo apreciarse su piel con el tono de rosado justo. Tibia. Sana. Reluciente. Sin darle tiempo para reaccionar se acercó a él y lo abrazó tan fuertemente que le traspasó su calor. Fue en un tiempo tan escaso que nadie habría sido capaz de medirlo con exactitud, pero casi instantáneamente él empezó a moverse con facilidad y soltura. Luego sonrió. Después emitió sus primeras palabras en mucho, mucho, pero mucho tiempo. Lo que dijo solo lo pudo oír ella, pero eso provocó que la piel de ambos se encendiera más y más. Aquel fue el invierno más cálido de sus vidas.
Me recuerdo a mí misma a los dieciocho. Era la noche de fin de año y había, naturalmente, algo de mágico en el ambiente. Ni la noche era fácil, ni el trago era sencillo, pero recuerdo como si fuese hoy a mi gente, los planes venideros y mis pensamientos de aquel momento. Entonces necesité más que nunca en el mundo depositar toda mi esperanza en mis sueños. Con todas mis fuerzas deseé que los días que vinieran, que aquel 1994 me trajese lo que yo más anhelaba. Y quemé malos pensamientos y malas vibraciones. Y visualicé nuevas vivencias y sentimientos positivos. Ese día puse en marcha una maquinaria por la cual deseaba intensa y profundamente. Y soñaba con un mañana. Y tanto deseaba y tanto soñaba, pues,... tantas ganas le ponía a aquella práctica,... que me olvidé de que los frutos no se recogen deseándolos, sino viviéndolos.
Desde aquel año he tenido esa práctica pegada a la piel. Cada año -y a decir verdad, no solo en esa fecha concreta-, he cerrado los ojos, he formulado mil conjuros y sortilegios, y he pedido y deseado algo que para mí suponía la felicidad. Todos y cada uno de estos años,... hasta ahora, cuando me he dicho: ¡basta, hasta aquí hemos llegado! Ya no más. A partir de este momento le pongo fin a veintidós años de práctica fallida. Y esta vez, y espero que no se me olvide de aquí en adelante, no pienso formular ningún deseo para el año venidero. No tengo intención alguna de pedir nada, de exigir, reivindicar, ni conjurar. En esta ocasión formulo no-deseos para el Año Nuevo. Y diré por qué. No quiero desear, ni tirar balones fuera de mi campo de acción, ni depositar en extrañas fuerzas la consecución de nada que tenga que ver con mi vida. No proyecto el deseo de sentirme feliz, porque es eso, precisamente, un proyecto a futuro. Mi objetivo es mucho más firme: vivir cada momento presente y tratar de ser cada minuto lo más feliz que pueda. Sueños hay siempre. Ha de haberlos. Pero por encima de ellos ha de haber acción.
Tengo no-deseos para el Año Nuevo, pues. Tengo el día de hoy.
Un día me di cuenta de que la vida no espera. De que solía vivirla a base de arrancadas y frenadas, parando en distintas estaciones, observando el panorama y tratando de detener el tiempo. Cada parada significaba una espera. Una espera a algo o a alguien, sin certeza alguna de que fuese a llegar. No rezaba en ningún documento, ni lo marcaba ningún símbolo esotérico, pero esperaba. Y mientras tanto todo se detenía alrededor. Sin decisiones, sin planes, sin movimiento. Sin hacer demasiado ruido por si se despertaba el animal. Sin movernos demasiado por si a su supuesta llegada eso o ese no me ubicaba. Arrancar y frenar, arrancar y frenar. Y me di cuenta, sí. De que mientras yo creía que todos los elementos de mi mundo se paraban conmigo, estos seguían girando. Moviéndose. Avanzando.
Un día me di cuenta de que la vida no espera. De que mi vida prosigue y la del resto también. Y decidí continuar la marcha. A mi ritmo. A mi gusto. Lo que hubiese de encontrarme por el camino lo encontraría. Lo quisiera yo o no. Y quien quisiera o hubiera de alcanzarme lo haría igualmente. Así pues, camino.
Y...
... y no añado más porque no tengo idea de lo que ha de venir.
Ya me pillará (si es que yo me dejo pillar).
Llevo semanas resistiéndome a ello, pero bueno, al final me asomo de alguna que otra forma: Mi balance del 2016. No voy a hacerlo exactamente. Se ha convertido ya en un tópico, como otros tantos. Como las noticias del año en televisión, o el reportaje de buenos hábitos y cuidados en las revistas de belleza y moda. Llega el fin de año y todos echamos la vista atrás, mitad nostálgicos, mitad esperanzados. Extraemos lo nuevo y bueno que con él vino, enmarcamos los malos tragos que hubimos de pasar, y nos hacemos el firme propósito de que el año que comienza habrá de contener un cúmulo de buenos actos y la intención de caminar de la mano con todo aquello y con todos aquellos que lo merecen. Ya. Lo de siempre. Y no me lo creo. Jamás es así. Y no lo es, porque no es alrededor donde hay que mirar. Error. Sino al interior de uno mismo para preguntarse qué he hecho y cómo lo he hecho. Y no ahora, a quince días de acabar el año. Ni el día 1, con la lista de tareas fresca y virgen. No. Siempre. Hay que hacerlo siempre.
Mi año ha sido, como lo son (casi) todos, un año de aprendizajes sobre mí misma. Progresista y no continuista. Me doy con un canto en los dientes por haber conseguido lo único a lo que siempre aspiro: crecer. He cumplido objetivos que de veras me resultan fundamentales. He conocido un poco más de mi interior, he aprendido a encajar determinadas experiencias y a dejar ciertas sensaciones a mi espalda. Me he reforzado a mí misma, he hecho las paces con alguna de mis vulnerabilidades y de paso con algunos agentes externos.
