Le he
escrito tanto y con tan múltiples matices a la Navidad, como estados de ánimo he
experimentado en esas fechas año tras año. Releía estos días algunos de esos
textos y repasaba renglones: 2013, 2017, 2015, 2012, 2018, 2016, … una década abrazada
al denominador común de la melancolía, años en los que cocinaba esperanzas, pero
masticaba realidades y me alimentaba con la savia del amargo bálsamo que le
extraía a los aprendizajes forzosos. Releía todo aquello a sabiendas de que,
con esa memoria sensorial fotográfica que me acompaña, tal vez nunca pueda
olvidar todas y cada una de las emociones que experimenté en cada momento. Ni
las buenas ni las malas. Ninguna.
Y del
mismo modo era consciente de que soy capaz de rememorar con cristalina luz -seguramente
edulcorada y selectiva- lo no publicado ni puesto entonces por escrito; aquello
acontecido hace ya mucho tiempo y que comienza en esa edad en la que el definitivo
pistoletazo de salida de las fiestas sonaba en mi cabeza -como en la de la
mayoría- con la voz de la radio retransmitiendo el sorteo de la lotería de
Navidad. Mañanas en las que mi madre me envolvía con aquel traje de pastorcilla
que, seguramente por mi afición a disfrazarme, me encantaba, y cuya única pega
era la de unos leotardos que picaban demasiado. Días en los que portaba orgullosa
la pandereta con sonajas dobles -y rotulada con mi nombre por esa caligrafía
inconfundible de mi padre-, y los espumillones de dos colores para cantar en el cole y decorar la clase. Recados de última hora en las tiendas del barrio. Villancicos
a tiempo completo que nunca saturaban mi cabeza. La bandeja de postres
preparados con mimo y que fue, tal vez, mi primera incursión entre fogones para
contribuir a tanta celebración navideña. Árbol colorido y luminoso, y Belén... creciente cada año. Y ese olor a tostadas de Navidad que inundaba
mi casa desde primera hora de la mañana y que se mezclaba con los primeros
sofritos de los platos más tradicionales de mi familia. Recuerdos que
compartiré probablemente con casi todos los que me leéis, pero indisolubles
para mí al detalle minucioso y exacto de lo que pensaba al tiempo que hacía cada
una de esas cosas. Podría repetir algunas de esas frases construidas entonces en mi mente con las que pensaba en este hoy ya adulto, en esa pasada década de la que hablaba al
comienzo de este artículo, e incluso en dentro de unos años… Pensaba y sentía con inmensa felicidad, con entusiasmo y muchísima vida en mi interior;
pero también con una considerable dosis de nostalgia, de esa que se siente
cuando tienes la certeza de que la mayor parte de las navidades de tu vida habrán de estar regadas por un echar de menos perpetuo.
Esta manera mía se debe a ciencia cierta a esa precisión que me calco en cada remembranza, como si con ello quisiera agarrarme a la vida y ante cada imagen responderme a la pregunta: ¿valió la pena? Por ello soy capaz de llorar a mares con cada olor y cada melodía de las navidades que
me preceden. Me repito también que, a pesar de todo, no
quisiera caer en el tópico de que las navidades son tristes si hay huecos
vacíos a tu alrededor. Siempre los hay. Y cada vez serán más. Y el color de la Navidad de cada año dependerá
mucho del carácter que se gaste tu fantasma de la Navidad presente, de cómo se
lleve con el de la Navidad del pasado y del miedo que le tenga al fantasma de
la Navidad del futuro. ¿No era eso lo que nos contaba Charles Dickens? Así que hoy, ahora, en este minuto exacto miro únicamente a mi corazón y es en él en el que hallo la respuesta. Inmensa, candente, única y verdadera.
Feliz
Navidad a todos.