(III)
18 de febrero de 2014
Tenía los ojos gastados de mirar. A un lado, al otro,
hacia delante, pero nunca al pasado. “Ayer se evaporó y mañana aún no ha
llegado”. No dejaba de retumbar esa frase sus oídos, como si una irracional
y compulsiva superstición mantuviera su rumbo pendiente del único hilo que
sostiene el equilibrio.
El ritmo provocado por el ruido de sus reconocibles
tacones la acompañaba en su camino a casa. Chocaba aquel contra los reformados
edificios del Santander más antiguo, contra aquellas casas de sabor angosto y
olor sombrío que fueron las únicas supervivientes a las llamas. Con el rabillo
del ojo creyó intuir a las gentes que ajenas a su mundo charlaban con la
despreocupación del final de un día de escuela. ¿A dónde vas con tanta prisa?-le
dijeron; y es que con toda seguridad seguían aquellos el compás de unos
pensamientos también veloces. Cinco minutos tan solo para recomponerse. Cinco
minutos tan solo para buscar a tientas en su bolso de mano la llave que abriría
la puerta de su casa.
Tras las ocho vueltas de rigor, el primer gesto sería
correr hacia el espejo para observar su cara. Reconocerse y adivinar al tiempo
la imagen proyectada. Y así lo hizo. No hubo sorpresas, sino la ratificación
certera de lo suponía. Era ella misma, la de siempre, y al tiempo renovada por
el tiempo de ausencias, que son al fin y al cabo los mejores nutrientes del
instinto.
Y pasaron poco menos de tres horas cuando se vio abordada
por un fuerte deseo de escribir que ponía fin a varias semanas de sequía. El
deseo se atenúa a veces, pero nunca extingue por completo su llama mientras
quede una ínfima partícula de oxígeno que lo mantenga, cuanto menos, latente. Y
aún digo más: cuando ese oxígeno procede de las respiraciones agitadas de un
ser que devora sus días como si fueran los últimos, dicho deseo se mantendrá
despierto mientras quede un soplo de vida.