¿Me quiero más? Posiblemente sí. Un poco más. Me encuentro por ello mejor apuntalada en el lugar que he de ocupar en mi vida. Sé ahora bien cómo quiero vivirla y es muy simple: sientiéndome con la conciencia tranquila respecto a mí misma. Esto se traduce en saber qué experiencias y qué modos de vida me hacen feliz, en sumergirme en todos aquellos actos que me llenan y no me hacen sentir culpable con nadie, pero sobre todo conmigo. Rodearme de las personas que me nutren y a las que nutro. Alejarme de todo aquello que no me convenza o me haga sentir que no soy yo. Opto por las cosas simples y sencillas. No quiero retorcimientos ni neuras. Quiero ir, venir, hablar, sentir,... vivir. No quiero lados oscuros, ni mi peor versión. Y por supuesto no quiero autocompasiones, propia ni ajenas. Quiero voluntad, propósito y tirar hacia delante. No quiero mañas, ni caprichos, ni emociones vacuas. Quiero nivel 1, nivel 5 o nivel 10, como sea, con quien y el que sea, pero reales y sin chorradas. Quiero verme en el espejo cada mañana y reconocerme. Y quiero seguir sabiendo, como siempre lo he hecho, a quién quiero y por qué, cómo lo quiero y cuánto lo quiero. Y conservarlo a mi lado, no por lo que me dé cuando tengo hambre, ni por comodidad, inercia, practicidad,... sino porque aprecio su valía y lo necesito para vivir. Y todo cuanto no responda a ese principio, o no me considere a mí en la misma forma se irá fuera. Por vía natural se extinguirá. Un día ya no estará. Y punto.
Este es mi balance del 2016. Mi forma de ver la vida. Mi vida. Mis avances. Y mis luchas.
Feliz año nuevo. Cordura y corazón.
DOS MUNDOS DIFÍCILES DE ENCAJAR
By María García Baranda - diciembre 18, 2016
Vengo hoy con un tema un tanto extraño. Se trata de una conclusión a la que he llegado después de un número indeterminado de vueltas a mi cabeza y de experiencias. Algunas que borraría, claro, si no fuera porque me han hecho aprender lo que no está escrito. A priori os advierto que es una cuestión que puede resultar difícil de comprender y de encajar, porque también a mí me resulta complejo de explicar. No es algo tangible, ni algo que se perciba a la primera de cambio. De hecho, en algunos casos nunca ocurre. Así que a ver cómo me las arreglo para hacéroslo llegar.
Creo que existen dos mundos bien diferenciados que ruedan paralelamente. Y del mismo modo creo que hay personas que viven en ambos a un mismo tiempo. Sé que suena muy metafórico, pero seguidme, por favor. Dos. Dos mundos que no podemos ubicar espacialmente, ni diferenciar físicamente. No hay nada que los señale, que marque su presencia, ni que separe el paso de uno al otro. Pero existen. Estos mundos no se mezclan entre sí, poseen peculiaridades propias y bien definidas. Y, ¿cómo son? Imaginemos ahora la silueta del mundo y partámoslo en dos partes iguales. Obtenemos el mundo de la izquierda y el mundo de la derecha. Vamos a asomarnos.
El mundo de la izquierda es absolutamente visible. Es el que conocemos y se ve a plena luz. Está habitado por todos nosotros, bajo las normas, las costumbres y las leyes que creamos y conocemos. Tiene bien establecidos el concepto del bien y del mal, de lo moral y de lo inmoral. Cuando algo se sale de madre, suele ver cómo ponemos todos el grito en el cielo, tomamos cartas en el asunto y tratamos de poner remedio. O no. Afortunadamente no ocurre en exceso y cuando lo hace, la opinión pública, la prensa, los círculos sociales privados, el entornos de cada uno suelen recoger la noticia. Se trata de casos inevitables, pero que naturalmente nos gustaría impedir. Desmanes y crueldades de algún desgraciado que otro. La cara negra del ser humano, sí. ¿Es un mundo bueno? Muchos opinan que no. Que está corrompido, adulterado, deshumanizado. Que los seres humanos somos imbéciles, egoístas y destructores. La cosa es que tal y como están las cosas, estamos todos hechos y acostumbrados, a vivir bajo ese sistema específico.
El mundo de la derecha es infinitamente menos visible que el otro. Más que eso, diría. De hecho es únicamente perceptible para algunos y tras circunstancias muy concretas. En él habitan algunos de los ciudadanos del otro mundo. Por lo tanto lo hacen de forma paralela y de una manera muy, muy discreta. Tanto, que hay personas que nunca llegan a enterarse de que esos seres cruzan la frontera de un mundo al otro tan alegremente. Y, ¿qué ocurre en este mundo?, ¿cómo es? Pues veréis. En este mundo, se eleva al límite la forma de vivir las cosas, pero las cosas más oscuras. Lo políticamente incorrecto, lo inmoral, lo secreto, lo reprobable. Muchos podríais pensar que me estoy refiriendo aquí al mundo del mal, pero no es así de simple, porque recordad que en el otro mundo, en el de la izquierda, también había maldad y malas acciones. No se trata por tanto de que este sea el mundo en el que se alojan los malos, no. No es tan sencillo. Se trata más bien de que aquí las cosas pueden llegar a unas cotas que en el otro mundo no nos podríamos imaginar. A este mundo vienen los seres que podríamos llamar "normales y corrientes", seres que habitan con cierta naturalidad en el mundo de la izquierda. Seres que ya asoman allí con alguna que otra salida de pata de banco, sí, pero que aunque criticable, entra dentro de lo que se puede encajar. Pero cuando pasan la frontera, aquí sacan los pies del tiesto hasta unos límites insospechados. Y es que en este mundo se alojan la falta de escrúpulos, la falta del sentido de culpabilidad y lo más importante, la ausencia de capacidad para ver la dimensión, gravedad y consecuencias de los propios actos. Es un mundo de ceguera absoluta, donde todo vale, todo sirve, todo puede ocurrir,... Si estáis pensando quiénes pueden habitar en él, os pongo un ejemplo. ¿Sabéis esa expresión que a veces decimos de: "sabía que había algo turbio en ese asunto o en esa persona, pero jamás pude imaginar que era tanto, ni tan sucio"? Pues en esas estamos.
Así que sí, tengo la certeza de que existen dos mundos habitados a la vez por algunos. Los seres de a pie, los que pasamos la vida solamente en uno de ellos, en el visible, podemos llegar a pasar nuestra existencia sin asomarnos al otro. Sin saber siquiera que existe. Y desde luego sin llegar a darnos cuenta de que algunas de las personas que nos rodean viven también en el otro durante toda su existencia. Muchas son las personas que viven una versión muy naif de la vida. Personas que no alcanzan a saber, ni a ver jamás. Que se les hace inviable. Que se escandalizan si les insinúas que determinados comportamientos de gentes tremendamente retorcidas están a la orden del día. Otros seres, en cambio, atravesamos circunstancias concretas que nos enseñan sin anestesia ese otro mundo. Traspasamos la frontera a veces, pero como meros espectadores para comprobar que sí que es cierto, y que algunas personas que conocemos tienen una vida realmente turbia. Pasamos la frontera para ser testigos, para recoger la información precisa y volver con ella al otro lado. Pasmados a veces, en shock otras, pero desde luego con los efectos de un estallido de realidad en plena cara. Y por más que contáramos la experiencia, no sé si se nos creería o si llegaría a entenderse la dimensión de la que hablamos.
Es absolutamente cierto eso de que la realidad supera la ficción. Sé que del mismo modo que el hombre puede ser angelicalmente bondadoso, puede llegar a lo más negro y espantoso. Lo sabemos todos. Pero no sé si me preocupa más este otro caso del que hablo. El caso de personas que cumplen años, uno detrás de otro, con la imagen de habitantes del mundo visible de la izquierda, y que son clientes destacados del otro. Sin que nadie sepa de la misa la media, ni de la media la mitad. Nadie está prevenido. Nadie puede protegerse. Nadie advertido. Y ellos,... campando a sus anchas. Así que, dado que yo, por hache o por be, soy conocedora de esto, me he dispuesto a contarlo. Y desde aquí os digo que estéis atentos y que penséis que, cuando algo se os hace sospechoso y opaco puede que lo sea hasta un punto que ni imagináis.
El alumbramiento, la llegada al mundo, el instante definitivo de una vida que comienza. Porque comienza. Y esta puede empezar con segundos, con doce años, o con treinta y cuatro. Se puede alumbrar a un ser con esa edad, si se establece una circunstancia perfecta: el hambre de una vida diametralmente opuesta a la que nos asfixia. Brotará de ese modo un nuevo ser toda vez lo fecunde la semilla adecuada. Acechante.
Y es que los alumbramientos siempre tienen lugar en espacios perfectos, bien acondicionados. Escrupulosamente preparados para la ocasión, poco a poco, con tiempo, delicadeza y paciencia. A fuego lento. Y así, cuando cada elemento está en perfecto orden, nace la criatura. Nace la "deslumbrada".
(Continuará)
Jason Wong Art |
I
Los príncipes son azules porque se asfixian en sus propios tormentos. Suelen ahogarse en diminutos vasos de agua repletos hasta el mismísimo borde de la paciencia de alguien más, toda vez que ellos mismos van metiendo el hocico. Primero un poco. Luego otro poco. Y luego otro. Y otro. Y de pronto se relajan y sueltan la lengua hasta el fondo. Y, ¡zas!, el vaso estalla y se les clavan los cristales en la campañilla. Ahogados. Azules. Caput.
II
Cupido es en realidad un bajito acomplejado que no sabe qué hacer con su pelo. Estuvo intentando conseguirse a una tía cañón para sentar la cabeza. Trató de ligarse a una. Luego a otra. Después a otra. Nada. "Eres muy mono, pero te veo como amigo". Se replanteaba qué pasaba, dónde estaba el problema. Cambiaba de look, se engominaba el pelo, se enfundaba en un traje elegante tras subirle el dobladillo al pantalón,... lo normal. Pero nada. Hoy ha dedicido desenconsertarse. Pelo suelto y semidesnudo. Y el muy cabrón va clavándosela de frente a todo aquel que le puede hacer sombra cada vez que ve una tía que a él le habría gustado ligarse. "¡Aquí no ama ni Dios!", dijo un día. Le pusieron una amonestación, por cierto.
III
Celestina está un poco hasta los mismísimos misterios de estar día y noche arreglando entuertos. Últimamente la gente encuentra que no se esmera en su trabajo. No sienta bien las bases, no acierta mucho en compatibilidades. Los empareja, sí, pero no le duran mucho. El otro día llegó un antiguo cliente y le puso una reclamación.
- "Celes, hija,... ¡que no me ha durado ni la luna de miel! La muy zorra se ha liado con el guía turístico".
- "Ay, mira, ¡qué quieres que te diga! Vosotros estáis muy tontos y yo muy cansada. Yo lo que quiero es tomarme vacaciones.
Celestina vive ahora en Benidorm. Tiene un par de novios octogenarios. Toman el sol, terracean y bailan los domingos. ¿El resto del mundo? Así está, manga por hombro.
IV
La princesa asomó su larga melena por la pequeña ventana de su dormitorio. Allí arriba, en la torre. Era preciosa, dorada, brillante. En perfecta sintonía con sus enormes ojos claros y su boquita de flor de pitiminí. Desde el suelo su novio la miraba con ojos golositos. "Baja que nos vamos, dijo". No podía. Estaba castigada porque llevaba tres fines de semana llegando a casa tarde. ¡Bueno estaba su padre!
- "Pues tira tus trenzas y trepando subo por ellas".
- "Sí hombre, que me acabo de gastar trescientos euros en extensiones esta semana, de eso nada".
Él la ha plantado por insoportable. Ella cada vez es más diva. Ahora está saliendo con un tipo llamado Cayetano y que tiene barco, aunque está un poco hartita de tanto navegar y tanto sol. No gana para crema antiarrugas.
V
Es un auténtico donjuan. Cautiva con sus palabras melodiosas, siempre rítmicas, siempre esmeradamente escogidas y dichas en el momento más apropiado. ¿Y su elegancia? Suprema. Impoluto. Perfumado de un modo,... ¡mmm! Sabe mirar. Sabe besar. Ella está que se derrite por sus huesos, aunque sabe que es bastante picaflor. De hecho, suele encabronarse bastante con ese tema. Pero él se las ingenia para metérsela en el bolsillo de nuevo. Por fin llega la gran noche. Se prepara velada romántica y,... ¡qué nervios! La recoge en su casa. Cenan opíparamente. Suena la música. Y se retiran en lo más alto de la velada. Y una vez entregados al amor,... ¡nada! Pero de nada. Ni visto, ni oído, ni entendido. ¡Nada! Ella trata de no darle importancia. Él parece agobiarse en inicio, pero le dura poco. En realidad está pensando que mañana ha quedado con otra. Y pasado con otra. Igual que ayer y que anteayer. ¡Su lista va que se mata!
VI
"No pude casarme con nadie mejor", dice él siempre. Y tiene razón. Ella es el epítome de la esposa perfecta. Trabaja en su casa, la que por cierto brilla impecable. Cocina como los dioses. Siempre te recibe con una sonrisa. Tiene un gusto excelente y nunca te falta una atención con ella. Además es guapa, de conversación inteligente, elegante, ingeniosa. Ella deslumbra donde va, con una mezcla de espontaneidad y discreción. Ella es la anfitriona perfecta. La amiga perfecta. La madre perfecta. La esposa perfecta. Ella es feliz. Ella tiene una novia que se llama Nuria y es profesora de Pilates. Se ven dos veces por semana.
CUANDO LA VIDA TE ENSEÑA LO QUE VALE UN PEINE
By María García Baranda - diciembre 16, 2016
He estado hablando mucho esta semana sobre el efecto que tienen los golpes de la vida en las personas. Cuando hablo de los golpes de la vida me refiero a las experiencias catalogadas como realmente trágicas. La muerte de un ser querido, especialmente aquellas que van contra natura -un hijo, un marido joven,..-; un accidente que te cambia la vida; una enfermedad grave y crónica; hambre, necesidad y guerra;... momentos que muchos vivimos -aunque no todos-, y que son un verdadero punto de inflexión en nuestra existencia. Juro que no hay nada más que provoque un efecto que lo iguale y del mismo modo aseguro que tras reponerse de una vivencia tal, no te inmunizas en absoluto, pero aprendes a gestionar tus emociones de manera distinta. A no lamentarte tanto, a querer luchar y coger el toro por los cuernos, a apreciar lo que sí conservas, a aferrarte a la vida y, sobre todo, a engancharse y a valorar sobre manera la presencia de las personas a las que quieres. Desde luego yo ya no separo entre seres débiles o fuertes, así sin matizar. No me centro exactamente en ello, sino que más bien lo asocio y redirijo hacia la consideración de alguien que ha padecido un varapalo tal, frente a quien no lo ha hecho y ha vivido una vida un tanto más suave. Naturalmente que habría que observar cada caso específico, su carácter, su tasa de inteligencia emocional y su nivel de egocentrismo, pero en términos generales, puedo darme cuenta de que aquellos que han lidiado mucho y muy descarnadamente gestionan los acontecimientos sin ahogarse en vasos de agua, con menor dramatismo y con mayor efectividad a la hora de buscar una solución. Ya sé, y muy bien por cierto, que hay personas tendentes a caer en la melancolía y en la depresión y que la misma química del cuerpo hace de las suyas, pero aun sin olvidarme de ese factor, considero que hay caracteres que por poco zurridos se convierten en una constante y eterno lamento con piernas. Suelen ser las personas más quejicosas, infelices, oscuras y atormentadas del mundo y no tendrían por qué más allá de las contrariedades asumibles por todos. Y por el contrario tengo ejemplos asimismo de personas que habiendo pasado las de Caín, tiran hacia adelante y no decaen por más motivos que hayan tenido para ello. ¿Por qué? Porque cuando se quitan la ropa están repletos de marcas que asustarían al más intrépido. Y lo saben. Y llaman a cada dolor por su nombre.
Me quito el sombrero por esas personas. Tengo además la suerte de tener a tres de ellas entre los míos: mi abuela materna, mi madre y mi hermano. Sabios los tres. Tremendamente sabios. Seres que te hacen la vida muy fácil, que no se regodean en lo negro y que siguen apreciando lo bonito que hay a su alrededor. Pero no es ese siquiera su rasgo más preciado, sino el no haber permitido que se les endureciera el carácter, ni el haberse convertido en la antítesis de lo empático. Motivos habrían tenido y tremebundos algunos, pero continuan diciendo que "todo esta bien". Mi abuela, esa mujer que atraviesa necesidades y una guerra; que se traga el asesinato de un hermano, malos tratos, y penurias varias; que enfrenta siete partos, un matrimonio tóxico, la ausencia de sus hijos pequeños; que padece enfermedades graves, el fallecimiento de dos hijos y dos cánceres; que se desgarra en conflictos familiares de alto rango y que hoy, en su viudedad es la más feliz del mundo con muy poco. Disfruta con sus nietos abrazados a ella, canta a todas horas, ríe a carcajadas y llora recordando. Ella jamás le ha complicado la vida a nadie, ni se ha paseado circunspecta dándose tono ni importancia. Y nunca, jamás de los jamases, se ha bañado en su propio egoísmo para acabar diciendo que la vida es una auténtica mierda.
Hay quien padece de veras y aprende la lección; y hay quien gusta de imaginarse como un personaje lánguido y novelesco sin causas aparentes. Advierto a los segundos que existe un lado infinitamente más amargo de la vida, que el verse afectado por los acontecimientos es cosa natural y que nadie tiene la culpa de lo que nos pase. A partir de ahí, cada cual que elija cómo quiere vivir. Por mi parte yo lo tengo muy claro.
Dices que vivo como si esta fuese mi segunda vida. Tal y como si pensase que en la primera lo hice mal. Y muy probablemente es cierto. Y me acuerdo de Confucio, de las dos vidas que tenemos y de que la segunda empieza al comprender que solo tenemos una.
Siempre fui intensa, elevada a la enésima potencia, aunque con templanza. Impetuosa y entregada, pero con mesura. Impaciente y ansiosa, pero flexible. Y potente. Así que, seguramente sí. Seguramente es que como he tenido el cuerpo en llagas alguna que otra vez, como creí volverme loca de dolor, muerdo las emociones a dos dentelladas. Las deshago en la lengua percibiendo toda la intensidad de su sabor. Las deslizo por mi garganta gota a gota. Y dejo que me nutran. La sangre. La piel. Vivo esta vida con el firme propósito de no traicionarme nunca más. De adorar lo que amo. De no perderme nada. De saber percibir con un solo vistazo lo grandioso. De adherirme y clavarme a todo aquello que me hace feliz. De no desperdiciar nada ni a nadie que me enriquezca el alma. Y de expandir cuanto pueda aportar a quien lo necesite.
Habrá nuevos errores, pero no de ese tipo. De esos no. El corazón primero. ¿Las pérdidas? Las justas y las devaluadas. Y el sentido común para estar loca. Para ir contracorriente. Para nunca apagarme. Para amar hasta el último momento de mi segunda vida. Como si fuese la primera vez. Redescubriéndo(me).
CUANDO EL COSMOS PONE CADA COSA EN SU SITIO
By María García Baranda - diciembre 15, 2016
¿Sabéis que a pesar de mi peculiar racionalización emocional de los comportamientos humanos, creo muy profundamente en que hay un elemento mágico, invisible, esotérico e intangible sobre nuestras cabezas? ¡Que no, que no me he vuelto loca! Lo juro. Solo lo estrictamente necesario. Pero creo que hay un fuerte componente energético en todos nosotros que en numerosas ocasiones hace que la balanza de nuestra vida caiga sobre un lado o sobre el otro. Justificaré mi locura, pues.
A estas alturas, en estos tiempos de psicoterapia, coaching, mindfulness, y otros derivados, vivimos rodeados de asideros a los que amarrarnos férreamente para no caernos fruto de nuestras propias tormentas. Y menos mal que lo hacemos. Los que lo hacemos, claro. Entrenamiento de mente y espíritu para fortalecernos en defensa de lo que nos pueda acontecer. No es nuevo. Es tan viejo como el hombre. Y podríamos acudir a cualquiera de las culturas milenarias, a los clásicos, a los momentos históricos en los que el hombre no tenía sorbido el seso por la religiosidad más oscura, para darnos cuenta de que el espíritu convivía en paz con la mente y actuaba en connivencia con esta. Pues bien, hoy día leemos y oímos hablar de la ley de la atracción, de los destinos marcados o rehechos, del poder de la mente para reconducirnos,... y he de decir que sostengo la creencia de que hay determinados momentos en la vida en la que se nos paraliza o se nos relanza para avanzar en nuestra andadura. Lo planteo en tercera persona, sí, "se nos paraliza". Y podréis preguntar, ¿quién? Los creyentes tienen a su Dios o a sus dioses para ello. Yo tengo a mi fuente: mi creencia en la acción y el poder de las mentes, de la luego hablaré. Así, defiendo que hay una serie de momentos en nuestra vida en la que parece que, tras una fuerte sacudida, todas las piezas se mueven para tomar nuevas y más correctas posiciones. No nos ocurre muchas veces, no. Tal vez cada siete o diez años. Pero sucede. Y de pronto, tras rachas escritas con un guión muy determinado, y no siempre positivo, todo parece recolocarse en su sitio. ¿Justicia humana?, ¿divina?, ¿la acción de algún ente poderoso? Tiene mucho de mágico y de misterioso; el Universo confabulándose para reubicarnos. ¿Quién lo mueve? Nosotros y nuestras propias cabezas. Con las meditaciones exactas, las purgas e interiorizaciones precisas y los tiempos adecuados, será nuestra mente la que recoloque el Cosmos y no a la inversa.
Más allá de las leyendas urbanas que elevan la cifra del porcentaje de la mente humana que podríamos llegar a explotar, sabemos que dentro de lo científicamente probado, el rendimiento que extraemos de ella es muy cambiante. Dichas oscilaciones varían por influencia de elementos externos e incluso internos. Capacidad de concentración, cansancio, limpieza emocional, autolimitaciones y temores internos,... Hay una larga lista de ellos. La cuestión es que cuando el viento sopla a favor podemos manejar nuestra mente a un mayor nivel de precisión y utilidad. El resultado suele ser una limpieza de ideas que de pronto tornan en limpias y cristalinas reflexiones, y que o bien se despojan de emociones que las desvirtúen, o bien responden a una hondísima lealtad a ellas. Ahí nos encontramos en un estado de fuerza mental suficiente como para proyectar al exterior la dirección que han de tomar nuestros acontecimientos. Evidentemente ese momento llega cuando hemos explusado todo lo que nos nubla y nos hemos grabado a fuego lo realmente útil. Aclarados, pues, provocamos unas cuantas sacudidas y hacemos que todo tome su justa posición.
Así que sí, no me cabe duda de que la mente de todos nosotros -mientras que nos encontremos razonablemente sanos-, puede hacer que nos estanquemos o nos disparemos en cualquiera de los menesteres que hemos de enfrentar en nuestra vida. Pensamos, pensamos y pensamos sobre un asunto determinado. Y a raíz de ello, sentimos de ese modo concreto. Sin remisión. Esa unión de sentimiento y pensamiento determina, claro está, nuestros movimientos, reacciones, decisiones y acciones. Y el fruto de ello tenderá a la apertura, avance y positividad; o al bando contrario, cerrazón, estancaniento y negatividad. Y como las acciones de unos repercuten en otros, dado que nuestros comportamientos, pues, van en cadena con los del entorno, se genera al final una burbuja en la que vivimos durante un tiempo sin saber a veces cómo salir. Pues bien, la puerta de escape está en nosotros mismos y en regenerar nuestros pensamientos, necesidades y emociones. Nos hacemos conscientes de ellos, los calibramos y modificamos según requieran. Y de ahí, actuamos, para continuar produciendo un efecto en los demás. Si están en sintonía con nosotros se beneficiarán igualmente de dicho cambio. Si no, se descolgarán del efecto y continuarán en sus propias espirales. El mundo sigue girando, pero tal vez ahora sus elementos se encuentren mucho mejor ubicados para nosotros.
Erick Oh |
En cada momento una búsqueda. A cada edad una necesidad. A cada experiencia un remedio. Con el paso del tiempo nuestros requerimientos van variando y con ellos nuestras prioridades y escalas de valores. Las relaciones personales que vamos estableciendo por el camino no se encuentran exentas de dicha mutabilidad y, a poco observadores de nuestro interior que seamos, podemos identificar qué rasgos ajenos han ido primando en cada etapa de nuestra vida.
¿Qué esperamos de los demás?, ¿qué espero yo de las personas con las que establezco una relación, sea esta del tipo que sea? Mil veces he puesto en tela de juicio la idea de esperar determinadas actitudes de los demás o la de inclinarme por no alimentar ninguna expectativa. Naturalmente entiendo ese concepto de dar sin ambicionar, pero pretendo ahora una reflexión muchísimo más realista, porque si somos absolutamente honestos, podemos identificar qué rasgos humanos nos atraen como imprescindibles a la hora de establecer una relación personal. Por lo que a mí respecta, puedo hacer un ejercicio de memoria sin excesivo esfuerzo y en virtud del cual alcanzo a saber qué me ha resultado fundamental en estas lides.
Me remonto a mi niñez y sé qué me atraía como la miel a las moscas: la bondad. Se trataba esta de un saber ser sin dobleces, de una característica propia de la gente limpia, de esa que emana afabilidad. Percibía enseguida a los niños buenos y naturales, de gesto y conversación amables. Y del mismo modo huía despavorida de cualquiera que soltase por su boca una expresión que yo, por aquel entonces, consideraba cruel. Mi rechazo era inmediato, pero efectivamente se trataba de un alejamiento con un notable porcentaje de miedo. No era puramente un juicio crítico, sino una escapatoria temerosa. Sabía que si alguna vez habrían de llegarme sus dardazos, la herida sería profunda. Verdaderamente me atemorizaban aquellos niños a los que escuchaba formular una crítica, reírse de un desliz o lanzar una palabra inapropiada. Pero, ¿por qué ese miedo? Muy sencillo: porque ya entonces no concebía un mundo sin gentileza ni afecto, un mundo distinto al mío, por más que no me costase descubrir que existía.
Y llega mi adolescencia, etapa en la que le doy absoluta prioridad a la confianza como índice vertebrador de mis relaciones. Matizo ese concepto de confianza como la camaradería y la cercanía para compartir en profundidad aquello que te supone una verdadera catarsis personal. Diseccionadora del interior de las personas en potencia, de mi propio interior, ya por aquel tiempo me uno estrechamente a quienes pueden darme la réplica en mis reflexiones. Tremendamente abierta a la hora de hablar de mí, de mis preocupaciones, de mi intimidad,... por lo que aquel con el que me cruzaba habría de tener una dosis decente de sensibilidad al respecto. Y pensé que se trataba de un sentimiento universal y de una necesidad presente en prácticamente todos y cada uno de nosotros. Pero me equivoqué y llegué a distinguir entre dos tipos de seres creadores de ese colchón de confianza. Aquellos que buscaban confianza mutua y equilibrada, para dar y recibir, para escuchar y contar. Y aquellos cuyo objetivo era única y exclusivamente descargarse ellos. Succionar del otro, exprimir su capacidad de escucha y jamás molestarse en asomarse a su interlocutor. Mi reacción vino sola. Tardía en la mayor parte de los casos, pero definitiva: relaciones finiquitadas por causas naturales de egocentrismo extremo.
Mis veintitantos,... lanzadera a la adultez y momento en el que convierto la afinidad mental en el mascarón de proa de mis relaciones. Y ojo con el asunto, porque es ciertamente peligroso, por cuanto tiende a la intolerancia. Tan beligerante yo en mis discusiones, tan radical a veces o contradictoriamente hiperflexible en otras, llevaba a gala eso de que el filtro de ideas comunes resultaba inevitable. Firmemente apoyada en que unos mismos principios unen, mientras que los discrepantes separan, encajaba perfectamente con aquellos que compartían mi visión del ser humano, y mi concepto de las virtudes cardinales y de los pecados capitales. Los que me decepcionaban y/o no participaban de mi vida eran, obviamente, los poseedores de ideologías en las antípodas de las mías. Recuerdo rasgarme las vestiduras, hacerme cruces, ser crítica y experiementar verdadera desolación cuando descubría una reacción tal en alguien de quien no me la esperaba.
La treintena fue determinante, especialmente su segunda mitad. La década me separó de quienes no compartieron mis inquietudes vitales y me unió a quienes gozaban de la profundidad y riqueza emocional que yo esperaba de mis semejantes. Diez años de una lucha continua por separar la paja del trigo, por discernir quién me respondía con autenticidad de sentimientos y quién poseía un doble fondo o un fondo hueco. Esperaba correspondencia a un mismomgrado. Y aprendí lo importante que es captar el nivel exacto en que se encuentra quienquiera que corresponda. Comprobé que efectivamente había seres de quien no se podía sacar más, personas cuya entrega era absolutamente escasa o cuya maduración resultaba insuficiente. Pero sobre todo aprendí a asumir que hay quienes jamás evolucionarán emocionalmente. ¿La razón? Debería decir razones, porque hay varias. Porque no alcanzan a considerar esa faceta humana, porque no la consideran pertinente ni importante, porque se encuentran vacíos, porque dan preponderancia a otros rasgos humanos, porque no quieren hacerlo, porque no están jamás dispuestos a pagar ese precio, por incapaces,.. La empatía en particular y la inteligencia emocional se erigieron en mi particular búsqueda del Santo Grial. Frontera entre lo aceptable y lo inaceptable, eslabón de unión o sesgo incurable, decidí no claudicar en mis expectativas de un comportamiento y de un sentir con sólidos fundamentos emocionales. No podía ser de otro modo tratándose de un caso como el mío, un ejemplo claro de victoria de las emociones sobre lo estrictamente cerebral
Y,... ¿qué espero hoy por hoy de las personas? Espero que se queden. Sí, que se queden. En mi vida, a mi lado, conmigo,... Opto sin dudarlo por quien se queda, por quien me elige, por quien apuesta por permanecer a mi lado y se vuelca -como yo hago- en que yo me quede en la suya. Hoy por hoy espero de mi gente lealtad en el más amplio sentido y siempre sobre la base de la autenticidad. Espero que quien se quede lo haga a gusto, porque me ve, me oye, me lee, me entiende. Y porque se siente visto, oído, leido y entendido. Espero que valore, no ya a mí, sino la gran dificultad de que lazos así nazcan en la vida. Espero que la gente no se mantenga impávida ni resignada ante la marcha de un ser querido. Ni que relativice, se rinda o esté ya hecho a las fisuras, o a las pérdidas. Pero especialmente espero que a mi alrededor no haya ejemplares de esos que trivializan el paso de otros seres humanos por su vida, elaborando una lista de nombres y caras borrosas con la frialdad de quien dice "la vida es así" sin torcer el gesto.
EL QUE ESPERA DESESPERA SIN RAZÓN
By María García Baranda - diciembre 13, 2016
A veces creo que nada ocurre por casualidad. Bueno, a veces no, casi siempre pienso eso. Podría decir incluso que estoy casi segura de que todo sucede por algo y para algo, incluyendo lo que se nos desmorona, fracasa, no sale, se tuerce y hasta nos destroza... Hay una razón. Pero aunque sepa esto, eso no me ha librado en mi vida del sentimiento de frustración o impaciencia por las cosas no logradas o cuya llegada parecía retrasarse. Nos decimos que la vida es una constante espera. Y sí. Y al tiempo no. Porque esperando lo.que sea que aguardemos, solemos muy erradamente privarnos de vivir. Y no sé si se trata de una actitud fruto de la sociedad en la que vivimos y del circo que hemos montado, pero incluso cuando es cierto que hay que darle tiempo a ciertos asuntos, el modo en el que lo hacemos no es correcto en absoluto. ¿Por qué? Muy sencillo. Esperar no supone quedarse parado al borde del camino, ni en pausa. Esperar significa, creo, saber que no es nuestro momento para vivir determinados acontecimientos, pero no por eso hemos de quedarnos sentados en una silla hasta que se dé ese supuesto. Es más, creo también, que resulta de imperiosa necesidad continuar dando vida a los días para, precisamente, precipitar y provocar que todo se mueva. Y así, de ese modo, con el devenir de los acontecimientos es como llegaremos a toparnos de bruces con lo tan esperado para que, ahora ya más vividos, saber si nos quedamos con ello o lo dejamos pasar. Tras una espera no somos los mismos. Tras una espera activa, quiero decir, ya que el cúmulo de sucesos experimentados y de emociones sentidas nos han cambiado. Con suerte, a mejor.
Hoy por hoy, a mi edad, creo que es este el principio más importante que he de interiorizar, sabedora como soy de que no es en absoluto sencillo. Es ahora cuando me lo planteo y ahora cuando necesito imperiosamente bebérmelo de un trago para entender, para crecer, para no ser infeliz y para no frustrarme. Es un denominador común ese sentido de la espera por lo que haya de llegar. En mi caso es un sentir muy marcado desde que era muy joven, porque por circunstancias muy concretas tuve que armarme de paciencia y esperar algo más que el resto. Esperar por estudios, por trabajo, por vida sentimental, por independencia, por vivienda, por estabilidad, por amor, por ser madre,... Y hubo mucho de eso que nunca llegó. ¿La causa? Lo enfoqué mal, porque paré, o al menos ralenticé, la maquinaria en dicha espera. Y con ello esperé también por cuestiones que debí haber descartado. Fueran como fueran los acontecimientos, las cosas salieron así y hoy me obligo a encajar lo que supone y lo que no el concepto de espera vital.
Últimamente me rondaban estos pensamientos y como nada pasa por casualidad, como ya dije, acabo de leer de mano de una amiga y compañera de profesión el siguiente fragmento de la obra de Sándor Marai, La herencia de Eszter. Habla por sí solo.
En la vida nada llega a tiempo, la vida nunca te da nada cuando lo necesitas. Durante largos años nos duele ese caos, esa demora, pensamos que alguien está jugando con nosotros, sin embargo un día nos damos cuenta de que todo ha ocurrido determinado por un orden perfecto, encajado en un sistema maravilloso...
Se prometió a sí misma que esta vez se lo iba a tomar en serio. Que a partir de ahora sería para ella igual que un trabajo de oficina en el que hay que fichar cada mañana, muy temprano, y en el que los descansos están vigilados con el rabillo del ojo por el jefe. Cumpliría un horario mínimo, de no menos de cuatro horas diarias para empezar a calentar motores. Y se pondría metas realistas, objetivos a cumplir de un número determinado de párrafos o páginas. Tendría un rincón fijo en casa para hacerlo, un espacio que acabase por convertirse en un lugar simbólico y de culto, y que con solo acercarse hiciese brotar las palabras. Se lo había prometido y se quedó mirando a un punto fijo durante horas. Visualizando la situación. Tratando de respirar ese olor a escritura. Volvió a la consciencia, sacudió la cabeza y soltó un bufido. "¡Qué tontería! Como si escribir fuese un plato precocinado por encargo. No para mí". Comenzó a pensar en lo que había imaginado y con ello a desmontar pieza por pieza esa especie de cuadro impresionista con colores pastel.
Para empezar no tenía que iniciarse en eso de tomárselo en serio, porque para ella ya era algo muy, muy serio. Era, pues, una actividad que practicaba con absoluto aire formal. Tan formal era ese aire que procuraba chutarse una dosis casi diaria, como si de una mascarilla de oxígeno se tratase en medio de un vuelo a veinte mil pies de altura. Por lo que se refiere a la constancia de su práctica era ya algo que se le había instalado en los dedos hacía un tiempo más que considerable, tanto como para provocarle insomnio en plena noche, el impulso de una frase potente en medio de un semáforo o saltarse alguna obligación por darle a las teclas. ¿Horas?, ¿qué horas? ¡Si es precisamente el enganche que a ello tiene lo que hace que se le pasen perdiendo la noción de su paso! Y casi que también la del espacio. Y,... ¿ponerse una cantidad de palabras como objetivo fijo? ¿Acaso era taquígrafa o mecanógrafa? Sacudía la cabeza una y otra vez, una y otra vez,... Entonces, ¿qué? Entonces tenía que centrarse en lo que para ella eran las letras. Y así lo hizo tratando de ser coherente y de darle un equilibrio a todo ello.
No es que no supiera que la labor de escribir no podía ser considerada a la ligera, esto es, como quien practica bicicleta algún día de verano y otros no. Ni como quien coquetea con una afición distinta cada curso académico. No para ella. Sabía perfectamente que requería disciplina, perseverancia y sentido de la responsabilidad. Que no hay un halo de inspiración dorada lanzada desde el cielo para penetrar la mente del autor con una idea divina. En efecto era consciente de aquellos principios. Pero del mismo modo, escribir le suponía algo más, mucho más, y no estaba dispuesta a perder ese algo que lo hacía especial. Escribir se había convertido en una forma de respirar en libertad, de sentirse fiel a sí misma y de desahogar todo aquello que no podía encajar con facilidad. La alimentaba, la nutría unas veces y le permitía subsistir en los malos tiempos. Desconocía si todo escritor compartía la misma visión que ella, pero intuía que no en todos los casos la imagen resultaba, como llamarlo, tan espiritual, tan existencialista. Tal vez era a causa de su carácter, tal vez por cuanto de emocional albergaba o tal vez porque su cometido diario era impregnar las mentes del concepto esencial de la Literatura.
Escribir es abrirse en canal. Es regalarse sin importar cuánta intimidad se pierda en ello. Y es quedarse a merced del resto. Escribir supone llegar entender tu propia vida. Todo aquello que supone un conflicto. Cada pelea interna que no acabas de asumir, cada sentimiento que parte en dos, cada cabreo, cada puntazo desmedido de brevísima durabilidad, cada paranoia y cada momento eufórico. Eso es escribir: hacerte capaz de ver el mundo, la vida, tu interior,... y comprenderlo a medida que la vas trasladando hasta el papel. Y todo esl era para ella, por lo que tenía ya también parte de función social. de responsabilidad con el resto, y parte de labor interna de crecimiento personal. Y precisamente por todo ello tenía que olvidarse de cualquier jaula que sistematizase la tarea más allá de sus propias necesidades. No habría de preocuparse, entonces, puesto que en ella tales menesteres brotaban en torrente.
Exponerse, por supuesto. Desnudarse, naturalmente. Y aun siendo consciente de cómo había ido haciendo ese viaje, de menos a más, y a más, y a más,... tenía asimismo perfecta certeza de que había en ella grandes parcelas sin desvelar. Asuntos y emociones de las que jamás había escrito. Recodos muy, muy internos en los que no había dejado entrar a la escritura. Se preguntaba por qué, pero la respuesta la tenía clara, dado que entendía perfectamente la sustancia de la que estaba hecha su labor. Jamás había escrito sobre algunas materias por falta de valentía en unos casos, pero sobre todo, porque aún no las había madurado, comprendido y asimilado. Y no lo haría hasta ponerlas por escrito. En ese momento encajarían todas las piezas del rompecabezas.
Escribir es abrirse en canal. Es regalarse sin importar cuánta intimidad se pierda en ello. Y es quedarse a merced del resto. Escribir supone llegar entender tu propia vida. Todo aquello que supone un conflicto. Cada pelea interna que no acabas de asumir, cada sentimiento que parte en dos, cada cabreo, cada puntazo desmedido de brevísima durabilidad, cada paranoia y cada momento eufórico. Eso es escribir: hacerte capaz de ver el mundo, la vida, tu interior,... y comprenderlo a medida que la vas trasladando hasta el papel. Y todo esl era para ella, por lo que tenía ya también parte de función social. de responsabilidad con el resto, y parte de labor interna de crecimiento personal. Y precisamente por todo ello tenía que olvidarse de cualquier jaula que sistematizase la tarea más allá de sus propias necesidades. No habría de preocuparse, entonces, puesto que en ella tales menesteres brotaban en torrente.
Exponerse, por supuesto. Desnudarse, naturalmente. Y aun siendo consciente de cómo había ido haciendo ese viaje, de menos a más, y a más, y a más,... tenía asimismo perfecta certeza de que había en ella grandes parcelas sin desvelar. Asuntos y emociones de las que jamás había escrito. Recodos muy, muy internos en los que no había dejado entrar a la escritura. Se preguntaba por qué, pero la respuesta la tenía clara, dado que entendía perfectamente la sustancia de la que estaba hecha su labor. Jamás había escrito sobre algunas materias por falta de valentía en unos casos, pero sobre todo, porque aún no las había madurado, comprendido y asimilado. Y no lo haría hasta ponerlas por escrito. En ese momento encajarían todas las piezas del rompecabezas.